DE LA ANATOMÍA HUMANA, INERTE O VIVA…
Cosas importantes
habrías de recordar, cuando insististe en darle un giro anatómico a tu relato,
y quisiste comentarme sobre el letrero que decía “Sala de Disección”. Estaba
colocado encima de la puerta de lo que denominaban “el anfiteatro”. Te quedaste
mirándome un instante antes de proseguir… No era anfiteatro ni un carrizo, me
aclaraste, como para insistir ante mí que no querías inventar cosas que no
fueran ciertas. Aquella era un sala amplia, sí, con paredes tapizadas por
baldosas blancas y donde existían unos doce mesones de concreto y granito,
donde se colocaban los cadáveres para que los estudiantes los fuesen
manoseando. Al traspasar otra puerta, ya hacia el interior del salón, cruzando
un breve túnel, me explicaste, como allí mismo se abría un área encerrada donde
estaba el gran estanque. Quienes se atrevían a ingresar en aquel ambiente
húmedo e impregnado por el olor penetrante del formol, podían toparse con un
hombre moreno, muy flaco que vestía una especie de mono de trabajo de color
gris y era conocido desde hacía muchos años con el mote de “el pez espada”.
Aquel ser desgarbado, eterno, complementaba su atuendo con unas botas largas de
caucho. Era él quien destapaba el gran estanque y removía los cadáveres usando
una vara larga con un gran gancho de acero en el extremo. El pez espada era
conocedor de todos sus cadáveres formolizados y era él quien los buscaba
localizando “los mejores”, en ocasiones complaciendo peticiones de los
estudiantes quienes los utilizarían para las disecciones anatómicas. No
obstante, me contaste que al parecer no siempre los difuntos aceptaban el
garfio del pez espada, y ellos flotaban, e iban girando por su cuenta y se
hundían a discreción, como si se resistiesen a dejarse pescar. A propósito de aquel
valse peruano de ir amarraditos los dos,
y con envidia por las calles, me
explicaste sin nada de lisuras y
terciopelos, cuál era la sensación de sentir la humedad del formol colarse
fría a través de los guantes, formol que había ya embebido los cuerpos entecos
y grises. Así supe que mientras vos mirabas las manos de ella cubiertas por el
látex amarillento, inquietas sintiendo la textura de músculos y aponeurosis y
veías sus ojos atisbando los magros cadáveres sobre las mesas de piedra, vos pensabas
si acaso, se estilan tus ojazos y mi
orgullo, y te preguntabas. ¿Quiénes serían en vida aquellos muertos? Algún recrujir de almidón tal vez nacería en
sus ropas, ahora cadáveres, antes vestidos… Mientras vos con los demás
compañeros, fríos y altaneros,
engreídos por estar viviendo todo aquello, impertérritos observaban los grises
y mudos maestros de anatomía, rígidos, desnudos, silentes, de un color ocre,
cobrizo, o pardo oscuro, con historias individuales, que terminaban por ser
inventadas seguramente por los mismo estudiantes. ¿Quién sería el misterioso
gigantón de los grandes serratos? Ella ante ti, frente a la mesa de granito te
miraba interrogante. Desde luego parece
un juego, pero vos solo sabías lo que contaban las leyendas de previos
pasantes. ¿Usaría alguna vez un traje cual si fuese humano?, tal vez andaría
galante, ¿se podría para cenar jazmines en el ojal?, y se repetían las
preguntas, y se inventaban las respuestas, modificables con el paso de los
años. Se transmitían legendarias versiones de unos a otros. Había quienes
decían que el gigantón musculoso había sido un polaco que cargaba bultos en el
malecón. Acaso fue un señor de aquellos que
vieron mis abuelos… ¿Sería cierto? Desde luego parecía un sueño y serías vos quien la miraría a ella, mientras sus
manos enguantadas reposaba sobre una helada pierna negruzca y volteaban sus
ojos atisbando los rasgos de otro cadáver, una mujer delgada a quien le habían
puesto el mote de Borola, indígena, escuálida, tuberculosa con sus cavernas ya
curadas por años de formol, quien dejaba ver sus dientes con una sonrisa
triste. ¿Tal vez fue madre, alguna vez? Sus músculos fijados, eran delgados
como fuetes, y volarían por los aires en la oscuridad durante una clase de
proyecciones histológicas. Me dijiste que así habían sido las cosas, que así
eran todos los estudiantes, irrespetuosos, eran cosas necesarias que se daban en
medio de la felicidad de aprender, para salir de la ignorancia... Me comentaste
entonces que existía un grupo especial, uno particular que a la vista de todos
siempre estaba pendiente de los zamuros. Me explicaste que no te referías a los
pajarracos girando en el cielo azul de tu ciudad, los zamuros les decían a los
funerarios. Unos individuos con biotipos
cambiantes, flacos y ojerosos, o barrigones sudando, casi siempre bigotudos y
risueños para estar cercanos al llanto de familiares acongojados. Eran los
agentes funerarios y sus intermediarios quienes gestionaban el traslado de
cadáveres a la morgue para realizarles lo que denominaban, la autopsia de ley.
Entre ustedes, siempre existía un grupito de estudiantes, que también estaba
como zamuros ante la carroña, esperando el ulular de la sirena de un camión
forense. Me consta que al relatarme estas cosas las volviste a recordar sabiendo
que había quienes por la mañana revisaban las páginas rojas de diario Panorama,
para saber cuántos o quiénes irían derechito a la morgue. Creo que intentabas
justificarte ya que me explicarías que los muertos de la forense los verían en
colores, no grises y formolizados como los amigos del pez espada, y eso de los
fiambres en technicolor para el grupito era una crucial diferencia. Algunos se
mantenían atentos a las noticias para estar listos al momento cuando el cadáver
de algún difunto fuese transportado para realizar la autopsia. La noticia les
llegaba y se decían entre todos los interesados, esmondínguense, ya está,
esmachétense, corran que ya el forense llegó, denle clavo, y apúrense que va a
comenzar a hacer una autopsia, estén atentos que ya dio su frenazo el carro de
la funeraria. Aquello era como en las películas, el espectáculo más grande del
mundo. El gran Sebastián en el trapecio con su capa verde se quedaba chiquito
ante la performance del autopsiante, el patólogo forense. Pasen adelante, sin
pagar nada, en primera fila se ve mejor, pasen y no jodan al patólogo, no lo
molesten, no pregunten mucho, se les puede arrechar el hombre, es alemán,
¿alemán de Alemania?, ¡vaí pues!, ¿no?, será alemán de miegda, no, ¡coño no!,
dicen que el tipo es de Viena, ¿la de los valses?, y sabe mucho, dicen que el
forense es también músico, ¡que no me jodan!, no inventéis, ¡él sabe que jode!,
con cojones y sin miedo… Ustedes lo que son, son unos morbosos. Ustedes si son
zamuros. Esto era lo que supe que les decían los otros, los demás, los que no
estaban metidos en la pomada, “los fisnos.”
Cuando se iniciaron en el
hospital ella era la joven estudiante encargada de las camas pares de la sala
tres en el Hospital Dr. Urquinaona de Maracaibo. Para la época era una muchacha
eficiente que brillaba en el cumplimiento de su trabajo, especialmente querida
en el Servicio de Medicina Interna, ella era única hija del ganadero millonario
don Guillermo que se yo cual molleja, y era una presa codiciable, ella, no el
millonario me aclaraste, para añadir, porsiforsi... Así me lo planteaste y yo
insistí en que si querías podíamos cambiarle el apellido al padre, para darle
personalidad, pero me explicaste que no
debería hacerlo ya que el apellido
combinado original, era, sonaba peor... Me confiaste que era algo así como Guillermojones,
o Varbuena er-moyones, ¿o era Jones? Yo acoté que hasta pudiese ser peor y te
dije que pudiera haberse llamado Anselmo, como se decía de Tom, el cantante
inglés e interrumpí la secuencia de la combinación de los apellidos para
recordarte que Tom Jones para la época ya había dejado atrás a Elvis Pelvis, en
el tiempo cuando me refería yo que vivirías estas cosas, y me parecía a mí que
tal vez se codeaba con Los Beatles. En realidad no recordaba si ya habría
comenzado Tom con lo de las manzanitas verdes y con su Oh Delaila, pero ¿qué
carrizo nos podía importar aquello? La vida sí que daba muchas vueltas, como el
mundo, yira yira decía el tango. Eran aquellos tiempos de beber cerveza y de
estar convencidos de que cuando estaban como culoefoca, eran más sabrosas. Nada
como las del Lucky Bar, la pseudotaguara conocida como “El huequito frío”,
ubicada “a pata e mingo” de la placita donde algunos compañeros estudiaban por
las noches, y tras llenar la mesa con botellitas ambarinas habiendo trasegado
la helada cerveza cesaría la discusión sobre los patronímicos de la chama del
hospital y todos llegarían a convencerse de que haberlas bebido como
“siesoepinguino” había sido una “decisión de grande-liga”.
Entre aquellas aventuras que vos
llamabas húmedas, estaban las que referías como vividas a finales del
bachillerato, cuando acostumbraban a colearse en arrocitos y me pareció
interesante incluir aquí, una de las acciones que protagonizaras con tus
compañeros, cuando infiltrados como si fuese un grupo comando, vos y tus
alborotados amigotes acostumbraban a penetrar por el lago en la playa del Club
Alianza aprovechando cuando venían orquestas de prestigio. Estas acciones las
compartías con otros estudiantes de tu clase estando ya en el Liceo. De esos
cuentos ninguno como el del ingreso infiltrados por la playa en el espectáculo
de Iris Chacón, la bomba sexy de Puerto Rico. Rómulo se había atrevido a
apostar entre todos a que le agarraba el culo a la vedette. Era el nalgatorio
de Iris un verdadero portento, de manera que parecía inaccesible a cualquier
ser humano racional, por lo que las apuestas se casaron en botellas de ron y
todos tras haber ingresado por la vía acuática, aunque ya algo secos por fuera
y rociados de ron por dentro, se acercaron a la pista donde se daba el show. En
una de las vueltas, Rómulo saltó al escenario y llegó a poner sus dos manos en
las meras nalgas de Iris. Aquello fue sensacional. De más está decir que los
guardianes del orden y del decoro saltaron y se lo llevaron arrastrado y detrás
de él, corrieron vos y tus compinches solidarios quienes le aplaudían por su
hazaña. Los expulsaron a todos del Club. Estando todos ya afuera, vendrían las
risas y los comentarios hasta que decididos regresarían a insistir ante el portero,
pidiéndole reingresar para ver el final del show. A pesar de la fama del
portero que para algunos era “un malparío español francófilo”, el tipo al
conocer las causas de la expulsión, casi se mea de la risa, y los dejó pasar a
todos de contrabando puesto que según él mismo, lo que merecían era un premio
por haber hecho realidad aquel incomparable deseo de quien estuviese enterado
de como meneaba su trasero la sexy bomba de Puerto Rico.
Lo
relatado son retazos de una novela inédita, aún sin título. Me he animado a
publicarlo hoy, 9 de febrero del año 2016, en Maracaibo, Venezuela.
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