martes, 9 de febrero de 2016

De la Anatomía humana, inerte o viva ...





DE LA ANATOMÍA HUMANA, INERTE O VIVA

   Cosas importantes habrías de recordar, cuando insististe en darle un giro anatómico a tu relato, y quisiste comentarme sobre el letrero que decía “Sala de Disección”. Estaba colocado encima de la puerta de lo que denominaban “el anfiteatro”. Te quedaste mirándome un instante antes de proseguir… No era anfiteatro ni un carrizo, me aclaraste, como para insistir ante mí que no querías inventar cosas que no fueran ciertas. Aquella era un sala amplia, sí, con paredes tapizadas por baldosas blancas y donde existían unos doce mesones de concreto y granito, donde se colocaban los cadáveres para que los estudiantes los fuesen manoseando. Al traspasar otra puerta, ya hacia el interior del salón, cruzando un breve túnel, me explicaste, como allí mismo se abría un área encerrada donde estaba el gran estanque. Quienes se atrevían a ingresar en aquel ambiente húmedo e impregnado por el olor penetrante del formol, podían toparse con un hombre moreno, muy flaco que vestía una especie de mono de trabajo de color gris y era conocido desde hacía muchos años con el mote de “el pez espada”. Aquel ser desgarbado, eterno, complementaba su atuendo con unas botas largas de caucho. Era él quien destapaba el gran estanque y removía los cadáveres usando una vara larga con un gran gancho de acero en el extremo. El pez espada era conocedor de todos sus cadáveres formolizados y era él quien los buscaba localizando “los mejores”, en ocasiones complaciendo peticiones de los estudiantes quienes los utilizarían para las disecciones anatómicas. No obstante, me contaste que al parecer no siempre los difuntos aceptaban el garfio del pez espada, y ellos flotaban, e iban girando por su cuenta y se hundían a discreción, como si se resistiesen a dejarse pescar. A propósito de aquel valse peruano de ir amarraditos los dos, y con envidia por las calles, me explicaste sin nada de lisuras y terciopelos, cuál era la sensación de sentir la humedad del formol colarse fría a través de los guantes, formol que había ya embebido los cuerpos entecos y grises. Así supe que mientras vos mirabas las manos de ella cubiertas por el látex amarillento, inquietas sintiendo la textura de músculos y aponeurosis y veías sus ojos atisbando los magros cadáveres sobre las mesas de piedra, vos pensabas si acaso, se estilan tus ojazos y mi orgullo, y te preguntabas. ¿Quiénes serían en vida aquellos muertos? Algún recrujir de almidón tal vez nacería en sus ropas, ahora cadáveres, antes vestidos… Mientras vos con los demás compañeros, fríos y altaneros, engreídos por estar viviendo todo aquello, impertérritos observaban los grises y mudos maestros de anatomía, rígidos, desnudos, silentes, de un color ocre, cobrizo, o pardo oscuro, con historias individuales, que terminaban por ser inventadas seguramente por los mismo estudiantes. ¿Quién sería el misterioso gigantón de los grandes serratos? Ella ante ti, frente a la mesa de granito te miraba interrogante. Desde luego parece un juego, pero vos solo sabías lo que contaban las leyendas de previos pasantes. ¿Usaría alguna vez un traje cual si fuese humano?, tal vez andaría galante, ¿se podría para cenar jazmines en el ojal?, y se repetían las preguntas, y se inventaban las respuestas, modificables con el paso de los años. Se transmitían legendarias versiones de unos a otros. Había quienes decían que el gigantón musculoso había sido un polaco que cargaba bultos en el malecón. Acaso fue un señor de aquellos que vieron mis abuelos… ¿Sería cierto? Desde luego parecía un sueño y serías vos quien la miraría a ella, mientras sus manos enguantadas reposaba sobre una helada pierna negruzca y volteaban sus ojos atisbando los rasgos de otro cadáver, una mujer delgada a quien le habían puesto el mote de Borola, indígena, escuálida, tuberculosa con sus cavernas ya curadas por años de formol, quien dejaba ver sus dientes con una sonrisa triste. ¿Tal vez fue madre, alguna vez? Sus músculos fijados, eran delgados como fuetes, y volarían por los aires en la oscuridad durante una clase de proyecciones histológicas. Me dijiste que así habían sido las cosas, que así eran todos los estudiantes, irrespetuosos, eran cosas necesarias que se daban en medio de la felicidad de aprender, para salir de la ignorancia... Me comentaste entonces que existía un grupo especial, uno particular que a la vista de todos siempre estaba pendiente de los zamuros. Me explicaste que no te referías a los pajarracos girando en el cielo azul de tu ciudad, los zamuros les decían a los funerarios. Unos individuos  con biotipos cambiantes, flacos y ojerosos, o barrigones sudando, casi siempre bigotudos y risueños para estar cercanos al llanto de familiares acongojados. Eran los agentes funerarios y sus intermediarios quienes gestionaban el traslado de cadáveres a la morgue para realizarles lo que denominaban, la autopsia de ley. Entre ustedes, siempre existía un grupito de estudiantes, que también estaba como zamuros ante la carroña, esperando el ulular de la sirena de un camión forense. Me consta que al relatarme estas cosas las volviste a recordar sabiendo que había quienes por la mañana revisaban las páginas rojas de diario Panorama, para saber cuántos o quiénes irían derechito a la morgue. Creo que intentabas justificarte ya que me explicarías que los muertos de la forense los verían en colores, no grises y formolizados como los amigos del pez espada, y eso de los fiambres en technicolor para el grupito era una crucial diferencia. Algunos se mantenían atentos a las noticias para estar listos al momento cuando el cadáver de algún difunto fuese transportado para realizar la autopsia. La noticia les llegaba y se decían entre todos los interesados, esmondínguense, ya está, esmachétense, corran que ya el forense llegó, denle clavo, y apúrense que va a comenzar a hacer una autopsia, estén atentos que ya dio su frenazo el carro de la funeraria. Aquello era como en las películas, el espectáculo más grande del mundo. El gran Sebastián en el trapecio con su capa verde se quedaba chiquito ante la performance del autopsiante, el patólogo forense. Pasen adelante, sin pagar nada, en primera fila se ve mejor, pasen y no jodan al patólogo, no lo molesten, no pregunten mucho, se les puede arrechar el hombre, es alemán, ¿alemán de Alemania?, ¡vaí pues!, ¿no?, será alemán de miegda, no, ¡coño no!, dicen que el tipo es de Viena, ¿la de los valses?, y sabe mucho, dicen que el forense es también músico, ¡que no me jodan!, no inventéis, ¡él sabe que jode!, con cojones y sin miedo… Ustedes lo que son, son unos morbosos. Ustedes si son zamuros. Esto era lo que supe que les decían los otros, los demás, los que no estaban metidos en la pomada, “los fisnos.”

   Cuando se iniciaron en el hospital ella era la joven estudiante encargada de las camas pares de la sala tres en el Hospital Dr. Urquinaona de Maracaibo. Para la época era una muchacha eficiente que brillaba en el cumplimiento de su trabajo, especialmente querida en el Servicio de Medicina Interna, ella era única hija del ganadero millonario don Guillermo que se yo cual molleja, y era una presa codiciable, ella, no el millonario me aclaraste, para añadir, porsiforsi... Así me lo planteaste y yo insistí en que si querías podíamos cambiarle el apellido al padre, para darle personalidad, pero me explicaste  que no debería hacerlo ya que  el apellido combinado original, era, sonaba peor... Me confiaste que era algo así como Guillermojones, o Varbuena er-moyones, ¿o era Jones? Yo acoté que hasta pudiese ser peor y te dije que pudiera haberse llamado Anselmo, como se decía de Tom, el cantante inglés e interrumpí la secuencia de la combinación de los apellidos para recordarte que Tom Jones para la época ya había dejado atrás a Elvis Pelvis, en el tiempo cuando me refería yo que vivirías estas cosas, y me parecía a mí que tal vez se codeaba con Los Beatles. En realidad no recordaba si ya habría comenzado Tom con lo de las manzanitas verdes y con su Oh Delaila, pero ¿qué carrizo nos podía importar aquello? La vida sí que daba muchas vueltas, como el mundo, yira yira decía el tango. Eran aquellos tiempos de beber cerveza y de estar convencidos de que cuando estaban como culoefoca, eran más sabrosas. Nada como las del Lucky Bar, la pseudotaguara conocida como “El huequito frío”, ubicada “a pata e mingo” de la placita donde algunos compañeros estudiaban por las noches, y tras llenar la mesa con botellitas ambarinas habiendo trasegado la helada cerveza cesaría la discusión sobre los patronímicos de la chama del hospital y todos llegarían a convencerse de que haberlas bebido como “siesoepinguino” había sido una “decisión de grande-liga”.

   Entre aquellas aventuras que vos llamabas húmedas, estaban las que referías como vividas a finales del bachillerato, cuando acostumbraban a colearse en arrocitos y me pareció interesante incluir aquí, una de las acciones que protagonizaras con tus compañeros, cuando infiltrados como si fuese un grupo comando, vos y tus alborotados amigotes acostumbraban a penetrar por el lago en la playa del Club Alianza aprovechando cuando venían orquestas de prestigio. Estas acciones las compartías con otros estudiantes de tu clase estando ya en el Liceo. De esos cuentos ninguno como el del ingreso infiltrados por la playa en el espectáculo de Iris Chacón, la bomba sexy de Puerto Rico. Rómulo se había atrevido a apostar entre todos a que le agarraba el culo a la vedette. Era el nalgatorio de Iris un verdadero portento, de manera que parecía inaccesible a cualquier ser humano racional, por lo que las apuestas se casaron en botellas de ron y todos tras haber ingresado por la vía acuática, aunque ya algo secos por fuera y rociados de ron por dentro, se acercaron a la pista donde se daba el show. En una de las vueltas, Rómulo saltó al escenario y llegó a poner sus dos manos en las meras nalgas de Iris. Aquello fue sensacional. De más está decir que los guardianes del orden y del decoro saltaron y se lo llevaron arrastrado y detrás de él, corrieron vos y tus compinches solidarios quienes le aplaudían por su hazaña. Los expulsaron a todos del Club. Estando todos ya afuera, vendrían las risas y los comentarios hasta que decididos regresarían a insistir ante el portero, pidiéndole reingresar para ver el final del show. A pesar de la fama del portero que para algunos era “un malparío español francófilo”, el tipo al conocer las causas de la expulsión, casi se mea de la risa, y los dejó pasar a todos de contrabando puesto que según él mismo, lo que merecían era un premio por haber hecho realidad aquel incomparable deseo de quien estuviese enterado de como meneaba su trasero la sexy bomba de Puerto Rico.

Lo relatado son retazos de una novela inédita, aún sin título. Me he animado a publicarlo hoy, 9 de febrero del año 2016, en Maracaibo, Venezuela.


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