R
U Y
Conocí a Ruy Pérez
Tamayo en Buenos Aires. En el Congreso Latinoamericano de Patología en
noviembre del año 1969. Para ese entonces, yo casi ni conocía a los anatomopatólogos
venezolanos. Estaba circunscrito a los escasos colegas de mi ciudad natal.
Hacía poco tiempo había regresado a mi tierra después de pasar cuatro largos
años estudiando en el norte, y casualmente allá había tenido la oportunidad de
conocer a varios patólogos de Caracas, pero no más; así que, ¿de dónde iba yo a
conocer a patólogos latinoamericanos? Pero cualquiera, aquí, allá y en todas
partes, había tenido que haber escuchado algo sobre Ruy Pérez Tamayo. Ahora,
hace ya tantos años de eso, que no puedo recordar donde ni donde fue la primera
vez que oí hablar del famoso cuate. Su nombre sonaba ya, disparado hacia arriba
desde el suelo de la nación azteca, y eso me atraía como a un mosquito con alas
ante bombillo de cien. Por lo de Tamayo, para mí era como tener un antepasado
famoso, no sé, pero sin conocerle me había dado por sentirlo como un familiar;
él había escrito un libro sobre la patología del sistema inmune y yo lo había
hojeado acercándome a conceptos novedosos, totalmente desconocidos para mí. Por
todas aquellas cosas, yo sentía una reverente mezcla de curiosidad y admiración
por mi desconocido colega mexicano.
Estaba en un salón
semicircular semioscurecido con tonos azules y violáceos, en la penumbra de la
proyección, y yo pendiente, había estado esperando su turno, pues venía en el
programa después de un conferencista que disertaba sobre quien sabe qué cosa,
en un hemiciclo oscuro, allí en la Facultad de Medicina de la Universidad de
Buenos Aires, y un momento después escuché su nombre, y vi como él se ponía de
pie, en la primera fila. Paso a paso avanzó hasta el podio. Era él. El tipo se
me antojó gardeliano, no sé por qué, tal vez por su peinado hacia atrás y el
brillo de su cabello pegado al cráneo como si usara gomina. Los lentes redondos
le daban un aire intelectual, especie de niño prodigio de nariz perfilada. El
traje de un azul marino intenso lo hacía lucir sobrio. En las sombras de aquel
inmenso salón, resplandecía con la luz que iluminaba sus hojas manuscritas.
¡Conque ese es el hombre! Esto me dije casi incrédulo. Comenzó a hablar sobre
el colágeno, y él le decía, la colágena, sobre moléculas y otras cosas poco
usuales para el lenguaje común de los patólogos. Sus palabras fluían como un
torrente. Entonces me dije, lo he conocido, ¡al fin!
Estaba yo viviendo ese
instante en un mundo totalmente desconocido para mí. Lo había descubierto tan
solo un par de días antes y era todo tan diferente a los dos mundos que yo
había conocido antes. ¿Cómo compararlo con mi tierra caliente o con el norte
helado? Aquella tierra austral, la Argentina, me tenía anonadado. Me parecía
increíble con sus jugosos asados, el vino como el agua, los postres rebosando
cremas, las minas de minúsculas minifaldas, las plazas y jardines, las fuentes,
los árboles que comenzaban a florear en septiembre, los niños con guardapolvos,
los tangos de siempre y para mí, ¿por qué no decirlo?, para mí también el
recuerdo de la sin par Evita, en mi casa y a través de mi madre había conocido
de las andanzas de la presidenta de los descamisados… ¡Perón Perón! Sorprendentemente,
para mí, Perón era un ser odiado por la mayoría, por casi todos los patólogos, ¿qué
podía saber yo? Yo era tan solo un neófito en política, pero... ¡Oh sorpresa!
El morocho del Abasto también era despreciado por los patólogos. ¡Asombro de
nuevo! Para mí, un fanático de Gardel a través de sus tangos y milongas,
precisados en todas las rockolas cuando estudiaba Medicina, música, cervezas y
el lunfardo arrabalero, ¡ahora in vivo!, y me resultaba una desagradable
sorpresa enterarme de que el zorzal, ¡era abominado por los patólogos argentinos!
¡Era algo increíble! Pero, ¡carrizo! Me decía, ¿será que les parece chabacano
el lunfardo?, mas yo recordaba haber leído algo en aquel argot en unos cuentos
del escritor Jorge Luis Borges… ¿O era un cuento de Cortázar? Los patólogos
maracuchos, éramos unos pocos, y nos mirábamos entre nosotros sin comprender
nada. ¿Cómo es este lío? ¿Por qué los patólogos argentinos rechazan todas aquellas
cosas que para nosotros eran parte importante de la Argentina?
Yo en mi bolsillo traía
escondida otra Argentina. De eso a nadie le hablaba, era casi subconsciente.
Guardaba vivencias lejanas, de mis lecturas infantiles, páginas del Billiken,
composiciones sobre Sarmiento y Rivadavia, libros, revistas, más libros, yo
conocía una Argentina de pampas y de lagos llenos de pinos, a través de los
libros, sabía de la Patagonia inmensa, de la macana y del gaucho Martin Fierro,
la patria de Houssay el fisiólogo era también la de Hugo Wast el novelista
romántico, la de Cortázar el genial exiliado y la de Borges el genio de la
controversia, la de un dictador Flores y de un revolucionario Ernesto Guevara,
y como para hacerle contrapeso un sinfín de imágenes cinematográficas, desde
Luis Sandrini hasta la belleza de Libertad Lamarque y el brillo de su voz, ¡claro
está!, el caminito floreado de trébol, y acaso también el tono chillón de
Catita opacado por el rumor de las cuerdas de una guitarra o el quejido de un
bandoneón, quizás bajo el farolito de una calle de arrabal amargo... En
aquellos días de sorpresas y excitantes contrastes, conocí al patólogo mexicano
más famoso del mundo, para mí, el paradigma de la investigación. Casi no lo
volví a ver durante el Congreso. Eran un círculo exclusivo, de pibes y de
cuates y de otros famosos anatomopatólogos latinoamericanos. Y me preguntaban
con curiosidad… Decime che, los patólogos
venezolanos, los de la patria de Simón Bolívar, ¿quiénes son?, ¿dónde están?
Un exabrupto preguntarnos eso a nosotros, imberbes patólogos maracuchos, ¿cómo
podíamos saber nosotros, los patólogos habitantes de la República del Zulia
quienes eran los patólogos caraqueños?... Dos años después, Ruy aceptaría mi
invitación, y dos veces en ese mismo año 1971, visitaría nuestra tierra del sol
amada. En esa oportunidad ya sabía yo quienes éramos los patólogos de todo el
país. Ese año me tocaría la suerte de entrar a formar parte de la directiva de
nuestra Sociedad, la SVAP, pero eso no importa ahora.
Cuando llegó a
Maracaibo, Ruy era otro. Dejó el terno en Buenos Aires, dejó la gomina y los
lentes redondos. Se había transformado en un tipo de guayabera blanca, con una
barba que ya no se la quitaría nunca más. Era un nuevo chavo, simpático, agudo,
no era un escuincle, ya parecía grande, con la sonrisa siempre en los labios,
la mirada clara, ¡quihúbole!, el verbo incisivo, cáustico, no era abusado y
resultaba osado y de avanzada en todas sus ideas. Llegó aglutinando entusiasmo
y emociones, estimulándonos para echar adelante la investigación y la patología
experimental por el camino de las dificultades. Este es el tipo, me dije, y con
orgullo les repetí a mis colegas. Ese es el ejemplo a seguir, el modelo a
imitar. Seamos patólogos integrales, ¡diagnosticadores, docentes, e investigadores!
Vamos a atrevernos a construir la infraestructura para impulsar la
investigación en la Anatomía Patológica venezolana. ¡Pos no se me sigan llenando el
buche con piedritas, luego-luego lo veremos, el trecho es mucho muy largo,
entre el elefante y la Echerichia-coli solo hay un paso, y no vayan a
achicopalarse, no dejen que les ronquen los que creen ser la mera mamá de
Tarzán envuelta en huevo! De esta arenga no quedó nada. ¿A
poco no? ¿Pero nada nadita? A poco les quedaría el gaznate boludo. ¡Como si
tragaran camote! Como el humo en el viento, se disipó el discurso y
como al poeta Baralt hube de comprobar que bajo la luz fecunda que hace brillar
nuestra tierra calcinada, ante los hechos que se sucederían sin que el destino
pudiese torcerse, de mi tierra me vería obligado a zarpar, y pensé entonces como
el bardo… “...en hora malahada y con la faz airada, me vio el lago nacer que te
circunda”...
Texto extraído, con
algunas modificaciones puntuales, de mi novela “La Entropía Tropical”, Ediluz, 2003.
Maracaibo 12 de octubre
de 2018
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