Memorias de lecturas y del cine…
Todo cuanto me
relataste sobre tus lecturas y tu aprendizaje en el colegio de los jesuitas me
pareció que era algo muy significativo. Estábamos hablando de la lectura y
sobre la literatura cuando recordamos el dicho aquel de que “para escribir bien
hay que leer bien”, y así, partiendo de esa frase, me dijiste: si vos queréis
podemos enfrascarnos en ese tema. Sí. Había que leer. Era casi un lema
aprendido desde la infancia temprana. A vos te daría por recordar cuando estudiabas en tu
colegio jesuítico y vino un misionero, de chivita, que contaba increíbles
historias sobre la India y nos hablaba de los leprocomios. Él, de barbita,
aparecía en la proyecciones rodeado de niños, algunos demasiado flacos, ¡como
arañas estaban los pobres!, porque eran un montón, y se morían de hambre, esto nos
decía el misionero, y estaban allá, muy lejos, en Goa, en Calcuta, en
Amenhabad, y en las fotos aparecían siempre las vacas, un montón de vacas, y
los hombres, y hasta algunas mujeres, ellas siempre envueltas en unos trapos,
los saris de algodón y ellos, flacuchentos, escuálidos y morenos, seguramente
todos de una casta de parias, y nosotros los veíamos en las orillas del Ganges,
bañándose, dizque purificándose, al lado de las vacas sagradas, y las aguas que
eran siempre barrosas, iban y venían, manchando más que lavando los escalones
interminables que se metían en el río sagrado, con sus escaleras de piedra,
para bañarse, con la intención de subir al mero cielo del Ramayana valmiquiano.
¡Que molleja!, eso me dije, pues tus palabras
trajeron a mi mente la novela de John Irving “Un hijo del circo”, y recordé al
doctor Duruwalla, un hindú de Toronto quien se fue a Calcuta… No fue a buscar
algunas frutas, y conste que te lo dije para evitar que me interrumpieses, ¡No!... Él se fue a trabajar con niños lisiados, para
ayudarles y es que el doctor aquel se interesaba igualmente por los enanos que
son la gente del circo y les tomaba muestras de sangre, y entonces, según
Irving, él descubrió a un asesino serial… ¡Mondenga! Estaban allí todos ellos
en la novela, con los hindúes y con los jesuitas, porque todo aquello se daba
en un colegio como el nuestro, allí era donde pasaban las cosas que contaba
Irving. Casi que pude percibir el olor a mierda en el aire de Calcuta, leyendo
el libro y todo cuanto había leído años atrás, muchas cosas irrumpieron en mi
mente e interrumpieron la historia de Rodrigo, quien atinó preciso a recordar
otra novela de Irving, que así como “El mundo según Garp”, sí, la del actor Robin
Williams, él pensaba a través del cine en la lectura de Irving, imaginándose a la
hermosa Kim Bassinger en “Una mujer difícil” otra película que si habíamos
visto ambos, hacía ya muchos años.
Eran impresionantes todas aquellas influencias que al parecer ejercían en
vos mismo varios personajes que ahora, a mí, me parecen de leyenda. Conversando
estábamos cuando vos recordaste la visita al colegio de otro tipo. Había sido
un viejo sacerdote, el jesuita que había naufragado en el mar de la China, y de
otro también, uno que estuvo en Nagasaki unos días después de la bomba y nos
mostraba a todos en impresionantes diapositivas los horrores de la guerra
atómica. También estuvo otro tercer tipo, un cura gordo que usaba un casco de
explorador luciendo una plumosa barba blanca y había venido desde la India para
presentar sus proyecciones en colores. El barbudo aparecía en casi todas las
transparencias de los templos budistas y de las deidades hindúes, en colores o
talladas en grandes piedras, como reposando él, y nosotros sentados, así las
veíamos asombrados ante aquellos grandes monumentos que nos recordaban las
escenas del Libro de la Selva. Estoy seguro de que vos rememorabas como yo, la
película de Sabú, en colores, El Libro de las Tierras Vírgenes, tan reales que,
según me contaste, te indujeron a leer con atención a Rudyard Kipling. Me dijiste que habías llegado al
grado de imaginarte vos mismo siendo Mowgli, o también, algunas veces dizque
soñabas con ser un Gunga Din, ¡en blanco y negro claro está!, pero con el casco
de explorador, no como el del gordo, sino como el que usaban los fusileros
ingleses… Vos queriendo ser uno de Bengala, en un desierto, con dunas y en la
fortaleza, tipo Legión Extranjera, ser otro de ellos, tal vez avisando con la
corneta, especie de Beau Geste, como el propio legionario. ¡Ah!, ahora recuerdo
que te dije que vos ni te imaginarías lo que es ser un legionario y por eso te
hablé de uno que era nuestro, sí, un legionario criollo. Vos no conocías a
Ismael, nuestro poeta guerrero; para la época me parecería imposible, realmente
no sabíamos de su existencia, ni siquiera ahora que ya estáis viejo creo que
conocéis bien la historia de Ismael Urdaneta, y de su terrible padecer, enfermo
ya al regresar a su terruño, algo como para inspirarnos a los dos. Te digo esto
pues en el fondo veía que vos parecías estar queriendo hacer catarsis con los
recuerdos del ayer.
Al pensar en aquellos días de nuestra infancia, más bien creo que vos
algunas veces, o quizás de a cada rato, te apoyabas en el cine y así, te
imaginabas casi todo, como estar sumergido en una selva espesa, como en la de
La patrulla de Bataam, con cientos de nipones, o de chinos, acechándonos en la
manigua, como vos sabías que ellos ya lo habían hecho con San Francisco Javier,
quizás, ¿hasta que se lo echaron al coleto? Quién sabe si en aquellos
instantes, de momento, más bien estaba en tu cabeza el otro jesuita, el
rubicundo belga, uno que venía llegando nada menos que desde el Congo, y vos me
contaste que en aquellos tiempos te imaginabas como sería el mero Congobelga,
el Congoberes como le decían algunos, mientras yo, cuando me hablabas, pensé en
el río tortuoso de Conrad en el corazón de las tinieblas, y después en Lord Jim
con la imagen de Peter O´Toole y me era imposible no asociar al misterioso
Kurtz con Marlon Brando en el “Apocalipsis now” de Francis Ford Coopola… Así
que interrumpí tus ideas para solazarnos ambos con el recuerdo del ruqui, ruqui
ruqui de los helicópteros sobre el cielo de Vietnam.
De esta manera, regresamos al África con un
Kilmanjaro nevado, sin que fuese necesariamente el de Heminway, y volvimos al
cine de nuestra infancia y por supuesto, vos a millón, seguramente que
imaginabas todas las escenas en blanco y negro, como si fuese película de
Tarzán, con elefantes escapando hacia una cueva llenas de colmillos de marfil y
ríos plagados de caimanes y de hipopótamos, o mejor aún, y ¡es que recuerdo que
me lo dijiste! África en blanco y negro o en colores, es siempre África. Aunque
ciertamente, no todos los recuerdos eran de películas tan antiguas, algunas
veces sé que te veías, en radiante technicolor, quien sabe si entre los
guerreros de una tribu Masai, los de Las Minas del rey Salomón, y es que me
contaste como soñabas ser el Allan Quatermain de Ridder Haggard con las
patillas de Stewart Granger y hasta con una Deborah Kerr pelirroja… Aquí fue
cuándo llegó a tu mente el hermano Urrestieta, malvado él, pues le cortaba a
las películas las escenas de los besos, tapándolos con su mano durante las
funciones nocturnas de cine escolar, y siempre todos chiflábamos protestando en
la oscuridad, allá en el Maracaibo del Colegio Gonzaga en nuestra tan lejana
infancia.
Texto
ligeramente modificado del original en “Tripticos” (42 relatos todavía
inéditos).
Maracaibo en octubre del año 2018
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