BAJO EL CIELO DE “EL VENECIA”(2)
A pesar de todas esas cosas que te he venido contando, nada era
comparable con el “Venecia”. Siempre recalábamos en nuestro “Venecia”, el de la
cañada atrás, y el último paga y, ¿yo?, ¡nojó!, yo no los conozco, y a correr
tocan, a esmachetarse, dispérsense, a esmondingarse que van a prender las
luces, y uno tenía que escaparse saltando por la ventanita del baño. Era el
“Venecia” de la nouvelle vague y del neorrealismo italiano, el “Venecia” de
Fernadel, de Totó y del increíble Fanfán La Tulipe, simpático espadachín para
imitarlo luego, ¡en guardia!, y arremeter con el florete como un Scaramouche
cualquiera, y… ¿cómo te digo?, es que todo aquello sucedía varias veces a la
semana, ocurría en blanco y negro, bajo las estrellas, en las calurosas noches
marabinas. Es que, ¡vos te tenéis que acordar de esa época!, era cuando
jugábamos a Tarzán, con la casa de tablas montada en lo alto del pino,
imaginate vos, tenéis que recordar como queríamos estar arriba todo el santo
día y que ni siquiera queríamos bajar a comer. Así vivíamos, de rama en rama,
en las matas, del almendrón pasábamos a la de guásimos, y a la de nísperos que
tenía demasiadas ramas, como el rey de los monos, a menos, ¡claro está!, a
menos que a uno lo enviaran a cumplir alguna misión, solamente así se
descolgaba uno desde la casa en el pino, por los bejucos y ponía pie en tierra,
mas nadie bajaba, solo uno, y cuando se daba el caso, había que ver lo que era
atravesar la espesa manigua de grama, alta, verde, para verle la cara, avanzar,
palmo a palmo, evadiendo animales feroces, rapaces, rastreros, gateando y
claro, también a los humanos, escondiéndose hasta sentir que ya se podía
levantar la cabeza y avanzar y buscar el arroyuelo, había que llevarles un poco
de agua, y uno llegaba al sitio, casi siempre emergiendo de una manguera rota o
de un tubo sin manguera goteando, fluyendo el precioso líquido, y al llegar,
las libélulas siempre estaban danzando en el aire y las veías y entonces
comprendías como era todo, y es que cuando la grama se te pega en la cara,
contra la tierra mojada, en ese momento es cuando te encontráis con los grillos
verdes, y ellos se quedan mirándote, y entonces saltan, altísimo… En lo alto
del pino, Tarzán, Boy y Chita te esperan, siguen ahí, continúan columpiándose,
como en el cine... Creo que fue “Con el Diablo en el cuerpo”, sí, estoy casi
seguro de que ese era el nombre de la película, “Le diable au corps”, cuando la
ví en el “Venecia”, y desde ese instante, pienso que fue cuando comencé a
querer al cine francés. Era un drama de comienzos de los años cuarenta, con una
impecable actuación de Gèrard Philipe, en blanco y negro, la pantalla era
cuadrada, se veía ridículamente chiquita al lado del telón cinemascópico, el
director era Claude Autant-Lara y la actriz, una jovencita, Micheline Presle, a
mí me impresionó el drama y la fotografía. Unos días después nos tocó ver
“Rififí entre los hombres” de Jules Dasin con el actor Jean Servais, la
secuencia del robo, todos en silencio, duraba casi media hora, que jaiba tan buena…,
¡machetísima!,los automóviles con su trompa larga, los efectos del blanco y
negro se afianzaban en la temática tajante, rápida, cruda pero llena de un
sentido tan humano que me impresionó. Era algo nuevo. Traté de explicarles, y
creo que comencé a entender mejor el sentido de aquel cine, en francés, a
entender el francés, y a percibir algo en esa cinematografía, tan diferente al
cine gringo de los cincuenta. Así que poco a poco, fui tomándole el pulso y
cada vez más y más, fui aficionándome al cine francés. Conocí poco a poco a los
actores, el nombre de los directores, eso era importante, eran gentes de
quienes antes nunca había oído hablar, pero me impresionaba saber de Jean
Renoir quien era un señor ya mayor, Jan Luc Godard era genial y saber que Rene
Clement y Rene Clair eran dos Renés diferentes, Alan Resnais, Claude Chabrol,
Francois Truffat y Louis Màlle, y entre ellos, moviéndose entre estos nombres…
¡Aparecían tantos personajes!, inolvidables caracterizaciones, cada uno con su
estilo, tan particular, cada película para un papel brillantemente
interpretado, Jean Gabin, Jean Pierre Aumont, Jean Marais, Jean Paul Belmondo y
entre tantos Jeanes, pues Jeanne Moreau, el gesto de su boca inolvidable!, y, ¿cómo
olvidar los ojos rutilantes de Michele Morgan? ¿Te acordáis cuando vimos “El
salario del miedo”?, con aquellos camiones cargados de nitroglicerina
conducidos por Ives Montand y por otro actor de quien no me acuerdo, a través
de polvorientas carreteras y de tremendos precipicios, entonces si me creyeron
mis amigos. La cosa valía la pena, y me acompañaron, y volvimos a verla de
nuevo, y así fue como todos nos transformamos en fanáticos del suspenso del
cine francés, y acuñamos la frase, “final de cine francés” para todo aquello
que resultase absurdo e imprevisto. Después vino la película famosa del
director Clouzot. El tipo se botó, se transformó en un reto, había que verla, y
luego un compromiso para todos, regresar, pues no había como “Las diabólicas”,
y pasamos noches de terror porque después de la película no podíamos dormir
pensando en la maldad de Simone Signoret y en la cara del hombre aquel
sumergido en la bañera, cuando abría los ojos, ¡coño!, esos ojos no nos dejaban
conciliar el sueño, y unos cuantos, después echándonolas de duros, tirándosela
uno de queso duro y ni a cuajaita llegaba, pero después nos atrevíamos y
volvíamos a verla, regresábamos al Venecia para de nuevo sentir el nudo en la
garganta, el embrujo de aquel suspenso, el del cine francés. Aquello era el non
plus ultra, o mejor, era como aprendimos a decir con el lenguaje de las
películas, era la cream de la merde!, y todo por una bagatela, un cine
fantástico que solo se podía ver desde las sillas del Venecia, bajo las
estrellas marabinas. ¿Te acordáis de lo que llamábamos nosotros, los juegos
peligrosos?... Con ese nombre de película francesa, les jeux interdits,
decíamos, “se arriesgan la vida solo por complacer al público”, y hacíamos de
trapecistas, de equilibristas y éramos bastante buenos en la cuerda floja,
aprendimos a caminar por los cordeles como monos, desde el árbol de Tarzán nos
pasábamos a los trapecios y en ellos volábamos y espitaos después de la
voltereta, caíamos de pie… ¿Y en las argollas cuando nos descoyuntábamos?, y en
la barra fija, girábamos sin parar, dábamos vueltas para salir por el aire y
caer siempre de pie. También era arriesgado tener que escapar de los incendios.
Cuando la escalera ardía y uno estaba allá arriba, se tragaba el humo hereje y
las ramas y los papeles estaban ardiendo con kerosene o con gasolina, creaban
una cortina de fuego, chamuscándole a uno hasta las pestañas, entonces hacían
su aparición los bomberos, todos venían en pata y aullando como sirenas y
portando una escalera y un balde de agua cada uno. La diversión era de película
y residía en el peligro, como cuando corríamos ante el jardinero quien blandía
su machete como un energúmeno al salir gateando de aquellos fosos de más de un
metro de profundidad, llenos de agua y barro pero solapadamente cubiertos con
un periódico, arenita y hasta grama, para simular la trampa y el esperar allí,
cerca, detrás de las cayenas, hasta oír el grito y después a correr como locos,
aterrorizados como si estuviésemos bajo la magia de Clouzot… ¡Cuantas cosas!
Vos, por casualidad, ¿te acordaréis de la mirada de María Schell?, vos tal vez
no, pero yo sí, y es que, era tan dulce la expresión en aquellos ojos claros,
en blanco y negro, cuando hacía el papel de la cojita, Gervaise, en una hermosa
película de Renè Clement, era como ver todo lo descrito por Zolá en una paleta
impresionista y lo más impresionante era, ¿cómo te digo?, era que a pesar del
blanco y negro, las lavanderas tenían más colores que las de Degas y el vapor
en el ambiente brillaba girando como el humo en la estación de San Lázaro de
Monet, y las callecitas de los bajos fondos de Paris, parecían pintadas por
Camile Pissaro, y no importaba para nada la sordidez de las escenas de Casque
d´or ante la joven y suculenta Simone Signoret, o la pobreza y los olores que
brotarían bajo los techos y chimeneas de tantas oscuras buhardillas, aquellas
donde se desarrollaban los grandes dramas de amor, como la tragedia del mismo
Zolá, la impresionante Teresa Raquin, con Raf Vallone y también con Simone
Signoret, dramáticamente humana, terriblemente real, allá, hace más años que el
cimborrio y con un puñado de estrellas titilando sobre nosotros, bajo el cielo
del Venecia.
Maracaibo,
24 de agosto de 2018
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