viernes, 25 de marzo de 2016

Oh Cuba: escrito el año 2003, todavía vigente en la actualidad.



¡Oh Cuba!

Jorge García Tamayo  
Quisiera comenzar esta narración con una frase certera, decir algo así, quizás como lo que escribiera no ha mucho tiempo Milagros Mata Gil: “Durante años creí que Cuba era un símbolo de libertad frente al imperio”. Pero, para ser franco, mi inspiración parece estar bloqueada, y siento que me invade una profunda tristeza. Para hablar sobre Cuba en esta Venezuela del siglo XXI quiero pulsar mi alma, aunque sé que al hacerlo me va doler muy hondo. Casi como mi admirada escritora quien hace años nos relatara las memorias de una antigua primavera, me tocó a mí también, un día y por vez primera, visitar la isla de Cuba. Fue el año ochenta y tres. Viajábamos un lote grande de médicos venezolanos a un evento fastuoso, un Congreso Internacional en el impresionante Palacio de las Convenciones de La Habana. Me hospedé con mi esposa en el hotel Habana Libre. Así pues, en medio de interrogantes y de grandes expectativas, decidimos en aquellos siete días, vivir a plenitud lo que era la revolución cubana. Veinte años atrás existían en Cuba muchas cosas diferentes a las nuestras y algunas se nos antojaban buenas, otras, las queríamos descubrir. Debo decir que todos estábamos llenos de curiosidad y emocionados porque compartíamos esa camaradería que nos hacía sentir progresistas, hasta llamarnos sin excepción ni convicción alguna, gentes de izquierda. El segundo día del Congreso me escapé con mi mujer. Nos fuimos a pie y durante más de nueve horas caminamos sin tregua, mirando, preguntando, conociendo, atisbando la ciudad de La Habana y sus habitantes. Años después, desde El Castillo del Morro, logré ir identificando en la distancia de un atardecer, las señales que marcaron nuestro periplo y comprendí cuanto habíamos caminado y porqué habíamos logrado ver tantas cosas en aquel interminable día. Esa noche, abrazado a ella, lloré amargamente y nos dormimos muy tarde y muy tristes. Nos han engañado. Esa era la frase, y quedamente la repetíamos ambos. El recuerdo de esta impresión ha sido para mi imborrable. 

Permítanme una digresión, si se quiere sensiblera, pero muy sincera. Siempre creí que el amor por la patria se sentía por dentro. Pensaba que sin duda era un fenómeno normal, posiblemente inducido al revivir ideas que le inculcan a uno desde niño y que van más allá de honrar los símbolos patrios, el escudo, la bandera y el himno nacional. Consideraba que eso que mientan “la venezolanidad” era saberme parte de una nación muy especial, la mía, a la que quiero y debo defender porque siento que es mi patria y mi verdad. Creía yo, que esta mi percepción era especialmente compartida con mis compatriotas, con unos más que otros, pero sin duda, y sobretodo, con aquellos que una vez decidieron abrazar la carrera militar. Sin tener mucho contacto con militares, siempre había pensado que ellos tenían la fortuna de permanecer siempre inflamados por un fuego sagrado, la emoción de padecer un cierto amor sublime por “la patria”. Me imaginaba yo, que en ellos esta sensación tenía que ser una vivencia permanente y que seguramente algunos la exteriorizaban y era asumida por sus familiares. Se me ocurría que tal vez estos hombres captaban y digerían ese manjar con sabor a patria fresca como sustento diario para los soldados en un ejercicio de vivir la pasión de ser los herederos de nuestra historia y los defensores del suelo que pisábamos todos los ciudadanos. En fin, imaginaba todas estas cosas que había aprendido en mi niñez... Pero, bien lo decía aquella poesía: “en palabras de niño ¿quién confía?”  Hoy resulta, que cuando tengo ya el pelo completamente blanco, recién descubro que hace ya muchos años que nuestros próceres se transformaron en historias del pasado. Resulta ahora, que algunos a su arbitrio las han modificado. Francamente yo no lo sabía, pero los hombres que conforman nuestras fuerzas armadas, no son aquellos idealizados en mi infancia, distan bastante de ser los que antes yo creía. Es una burla cruel toda esta situación actual. Les vemos con uniformes de gala, o con parches verde oliva en sus trajes de camuflaje. Los estoy observando y me parecen una comparsa de carnaval. Voy concienciando como si fuese una terrible enfermedad crónica y terminal, que hemos sido invadidos por un terrible mal. Bien, debo pasar la página y olvidarme del tema, porque así es la vida, es dura, y nos enseña... Pero dije desde el comienzo que quería conversar sobre Cuba y su revolución y he terminado hablando de nosotros, del país, de la precaria situación... Debo pedir perdón, excúsenme, regreso a la perla del Caribe, al paradiso de Lezama Lima, a la revolución cubana... 

Mi mujer era una dulce morenita, caraqueña de La Pastora. A ella le pareció que sería insultante para los cubanos hacer valer entre ellos su condición de turista, así que se codeó con todos e hizo una larga fila para entrar en el restaurante del hotel Habana Libre, y quiso protestar cuando vio a los señores del partido con sus carnets, saltarse la cola a la torera y a la vista de todos. Ellos pueden usar sus privilegios, ellos están autorizados. Eso le explicarían. Pues no hay derecho les dijo ella, y por supuesto, fue descubierta y regañada para que retomase su condición privilegiada, porque ella era, morenita pero extranjera. En esos tiempos los ascensores del hotel tenían fornidos guardianes y existían muchos avisos que advertían a todos los cubanos sobre sus restricciones. Las aceptamos, queriendo ver con interés aquel sistema, que nos parecía exageradamente discriminatorio para su propia gente. Discurrimos sobre aquellas realidades, nosotros, los venezolanos y llegamos a afirmar que jamás hubiésemos sido capaces de vivir en Cuba. Es porque estamos ya acostumbrados al desorden y a la guachafita, nos explicaron nuestros compatriotas más catequizados. Reflexionamos, y con ardor lo discutimos para decirnos que aunque nos gustase mucho el son y el ron, nunca seríamos capaces de aceptar tantas desigualdades como las que estábamos observando durante el viaje. Algunas situaciones nos parecieron en realidad grotescas e inaceptables y era evidente que creaban marcadas diferencias entre hermanos... Pero vimos ciertos avances. En estos tiempos, visitamos laboratorios bien equipados, fueron visitas guiadas ciertamente, pero se notaba el progreso y se evidenciaba como con la rigidez del orden, la gente, indefectiblemente se enseriaba, y guardaba silencio, se callaban. En ciertas áreas, parecía que la ayuda que los países socialistas les habían dado comenzaba a cuajar, y por ejemplo en el mundo de la informática, donde todavía en nuestra tierra estábamos por arrancar, ya ellos iban adelantados. En estas cosas de los socialistas, una de las cuestiones que nunca he comprendido es ese asunto de las benditas estadísticas. Con mi mujer, observamos en nuestra caminata, casas muy pobres, con mugre acumulado, unas viviendas que eran verdaderas madrigueras. Vimos envases de aluminio al sol y sin la tapa, con leche, y un mosquero. Las botellas de vidrio llenas de leche, esperaban en los portales, decorando el mármol de los primeros tramos de escaleras mugrientas, o en los zaguanes malolientes de viejos caserones derruidos. Pensamos en las moscas y en probables diarreas. Eran tantos los niños que pululaban en aquellas covachas compartidas. Las moscas completaban un cuadro muy tercermundista y sin duda no estaban esterilizadas, pero seguramente esas no entraban en las estadísticas. Existía un ambiente de euforia en algunos cubanos que nos mostraron como sus privilegios se los habían ganado duramente, en el África, o en Vietnam, y algunos batallando en el frente, y era, que el internacionalismo militante era el garante. Ellos, si se sentaban con nosotros y podían hablar un rato o compartir algunos tragos. En “la boite” del hotel Habana Libre, bebimos y cantamos muchas noches aprovechando la hospitalidad y la camaradería de los nuevos amigos cubanos. Siempre al preguntar por las cosas que nos parecían unos soberanos disparates, las explicaciones eran muy parcas, o venían como en el caso del por qué La Habana parecía una ciudad en ruinas, a resolverse con explicaciones peregrinas como decirnos que era un castigo por no apoyar con toda decisión los designios de la revolución. Una noche, uno de ellos se levantó y nos trajo, a mi mujer y a mí, un afiche del Ché. El gentil amigo, lo fue a buscar en la maleta de su auto. Es un regalo, nos dijo y lo guardamos como un tesoro. El internacionalista militante, que cantaba boleros, resultó ser un ingeniero que había defendido el aeropuerto de Grenada hasta el último instante, por eso tenía automóvil, podía festejar y beberse unos mojitos con sus queridos hermanos, con nosotros, los venezolanos. En fin, también fue cierto que uno de nuestros colegas, golpeado por las realidades que había observado, estaba decidido a levantarse en el discurso de clausura que lo daba Fidel. Decepcionado y como un energúmeno él quería protestar por lo que consideraba una vil patraña, me han engañado estos perros desgraciados, se quejaba, y estaba de muy mal talante, pero al final le convencimos para que no insistiera, y antes de que fuese a dar una cómica, lo sacamos del acto. Después, al regresar a Venezuela terminó en tratamiento por una úlcera gástrica sangrante. Yo he vuelto varias veces a La Habana, por lo menos cinco veces más, y he estado de visita en Varadero. Estuve antes y después de los balseros, les visité en épocas muy duras, de racionamientos de combustible, de comida es lo usual y de apagones de luz. Volví luego, en tiempos más recientes cuando la dolarización y las inversiones turísticas, sexuales o no, de los cachondos españoles florecían. Probablemente para exorcizar mis propios fantasmas, hace ya una década que publiqué una novela sobre Cuba. He tratado de ayudar a mis amigos cubanos, he dictado cursos y seminarios en La Habana sobre nuestros avances médicos en mi especialidad, lo he hecho y no me arrepiento. En la isla, tengo algunos amigos que aprecio, de corazón, son cubanos que viven en su cruel sistema, a quienes veo como parte de un pueblo estoico, que en mucho se parece al nuestro, son generosos, muy sufridos, quisieran ser sin duda más abiertos, pero no les dejan. Con ellos compartimos como caribeños ese regusto por el bonche y por una buena parranda con boleros y son, soneando con el güiro y el requinto, como canta un sinsonte. Con el correr de los años hemos tenido que presenciar el deterioro de las condiciones de salud mental y física del agobiado pueblo cubano. El hambre y la necesidad de mantenerse con vida, les ha llevado a extremos inenarrables, mientras la férrea dictadura ha apretado cada vez más sus mecanismos de represión. Esto no es un secreto. En todo el mundo  se conoce la precaria situación del pueblo en Cuba y cuanto podamos añadir sería superfluo. 

Cuando decidí escribir esta crónica, debo aceptar que he vivido en un desgarramiento permanente, desde mis primeras visitas a Cuba, en aquellos días ya lejanos cuando comencé mi relación personal con la revolución cubana. Siento que ha sido así. Ahora, en estos años aciagos, y en la situación que estamos viviendo en nuestro país, la cual en ocasiones parece una comedia de equivocaciones, me temo que guardar silencio sería, lo menos, una cobardía. Callar mis verdades y lo que pienso sobre Cuba, me parece que va en contra de los principios más elementales que involucran mi condición de ciudadano de este país, de Venezuela.

Pero debo decir un par de cosas más. Cuando escribí mi novela “Escribir en La Habana”, galardonada en la Bienal José Rafael Pocaterra del año 1994, lo hice porque no quise eludir el compromiso de expresar las contradicciones que para la época eran más que evidentes en el proceso revolucionario. Bajo el peso de lo que el pueblo cubano denominaba “la per-estoica”, se les estaba pidiendo que asimilasen las enseñanzas de la historia y Gorbachov les llamó la atención a los cubanos por su patética y ampliamente demostrada ineficiencia, a pesar de haber ya transcurrido para la época 30 años de padecimientos y de sacrificios revolucionarios. Ese mismo año, 1989, Fidel y Raúl liquidaron al general Arnaldo Ochoa y a sus colaboradores en una purga de corte staliniano, para lograr una limpieza en el ejército y consolidarse ante el derrumbe del muro de Belín.  En la segunda edición de mi novela, le pedí a mi amigo y colega Ildemaro que le escribiese un prólogo y él lo hizo brillantemente, para en su momento expresar : “...cabe señalar como virtud inicial de este libro y de su autor, la transparencia con que están ventilados percepciones y sentimientos, de manera que más que el mérito de la no evasión de una realidad, está el de haber ido al encuentro de la misma y desde su seno percibirla y permitirse objetarla”. No debo dar otras explicaciones, pero quisiera no pasar por alto dos situaciones adicionales. La primera tiene que ver con lo que fue nuestra relación con la revolución sandinista, la otra, puede que tenga más bien que hacer con los desafueros de la cuarta república. Ambas están relatadas a través de las vivencias de los personajes de mi novela “La peste Loca”, publicada en 1998 por la Gobernación del Estado Zulia. Debo destacar que en todos estos años, con tanta propaganda de izquierdismos sedientos de justicia y de ver muchas claudicaciones, asumimos un hecho como cierto, desde finales del primer gobierno de Caldera, el país comenzó a desviar su rumbo. Íbamos a  emborracharnos con las riquezas producidas por el excremento negro del demonio, ese del que Uslar dijo que nunca aprendimos a sembrar, y se exacerbó el vicio incontrolable de la corrupción. Durante esos años, hubo guerras en Centroamérica, y el vecino país que desde la muerte de Gaitán no había podido salir del marasmo de la violencia, cayó en las garras de los narcotraficantes. Para ese entonces, nos entusiasmó ver, como a muchos compatriotas, la gesta heroica del pueblo nicaragüense, pobres, desarrapados pero con el recuerdo de Sandino, derrocaron al tirano Somoza y desarticularon los planes de la CIA para hacer una verdadera revolución, y además, tuvieron que sostener una desigual guerra contra los Estados Unidos que apoyaban descaradamente al ejército de “los contras”. Estuvimos en Nicaragua varias veces, promovimos cursos y charlas que dictamos en Managua. Ayudamos a nuestros hermanos a salir adelante y cuando el sandinismo pareció chocar con la revolución cubana, ofrecimos nuestra versión. Quizá por eso creo que vale la pena comentar estos hechos. En un momento dado, entrenamos en nuestra especialidad a jóvenes médicos nicas, durante un año, y ellos aprovecharon muy bien, cuanto teníamos que ofrecerles en nuestra universidad. No así, debo decirlo, resultó la venida por seis meses de un compañero colega cubano quien nunca se pudo integrar bien, aquel fue el primer y único cubano introvertido que he conocido, y en realidad, nos aportó muy poco de lo que sabía, más fue lo que se llevó en conocimientos nuestros que lo que nos dio. Pero con esto, digo que en esos años de movernos entre las dos revoluciones, pudimos ir observando como las cosas fueron torciéndose en Nicaragua, no tanto por lo terrible de la guerra con “los contras”, más bien por fallas y pleitos intestinos, por la corrupción y las luchas entre los líderes que terminaron ahogando los logros del sandinismo. Las recientemente publicadas memorias de Gioconda Belli pueden servir de colofón a “La Paciente Impaciencia” del cura Tomás Borge. En esa época, nos llamó la atención, ver que los asesores, y los ayudadores, y los facilitadores cubanos en Nicaragua, terminaron por ser malqueridos. A pesar de su misión de apoyo a la nueva revolución, al final, por obra y gracia de su propia pedantería, la de quienes se sentían “sobrados”, por ser los verdaderos revolucionarios, salieron de Centroamérica. Finalmente, la señora Chamorro desalojó a Ortega y a los sandinistas para siempre, en un ejemplar proceso democrático. Las similitudes de nuestra actual situación política nos obliga a recordar lo cíclico y repetitivo de la historia y ellas hacen que estos recuerdos sirvan para abrigar esperanzas hacia el futuro. Por último, “La Peste Loca de las bestias” es como le dicen los campesinos a la encefalitis equina venezolana, pues enloquece a los caballos y a los burros antes de liquidarlos. Es este uno de los temas de mi novela homónima, pero es también la historia de sus personajes padeciendo la peste de la corrupción, la locura del desenfreno por lograr el poder y el dinero, y de tantísimas fallas de nuestros cuarenta años de cuestionada democracia. Estas situaciones están desnudadas en “La Peste Loca”. No haberlas denunciado en aquel tiempo, creo que me hubiese ahora detenido y tal vez no me hubiese atrevido a escribir esta crónica sobre Cuba. Lo he hecho, precisamente en estos días, cuando pienso que estamos en la etapa más crítica de nuestra historia. Vivimos los mayores niveles de pobreza, de desnutrición, de desempleo, con el país transformado en un gran mercado persa por la institucionalización del comercio informal. Son tiempos de quiebra financiera, de cierre de comercios y de industrias, hemos presenciado el desmantelamiento del personal mejor capacitado de la industria petrolera, a diario vemos el desastre de los servicios de salud y el bloqueo sistemático de los procesos de descentralización. Es esta una época de desmembramiento de todas las estructuras republicanas, y hasta las policías han sido desarticuladas. Las acciones tomadas concienzudamente, han sido estimuladas por la siembra del odio y el fomento de escuadrones de asesinos armados que campean rompiendo semanalmente las cifras sobre la criminalidad en el país. Ahora, en medio de este sinnúmero de calamidades, estamos presenciando lo que ejecuta la gente del gobierno. Prefieren otorgarle a Cuba privilegios y facilitarle los recursos del petróleo, mientras nuestro pueblo está en la miseria, y entretanto nos estamos llenando de facilitadores, de asesores, de entrenadores, de pseudomédicos y de otros cubanos que nos invaden ante la impasible y traidora complacencia de nuestras fuerzas armadas nacionales. Nunca como antes, la definición del acto de traición a la patria ha estado planteada con mayor seriedad que hoy en día, y todo esto, frente a la permisiva alcahuetería de los militares. Esperamos confiados en que obedecerán La Constitución... ¿Hasta cuando esperaremos? Puede que la revolución cubana resista hasta que Fidel el Patriarca muera en su largo otoño. Entonces puede que vuelvan a ser libres los cubanos. Pero, mientras tanto... ¿Cuánto más deberá resistir la patria de Simón Bolívar para sacudirse del yugo del populismo y de la miseria en que “el proceso” actual nos ha sumido?

¡Oh Cuba! Fue publicado en  www.el gusano de luz.com  a comienzos  del año 2003

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