Lengua
sin fronteras
Sergio Ramírez 17/03/2016
Se
celebra en Puerto Rico el VII Congreso Internacional de la Lengua, y al
responder acerca de la utilidad de una convocatoria como esta, empiezo por
decir que se trata de celebrar un idioma que hablan más de 400 millones de
personas, dato que puede parecer un lugar común, pero del que no puedo
prescindir.
El castellano, español, o castilla, como aún se
dice en las lejanías rurales de Centroamérica, es la tercera lengua del mundo,
tras el mandarín y el inglés, sin tomar en cuenta a aquellos que lo usan como
segunda lengua, o lo hablan de manera insuficiente, con lo que este universo se
abriría a 560 millones, según cálculos de los entendidos. Los números pueden
parecer superfluos, pero lo primero que explican es que, con semejante
envergadura, no puede ser una lengua a la defensiva, en proceso de
fragmentación, ya no digamos de extinción. Toda lengua es un organismo vivo,
que disfruta o padece de buena o mala salud. En el caso del español se trata de
una lengua agresiva, en permanente mutación y transformación, que avanza
cubriendo distancias; y más que una lengua agresiva, o además de eso, o por
eso, es una lengua invasiva.
Las
lenguas tienen su propia dinámica. Tomemos el inglés, por ejemplo. Una hermosa
lengua literaria en el ámbito contemporáneo, sin duda, y podemos comprobarlo
sin necesidad de alejar nuestra mirada del Caribe insular donde se alzan las
espléndidas voces de Derek Walcott y V.S. Naipul. Ambos, junto a Saint John
Perse, Gabriel García Márquez, y Miguel Ángel Asturias, completan nuestro santoral de premios Nobel del Caribe,
si no es que incluimos también a William Faulkner, igualmente del Caribe, el
espejo más revuelto de imaginaciones en América.
El
inglés domina las torres de control de los aeropuertos, y ahora la comunicación
digital. Y la cultura que produce tecnología es la que designa por ley natural
sus instrumentos y procedimientos. Así, el español abre sus valvas para recibir
esas palabras ajenas y volverlas propias.
De
esa misma cultura anglosajona recibimos también la avalancha de términos que
tienen que ver con el insaciable mercado, con las modas y los espectáculos, el
comer y el vestir, la música de punta, la parafernalia del cine y la
televisión, y demás artilugios enlatados, o descodificados, manufacturados en
inglés.
Y
es también una lengua invasiva, que afecta y modifica a la lengua española con
una fuerza que no puede ser ignorada. La afecta y modifica, pero no la
sustituye, ni menos la extingue. Es una lengua franca de los menesteres
tecnológicos, de la terminología del mundo digital y del comercio, pero para
tantos millones que hablamos español no lo es ni en la literatura, ni en la
calle, ni en la intimidad de los hogares, aún entre los más de 50 millones que
hay dentro de Estados Unidos, la segunda
comunidad de hispanohablantes más grande después de México.
Al
hablar de la calidad expansiva del español me refiero al fenómeno de las
migraciones hacia Estados Unidos, motivadas sobre todo por razones de pobreza y
marginación, o de violencia, y que tienen un carácter traumático en cuanto
afectan el tejido social y familiar, basta citar a los países de Centroamérica,
y crean una resistencia xenofóbica que raya en la locura, si no recordemos el
muro orwelliano, o soviético, que pretende levantar el señor Trump.
El
español es una lengua que atraviesa fronteras bajo la necesidad. Es la
necesidad la que somete a quienes emprenden el éxodo, expuestos a iniquidades,
despojos, asaltos, secuestros, y a la muerte, por asfixia, hacinados dentro de
vagones de carga o furgones, por sed e insolación en la travesía del desierto. O
asesinados. La lengua es también un pasajero clandestino del tren de la muerte
que va de Tierra Blanca a Sonora.
En
ningún otro momento como ahora, el español ha estado sometido a tan amplios
traspasos culturales, determinados por la globalización, y cada vez más es
territorio de los jóvenes que dominan las cotas demográficas en proporciones
nunca antes vistas, y que, además, son los que más emigran. Pero al atravesar
la frontera en busca del sueño americano, ocurre un choque cultural, que es
también un choque de lenguas, que nunca deja de ser creativo, y que termina en
fusión.
¿Es
el mismo español? Ya no. Pero no es cierto que a resultas de su encuentro con
el inglés se haya corrompido o degradado. Términos que un día ofenden el oído,
mezclas de vocablos, adopciones de palabras, neologismos, terminan entrando
indefectiblemente en las páginas del diccionario, porque la lengua no expresa
sino la vida. Marqueta por mercado, grosería por grocery, tuna por atún, soques
por calcetines, sopa por jabón, carpeta por alfombra, un día reclamarán carta
de legitimidad.
Surgirán
más expresiones, más palabras híbridas o neologismos desconcertantes. Pero
tampoco el español del Río de la Plata fue nunca ya el mismo después de
mezclarse con el italiano, lengua de inmigrantes, ni, mucho antes, el español
peninsular siguió siendo el mismo después de tantos siglos de mezclarse con el
árabe.
El español de los
conquistadores tuvo su primer encuentro con el taíno y después, al expandirse,
entraría en tratos con tantas lenguas aborígenes más; y con las lenguas de los
esclavos africanos, y el francés y el holandés y el inglés corsario en el
Caribe, y cuando el lenguaje oral se trasladó al lenguaje escrito pasó a
reflejarse en la lengua de los cronistas. El asombro de Oviedo frente a los
frutos del trópico americano, y el de Bernal Díaz del Castillo frente a la gran
Tenochtitlan, se resuelve en frases que no ignoran ya las palabras americanas.
Esa lengua desde la que
vengo, y hacia la que voy, en la que escribo, se halla en continuo movimiento y
me lleva consigo de una a otra frontera, de uno a otro territorio, reales o
verbales.
Una lengua que es capaz de ser siempre otra siendo siempre la misma.
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El autor
es escritor. San Juan Puerto Rico, marzo 2016.
Maracaibo, 20 de marzo, 2016
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