RAFAEL RANGEL, PADRE DE LA PARASITOLOGÍA
Y DEL BIONÁLISIS EN VENEZUELA
Segunda parte:
De
la novela “El movedizo encaje de los uveros”( * )
“Hacía
tan solo unos meses que se habían
mudado a la casa que lindaba de frente con la pared de la parte trasera del
hospital Vargas. Era muy conveniente. Le bastaba cruzar la calle y se hallaba
en su laboratorio. Allí también había hecho colocar un camastro donde en
ocasiones se quedaba toda la noche cuando sus experimentos le obligaban. Una
pequeña ventana sobre la cama daba hacia el jardín y al fondo cualquiera podía
divisar las jaulas con los animales. El aroma de los nardos alrededor de la
fuentecilla que adornaba el medio del patio, le había despertado algunas veces
haciéndole creer que se encontraba en su casa. El jardín de Ana Luisa pleno de
rosas y con un gran limonero, también poseía una mata de nardos, siempre
floreando blanco. Flores de muerto, les decía ella, quien prefería cuidar con
esmero sus rosales. Eran muy grandes y de diversos colores las rosas de Ana
Luisa”… …“Listas están todas las preparaciones histológicas. Quedaron realmente
hermosas, eran varias coloraciones especiales, las láminas son excelentes y
darán de que hablar. Hemos de presentarlas ante la Academia, y les gustarán, de
eso estoy seguro, serán bien recibidas. Acosta Ortiz se pondrá muy contento, la
él le encanta la investigación sobre parásitos... Siempre recuerdo, años atrás,
cuando luchamos para detectar las amibas en los abscesos del hígado, y fue
Acosta quien más se preocupó por el trabajo. Él es llanero, tal vez por eso
también fue él mismo quien vino un día con la idea de los caballos, y se
transformó en una obsesión lo de buscar parásitos. Querer saber de qué morían
los potros y las yeguas en el llano, investigar la causa de la derrengadera... Me
fui a buscar los caballos enfermos, cabalgué por los esteros, y los vimos,
grandes manadas de animales, me emocionaba al escuchar el trepidar de los
cascos sobre la llanura, y se creaban tolvaneras, espiraladas nubes de polvo
dorado, ascendiendo, escapando, hasta que iban a perderse a lo lejos, en el
horizonte. Tiempos aquellos de trabajo rudo. A la sombra de un morichal, me
avisaron que había nacido Ezequiel, mi primer hijo, y yo, tan lejos de mi casa,
distante de Ana Luisa, llano adentro, investigando, queriendo saber por qué de
la hermosura, así le dicen en el llano, y es por la gurupera”.
Fragmentos de telegramas enviados desde la Guaira por el ciudadano Ministro
del Interior Dr. Rafael López Baralt al Presidente Cipriano Castro el mismo día
19 de marzo de 1908 a las 5:00 pm.: "Todo este asunto parece ser una mera
alharaca". 6:00 pm.: "Todos los síntomas corresponden a la
peste, esto tengo que aceptarlo..."
6:15 pm.: "Yo me permito
proponerle a usted el envío expreso a la Guaira de una Comisión Científica en
la que figure el Dr. Rafael Rangel que tan entendido es en estos
exámenes..." Del Presidente
Cipriano Castro al Dr. López Baralt: 8:00 pm.: "Rangel bajará a la Guaira mañana y no se dictará otra medida
hasta que él no comunique el resultado".
“Levantarás
tu vista retirándote del lente ocular
del microscopio. Despegarás tus dedos de la lámina de vidrio con la muestra que
examinas, y tironearás suavemente de tu bigote, una y otra vez. Observarás por
la ventana abierta la inmensa masa líquida y movediza del mar. A esa hora del
mediodía la verás salpicada por destellos plateados e imaginarás que son
chispas de luz, refulgentes en la cresta de incontables olas. Hijas del viento
salobre, dirás para ti, y las pensarás como retazos de un índigo lejano e
indefinido. Admirarás todas y cada una de las manchas verdegrisáceas, las más
de ella fugaces sombras cambiantes bajo el brillo luminoso casi incandescente
del sol. Interpuestas, las grandes hojas
de los uveros en la orilla lucirán de un azul profundo y querrás ver un encaje
moviéndose sobre la arena brillante. Dorada como una pátina sagrada,
pensarás... Te hallarás recordando la custodia y el copón de oro con la base de
plata, la casulla orlada de hilos metálicos un tanto deshilachada y la cara
colorada, emergente precedida del cabello crespo y entrecano, con la sonrisa
bonachona del cura párroco de Betijoque... Notarás algunos cúmulos en el cielo
y te parecerán motas algodonosas. Si saber por qué, aspirarás un hálito tibio
que te recordará el incienso. Te dirás que no es lógico, mas percibirás el olor
característico de la iglesia y en tu mente retumbará el eco de unos rezos...
¿Las oraciones de la Semana Mayor? Inmediatamente te cuestionarás a ti mismo...
¿Quizás será un dominguero incienso de mi niñez? ¿De mi infancia, lejana? Entonces
te harás esas preguntas y te transportarás hasta los escaños negros, en las
primeras filas, y todos se podrán de pie y tú irás de la mano de tu madre
postiza, rozando los faldones de María Trinidad. Estarás de pantalón corto y
poco te importará que no sea ella tu madre de verdad porque tú eres su hijo
mayor, el hijo mayor de Eusebio, y allí a tu lado, arrodillada está María,
siempre María... Aceptarás la importancia de aquella certidumbre; el no poder
volver a sentirte más nunca un niño solitario, porque estará a tu lado María,
siempre María... Tu hermanita María. La niña María quien tomaba tu mano y te
decía Rafa, Rajaelito, y te sonreía... Volverás a mirar por el microscopio y
buscarás con ansiedad los grupos de cocos sin encontrar los bacilos que buscas.
Fruncirás el ceño y de nuevo tironearás de tu bigote. Sentirás un aura de calor
o tal vez miedo... Creerás sentirte otra vez entre recuerdos plagados con los
fantasmas de tu infancia. Pensarás que ellos asedian las murallas de tu
mente... Era tierna la sonrisa de tu hermanita, el rostro infantil de María con
sus crespos negros. Cirios humeantes. María ausente... Mirarás de nuevo la
preparación en el microscopio y te encontrarás con un destello que te
transportará veloz hasta los grandes
ojos pardos de Ana Luisa. Ella también te quiere bien, sin duda alguna, es tu
caraqueñita, preciosa, morena... La recordarás hermosa con su vientre grande y
henchido en su pasada maternidad, su cuerpo menudo, firme y esa tez acanelada,
oh Ana Luisa! Ella había parido a Consuelito. Una hija, una niña. Fue en su
segunda oportunidad y nació la niña. Ahora Consuelito tenía seis meses y ya sus
ojos y sus cabellos eran como el azabache...
Pensarás en todas estas cosas mientras estarás atendiéndole de nuevo a
un grupo de leucocitos alrededor de colonias de cocobacilos y te verás obligado
a repetir con enojo. ¡No! No son los de la peste. Entonces creerás escuchar de
nuevo el tono musical de aquella vocecita en tus oídos, unas palabritas
solamente... Rafa... La cantarina charla de María, tu primera admiradora, la
defensora incondicional de su hermanito mayor, siempre intercediendo ante su
madre María Trinidad”...
“Descendió del vagón el mes de abril, en vísperas de la semana santa, portando una maleta
grande y un pequeño maletín de cuero negro.
Las valijas le conferían al joven moreno de grandes bigotes una sobria
elegancia y bien hubiese podido pasar por un agente viajero enfundado en el traje
de casimir oscuro, con su corbata negra de lazo, y la mirada vivaz. No
obstante, él hubiese preferido que lo viesen como un importante científico. Era
el investigador que descendía del tren, presto a enfrentar el combate contra
los microbios causantes de las enfermedades que minaban la salud de sus
conciudadanos”... Aquella misma tarde
Rafael y Gregorio se encaminaron hacia la plazoleta del Carmen. Casi a las seis de la tarde ya oscurecía y no
obstante, la penumbra no le impedía al bachiller tomar nota mentalmente de los
detalles que le interesaban. Basura regada, olores pútridos, ratas muertas,
ratas vivas correteando, perros flacos y muy poca gente en las calles. Gregorio
le había prometido llevarlo a la pulpería de Venancio González. Juntos
descendieron por una calle estrecha donde las sombras comenzaban a filtrarse
por las ventanas y masas oscuras parecían nacer en los portales de las casas.
En algunas viviendas había luz eléctrica, eran las menos, en otras, las
lámparas de carburo comenzaban a encenderse. La mujer del pulpero estaba
avisada por Gregorio y se prendió del brazo del bachiller llorando y
diciéndole. ¡Mi doctorcito, doctorcito mío! La salita de la casa con unos
muebles de paleta tenía un ambiente pesado por la escasa ventilación. Al pasar
a la otra habitación, él se estremeció. Estaban tres hombres macilentos en tres
camastros, nimbados por un hedor que se mezclaba con esencias de aucaliptus y
de bengui. Venancio el pulpero, tenía la mirada vidriosa y respiraba con
dificultad. En la cama frente a él, su hermano Dimas mostraba una palidez
ictérica y el culebreo ondulante de los vasos en su cuello flaco y nervudo,
daba idea del ritmo agitado de sus latidos cardíacos. En el otro camastro, un joven adolescente se
incorporó al ver entrar a la señora Clemencia con la visita. Él miró a su
alrededor y no pudo evitar un estremecimiento. Entre trapos inmundos y varias
palanganas, sin duda utilizadas para lavar los bubones, correteaban por el piso
terroso varias ratas que se ocultaban bajo las camas. Una de ellas se detuvo y
se irguió mirándole con sus ojillos fulgurantes. Doña Clemencia le informó que no había
ventana en el cuarto, pero era mejor así para evitar las corrientes de aire ya
que el pasillo daba al patio interior. Detrás estaba el depósito y enfrente la
pulpería. Él insistió en visitar primero el depósito. La puerta gimió en la
oscuridad y la lámpara de carburo no logró disimular lo que el acre hedor que
flotaba con un toque algo dulzón ya presagiaba. Cientos de ratas muertas en el
piso y otras muchas vivas se ocultaban entre los sacos de granos, correteando
por las vigas y por la tierra del suelo, chillando, mientras miraban alucinadas
el candil de la lámpara. Él retrocedió unos pasos. Después entraron en la
habitación que se abría a la calle para el público. Era lo que la gente conocía
como la pulpería. Allí él observó condiciones que rayaban en la inmundicia. No
quiso acercarse hasta la letrina en el patio, pues vio como por debajo de la
puerta se asomaron varias ratas. Él creyó sentir en sus piernas los piojos que
parecían ensañarse en su carne. Un gemido vino de la habitación de los
enfermos. Dimas había cesado de respirar y su mujer gritaba consternada,
repitiendo como una letanía. -¡Se me murió, se me murió! Él sabía que si todo aquello que estaba
presenciando era cierto, se imponía una autopsia. Si no era una pesadilla,
debían autopsiarlo. Al mirar al difunto, entendió que la autopsia era una
necesidad imperiosa y deseó poder explorar aquel cuerpo ya cadáver sobre la
mesa de piedra del anfiteatro. Si hubiese sido uno de los pacientes de cualquier
sala en el hospital Vargas, cuántos cultivos no le hubiera hecho y qué de
hallazgos interesantes le develaría el estudio de sus órganos internos... El bachiller se acercó al cadáver y le miró
un instante. Hacía tan solo unos minutos respiraba con pulso galopante. Descubrió su tórax, notó como ya no respiraba
ni latía su corazón. Descubrió el abdomen, no se movía. Sin duda alguna había
fallecido. La boca entreabierta, los ojos hundidos en sus cuencas eran dos
hendiduras amarillentas. Descubrió sus partes pudendas y se asombró ante los
plastrones inguinocrurales, negros, con agujeros tumefactos de dónde fluía aún
cremoso el pus, rojizo, gris amarillento. El hedor era insoportable. Tomó un
brazo del difunto y notó bajo las axilas nódulos rojovioláceos aún no abiertos
como huevos de gallina. Es la peste, sin duda alguna. Lo pensó, pero también
tuvo la calma necesaria para reflexionar”...
Sería en el año de 1908 cuando se producirá la epidemia de Peste
Bubónica en la Guaira y Rangel con Mendoza, la hermana Clotilde, y el doctor
Gómez Peraza quien salió de la prisión donde estaba recluido “por alarmar” pensando en
una epidemia, lucharán en el Degredo de Cabo Blanco durante meses hasta que vencerían
la epidemia. El 1 de junio, Rafael Rangel estaría ya de regreso en su
Laboratorio.
Fin de la segunda parte:
Maracaibo, 23 de marzo de 2016
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