miércoles, 23 de marzo de 2016

RAFAEL RANGEL Segunda parte






RAFAEL RANGEL, PADRE DE LA PARASITOLOGÍA
Y DEL BIONÁLISIS EN VENEZUELA
Segunda parte:

De la novela “El movedizo encaje de los uveros”( * )

“Hacía tan solo unos meses que se habían mudado a la casa que lindaba de frente con la pared de la parte trasera del hospital Vargas. Era muy conveniente. Le bastaba cruzar la calle y se hallaba en su laboratorio. Allí también había hecho colocar un camastro donde en ocasiones se quedaba toda la noche cuando sus experimentos le obligaban. Una pequeña ventana sobre la cama daba hacia el jardín y al fondo cualquiera podía divisar las jaulas con los animales. El aroma de los nardos alrededor de la fuentecilla que adornaba el medio del patio, le había despertado algunas veces haciéndole creer que se encontraba en su casa. El jardín de Ana Luisa pleno de rosas y con un gran limonero, también poseía una mata de nardos, siempre floreando blanco. Flores de muerto, les decía ella, quien prefería cuidar con esmero sus rosales. Eran muy grandes y de diversos colores las rosas de Ana Luisa”… …“Listas están todas las preparaciones histológicas. Quedaron realmente hermosas, eran varias coloraciones especiales, las láminas son excelentes y darán de que hablar. Hemos de presentarlas ante la Academia, y les gustarán, de eso estoy seguro, serán bien recibidas. Acosta Ortiz se pondrá muy contento, la él le encanta la investigación sobre parásitos... Siempre recuerdo, años atrás, cuando luchamos para detectar las amibas en los abscesos del hígado, y fue Acosta quien más se preocupó por el trabajo. Él es llanero, tal vez por eso también fue él mismo quien vino un día con la idea de los caballos, y se transformó en una obsesión lo de buscar parásitos. Querer saber de qué morían los potros y las yeguas en el llano, investigar la causa de la derrengadera... Me fui a buscar los caballos enfermos, cabalgué por los esteros, y los vimos, grandes manadas de animales, me emocionaba al escuchar el trepidar de los cascos sobre la llanura, y se creaban tolvaneras, espiraladas nubes de polvo dorado, ascendiendo, escapando, hasta que iban a perderse a lo lejos, en el horizonte. Tiempos aquellos de trabajo rudo. A la sombra de un morichal, me avisaron que había nacido Ezequiel, mi primer hijo, y yo, tan lejos de mi casa, distante de Ana Luisa, llano adentro, investigando, queriendo saber por qué de la hermosura, así le dicen en el llano, y es por la gurupera”.
Fragmentos de telegramas enviados desde la Guaira por el ciudadano Ministro del Interior Dr. Rafael López Baralt al Presidente Cipriano Castro el mismo día 19 de marzo de 1908 a las  5:00 pm.: "Todo este asunto parece ser una mera alharaca".  6:00 pm.: "Todos los síntomas corresponden a la peste, esto tengo que aceptarlo..."  6:15 pm.: "Yo me permito proponerle a usted el envío expreso a la Guaira de una Comisión Científica en la que figure el Dr. Rafael Rangel que tan entendido es en estos exámenes..."  Del Presidente Cipriano Castro al Dr. López Baralt: 8:00 pm.: "Rangel bajará a la Guaira mañana y no se dictará otra medida hasta que él no comunique el resultado".

“Levantarás tu vista retirándote del lente ocular del microscopio. Despegarás tus dedos de la lámina de vidrio con la muestra que examinas, y tironearás suavemente de tu bigote, una y otra vez. Observarás por la ventana abierta la inmensa masa líquida y movediza del mar. A esa hora del mediodía la verás salpicada por destellos plateados e imaginarás que son chispas de luz, refulgentes en la cresta de incontables olas. Hijas del viento salobre, dirás para ti, y las pensarás como retazos de un índigo lejano e indefinido. Admirarás todas y cada una de las manchas verdegrisáceas, las más de ella fugaces sombras cambiantes bajo el brillo luminoso casi incandescente del sol.  Interpuestas, las grandes hojas de los uveros en la orilla lucirán de un azul profundo y querrás ver un encaje moviéndose sobre la arena brillante. Dorada como una pátina sagrada, pensarás... Te hallarás recordando la custodia y el copón de oro con la base de plata, la casulla orlada de hilos metálicos un tanto deshilachada y la cara colorada, emergente precedida del cabello crespo y entrecano, con la sonrisa bonachona del cura párroco de Betijoque... Notarás algunos cúmulos en el cielo y te parecerán motas algodonosas. Si saber por qué, aspirarás un hálito tibio que te recordará el incienso. Te dirás que no es lógico, mas percibirás el olor característico de la iglesia y en tu mente retumbará el eco de unos rezos... ¿Las oraciones de la Semana Mayor? Inmediatamente te cuestionarás a ti mismo... ¿Quizás será un dominguero incienso de mi niñez? ¿De mi infancia, lejana? Entonces te harás esas preguntas y te transportarás hasta los escaños negros, en las primeras filas, y todos se podrán de pie y tú irás de la mano de tu madre postiza, rozando los faldones de María Trinidad. Estarás de pantalón corto y poco te importará que no sea ella tu madre de verdad porque tú eres su hijo mayor, el hijo mayor de Eusebio, y allí a tu lado, arrodillada está María, siempre María... Aceptarás la importancia de aquella certidumbre; el no poder volver a sentirte más nunca un niño solitario, porque estará a tu lado María, siempre María... Tu hermanita María. La niña María quien tomaba tu mano y te decía Rafa, Rajaelito, y te sonreía... Volverás a mirar por el microscopio y buscarás con ansiedad los grupos de cocos sin encontrar los bacilos que buscas. Fruncirás el ceño y de nuevo tironearás de tu bigote. Sentirás un aura de calor o tal vez miedo... Creerás sentirte otra vez entre recuerdos plagados con los fantasmas de tu infancia. Pensarás que ellos asedian las murallas de tu mente... Era tierna la sonrisa de tu hermanita, el rostro infantil de María con sus crespos negros. Cirios humeantes. María ausente... Mirarás de nuevo la preparación en el microscopio y te encontrarás con un destello que te transportará veloz hasta  los grandes ojos pardos de Ana Luisa. Ella también te quiere bien, sin duda alguna, es tu caraqueñita, preciosa, morena... La recordarás hermosa con su vientre grande y henchido en su pasada maternidad, su cuerpo menudo, firme y esa tez acanelada, oh Ana Luisa! Ella había parido a Consuelito. Una hija, una niña. Fue en su segunda oportunidad y nació la niña. Ahora Consuelito tenía seis meses y ya sus ojos y sus cabellos eran como el azabache...  Pensarás en todas estas cosas mientras estarás atendiéndole de nuevo a un grupo de leucocitos alrededor de colonias de cocobacilos y te verás obligado a repetir con enojo. ¡No! No son los de la peste. Entonces creerás escuchar de nuevo el tono musical de aquella vocecita en tus oídos, unas palabritas solamente... Rafa... La cantarina charla de María, tu primera admiradora, la defensora incondicional de su hermanito mayor, siempre intercediendo ante su madre María Trinidad”...

“Descendió del vagón el mes de abril, en vísperas de la semana santa, portando una maleta grande y un pequeño maletín de cuero negro.  Las valijas le conferían al joven moreno de grandes bigotes una sobria elegancia y bien hubiese podido pasar por un agente viajero enfundado en el traje de casimir oscuro, con su corbata negra de lazo, y la mirada vivaz. No obstante, él hubiese preferido que lo viesen como un importante científico. Era el investigador que descendía del tren, presto a enfrentar el combate contra los microbios causantes de las enfermedades que minaban la salud de sus conciudadanos”... Aquella misma tarde Rafael y Gregorio se encaminaron hacia la plazoleta del Carmen.  Casi a las seis de la tarde ya oscurecía y no obstante, la penumbra no le impedía al bachiller tomar nota mentalmente de los detalles que le interesaban. Basura regada, olores pútridos, ratas muertas, ratas vivas correteando, perros flacos y muy poca gente en las calles. Gregorio le había prometido llevarlo a la pulpería de Venancio González. Juntos descendieron por una calle estrecha donde las sombras comenzaban a filtrarse por las ventanas y masas oscuras parecían nacer en los portales de las casas. En algunas viviendas había luz eléctrica, eran las menos, en otras, las lámparas de carburo comenzaban a encenderse. La mujer del pulpero estaba avisada por Gregorio y se prendió del brazo del bachiller llorando y diciéndole. ¡Mi doctorcito, doctorcito mío! La salita de la casa con unos muebles de paleta tenía un ambiente pesado por la escasa ventilación. Al pasar a la otra habitación, él se estremeció. Estaban tres hombres macilentos en tres camastros, nimbados por un hedor que se mezclaba con esencias de aucaliptus y de bengui. Venancio el pulpero, tenía la mirada vidriosa y respiraba con dificultad. En la cama frente a él, su hermano Dimas mostraba una palidez ictérica y el culebreo ondulante de los vasos en su cuello flaco y nervudo, daba idea del ritmo agitado de sus latidos cardíacos.  En el otro camastro, un joven adolescente se incorporó al ver entrar a la señora Clemencia con la visita. Él miró a su alrededor y no pudo evitar un estremecimiento. Entre trapos inmundos y varias palanganas, sin duda utilizadas para lavar los bubones, correteaban por el piso terroso varias ratas que se ocultaban bajo las camas. Una de ellas se detuvo y se irguió mirándole con sus ojillos fulgurantes.  Doña Clemencia le informó que no había ventana en el cuarto, pero era mejor así para evitar las corrientes de aire ya que el pasillo daba al patio interior. Detrás estaba el depósito y enfrente la pulpería. Él insistió en visitar primero el depósito. La puerta gimió en la oscuridad y la lámpara de carburo no logró disimular lo que el acre hedor que flotaba con un toque algo dulzón ya presagiaba. Cientos de ratas muertas en el piso y otras muchas vivas se ocultaban entre los sacos de granos, correteando por las vigas y por la tierra del suelo, chillando, mientras miraban alucinadas el candil de la lámpara. Él retrocedió unos pasos. Después entraron en la habitación que se abría a la calle para el público. Era lo que la gente conocía como la pulpería. Allí él observó condiciones que rayaban en la inmundicia. No quiso acercarse hasta la letrina en el patio, pues vio como por debajo de la puerta se asomaron varias ratas. Él creyó sentir en sus piernas los piojos que parecían ensañarse en su carne. Un gemido vino de la habitación de los enfermos. Dimas había cesado de respirar y su mujer gritaba consternada, repitiendo como una letanía. -¡Se me murió, se me murió!  Él sabía que si todo aquello que estaba presenciando era cierto, se imponía una autopsia. Si no era una pesadilla, debían autopsiarlo. Al mirar al difunto, entendió que la autopsia era una necesidad imperiosa y deseó poder explorar aquel cuerpo ya cadáver sobre la mesa de piedra del anfiteatro. Si hubiese sido uno de los pacientes de cualquier sala en el hospital Vargas, cuántos cultivos no le hubiera hecho y qué de hallazgos interesantes le develaría el estudio de sus órganos internos...  El bachiller se acercó al cadáver y le miró un instante. Hacía tan solo unos minutos respiraba con pulso galopante.  Descubrió su tórax, notó como ya no respiraba ni latía su corazón. Descubrió el abdomen, no se movía. Sin duda alguna había fallecido. La boca entreabierta, los ojos hundidos en sus cuencas eran dos hendiduras amarillentas. Descubrió sus partes pudendas y se asombró ante los plastrones inguinocrurales, negros, con agujeros tumefactos de dónde fluía aún cremoso el pus, rojizo, gris amarillento. El hedor era insoportable. Tomó un brazo del difunto y notó bajo las axilas nódulos rojovioláceos aún no abiertos como huevos de gallina. Es la peste, sin duda alguna. Lo pensó, pero también tuvo la calma necesaria para reflexionar”... 
  
Sería en el año de 1908 cuando se producirá la epidemia de Peste Bubónica en la Guaira y Rangel con Mendoza, la hermana Clotilde, y el doctor Gómez Peraza quien salió de la prisión donde estaba recluido “por alarmar” pensando en una epidemia, lucharán en el Degredo de Cabo Blanco durante meses hasta que vencerían la epidemia. El 1 de junio, Rafael Rangel estaría ya de regreso en su Laboratorio.

Fin de la segunda parte:
Maracaibo, 23 de marzo de 2016




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