martes, 30 de agosto de 2022

Fuego después de llover…(1)


El domingo 17 de marzo del año 2013 (o sea hace ya 9 años) cuando en este blog y dedicado a la memoria del Dr Américo Negrette publiqué el texto que con algunas modificaciones quisiera relatar de nuevo para mis amables lectores. Originalmente fue titulado como “Lluvia y fuego"

Fuego y agua. No tenía ni seis años pero él lo recordaba todo, perfectamente… Le encantaba la lluvia, los aguaceros, chaparrones, chubascos y ocasionalmente vientos huracanados en los tiempos cuando él se extasiaba viendo descender los hilos de agua desde el zinc acanalado, creando una cortina de plata en el frente de su casa. Los hilos giraban chorreando y lo salpicaban mientras él, estático, sentado en el piso de cemento pulido, oliendo la humedad matutina, se distraía sintiendo el viento frío de los temporales.

Había nacido en una casa sencilla, con techo de enea, paredes de barro y caña brava, con suelo de cemento pulido y de tierra apisonada. Una cerca de estantillos de curarire separaba el solar del jagüey rodeado de robles y cujíes que mantenían el verdor todo el año en los terrenos que los circundaban. Allí transcurrió su infancia de la que él recordaba la ternura y las canciones de su madre, las fiebres del sarampión y de la lechina, la caída de una mata que lo llevó a la medicatura, su primer contacto con alguien más docto que Severiano el sobador, con más estilo que Críspula la comadrona capacitada para poner ampolletas. En el dispensario le entablillaron un brazo y nunca olvidaría el rostro benévolo, el bigotico entrecano y la mirada gris del doctor. Nunca más lo volvería a ver.

Cuando tuvo la edad que la gente denomina, del uso de la razón, concienció un hecho por demás obvio. Su padre se había ido de la casa para no volver más. Esa era un razón de peso para que su madre, quien le había enseñado a leer y a escribir y sobre todo a ser honesto, viviera ahogándose en unas lagunas de tristeza infinita, la última tan larga y tan profunda que hizo que se fueran a vivir a Maracaibo para salir de aquella especie de marasmo suspendido que los tenía anegados en el tiempo.

En Maracaibo se encontró con una ciudad donde el sol era de puro fuego. En ese entonces, todavía muchas calles eran zanjones llenos de arena, porque el asfalto no alcanzaba para cuadricular los terrenos de los barrios donde crecían las casitas de tejas acanaladas, plenas de colores y rodeadas por alambradas, o con cercas de tablitas y de cardones secos que deslindan los hogares de las familias en el barrio donde vivieron. Pobres pero decentes en el decir de su propia madre.

Años apacibles los de la adolescencia, le regalaron amigos y compañeros de escuela y todo un vecindario de gentes con sus afanes y sus pesares en sus casas, y en las calles asoleadas donde al mediodía se podía freír un huevo en el enlozado y en las noches, sacaban las mecedoras y los taburetes a la calle para alejar, abanicándose, el calor de la tierra. Poco tiempo después llegó el petróleo y rompieron todo el barrio para empotrar las cloacas y de nuevo abrieron grandes zanjas cuando metieron las tuberías del agua y entonces fue cuando los chinos de la lavandería abrieron un restorán donde colgaban los gatos en la cocina que se veían sin tripas desde el copudo guásimo, y asfaltaron las calles, y la choza de la esquina, donde el señor Servio Tulio vendía conservitas de maduro de a cobre y terminó por transformarse en una panadería. La palmeta del maestro Aguirre fue reemplazada por la enseñanza también estoica de otro maestro apodado "cuarto emajarete" y así pasó él su adolescencia, viviendo en aquella ciudad amada por el sol, donde el cariño entre ambos, él y su tierra fue floreciendo en vínculos y aferrando sus raíces más profundas al suelo nativo. En la ciudad de fuego, también llovía torrencialmente…

Aún recordaba el eco de los truenos en las noches de lluvia de su infancia, interminables, y en la mañana él veía nacer los ríos, las cañaítas en el barro, los riachuelos, los afluentes, los torrentes de lodo, los lagos y más atrás un mar que se insinuaba costeando las raíces del tamarindo inmenso... Las mañanas de los días lluviosos eran especiales porque entonces se podía jugar a los barquitos de papel. Antes de que escampara, ya la muchachera estaba construyendo la flota con el señor Rubén, quien con toda seriedad impartía las instrucciones y enseñaba con ejemplos manuales los secretos de su ingenio naviero. Cuando ya solo pringaba, entonces todos estaban listos para buscar los ríos más caudalosos, y fabricar un velamen especial con las hojas más tiernas del anciano y retorcido uvero, las tablitas con las grandes hojas para llegar hasta la mar del inmenso y anegado solar, tan solo con una vela de venas que circunscribían membranas rojo amarillentas. Flotaban aquellas barquichuelas de cartón con su hoja impelida por la tibia brisa, se deslizaban singlando entre las cañaítas, y más allá, y al llegar al solar, iban dejando atrás las desiguales cercas laterales de tunas y cardones. Lejano aquel patio sin fondo que durante muchos días terminaba alfombrado de limo y se transformaba en un gran jagüey...

Te tenéis que callar Américo, ¿qué remedio te queda?, esperá tu momento... ¿Pero, cómo esperar? En la oscuridad de la madrugada, ante el volante de su escarabajo, él pensó de nuevo en la pesadilla cuando despertara esa madrugada, sin poder recordarla bien. Ahora iba a encontrarse con el fuego, lo sabía, pero pensaba en los días del agua. Se imaginaba la lluvia, repiqueteando en el techo sobre su hamaca de niño, escuchando los sapos croar en el jagüey... Sabroso era el irse a dormir arrullado por ellos, sin soñar con espantos, ni brujas, ni con ciempieses, escuchando el sonido musical de los sapos y el tamborileo de la lluvia, un concierto de la mejor sinfónica. Los sapos del jagüey siempre lo hacían soñar, entonces volaba por el aire y conversaba con ellos quienes le llevaban hasta el fondo, bajo el mantel de limo, desde donde podía mirar a algunos niños flotando en sus bateas, y descendía suavemente bajo el agua hasta tocar con los pies el barro gredoso, atisbando como brillaba a lo lejos el agua, cabrilleando allá arriba, hasta sentirse atascado en el fondo, otra vez, anclado en la arcilla para encontrarse un ratico después libre y en la orilla y poder sentarse entonces a jugar, a hacer la fila larga de bolitas de barro muy redondas, para usarlas con la honda.

El resplandor crecía con tonalidades malva y fucsia; más cerca destacaban las luces rojas de algunas patrullas. Las llamas se alzaban con destellos anaranjados, lengüetas bermejas y torbellinos de humo negro que ascendían entre crujidos, chasquidos y pequeñas explosiones. ¡Los frascos!, él pensó en los animales de sus experimentos. ¡Se producía otra explosión! Los bomberos recién llegaban preparando las mangueras. Arribó un camión cisterna.

Después de jugar en el jagüey, se pensó acostado en el piso de cemento helado, ante el cielo sin nubes, él se ponía a admirar el encaje verdoso de los cujíes luciendo gotas en cada una de sus hojas partidas, sin que pudieran ellas mismas saber que iban a hacer, si decidían quedarse allí, secándose, tal vez para morir, o si iban a evaporarse antes de llorar hacia el suelo...

El fuego se crecía con el viento. Ellas se acercaron a él, ambas hermanas estaban llorando. Rolando daba órdenes. Acaso se podían recuperar algunos microscopios en la parte trasera, ¿pero cómo llegar hasta allí? Más explosiones. Los ojos claros de María Pilar eran un mar de lágrimas. Juan Carlos indignado se acercó hasta llegar frente a su atribulado Jefe y conteniendo la furia le dijo. Américo, esto no se puede quedar así... ¡Lo juro! Él le miró abatido y tan solo musitó. No jures en vano muchacho...

Relatado en Londres, el día miércoles 1 de septiembre del año 2022

(Continuará mañana, jueves)...



No hay comentarios: