Dentro de unos días hará ya seis años que escribí en este blog lapesteloca, sobre el médico del emperador Carlos V, y de su retiro y ulterior ubicación -tras la abdicación de su emperador- en la corte de Felipe II y de cómo Andrés Vesalio, su médico de cabecera, ya alejado de quien fuera su protector, correría la suerte que está plasmada en mi última novela publicada “Vesalio el anatomista”(AstroData Ed, Maracaibo, 2016)
Carlos, el emperador Carlos I de España y V de Alemania, no volvería a ver a su arquiatra Andrés Vesalio, pero ciertamente, le recompensó por sus años de trabajo y dedicación con una pensión vitalicia y el además con el nombramiento de Conde Palatino, restituyendo su condición de nobleza que le regresaba el derecho a usar su escudo de la familia con las tres comadrejas. Carlos V regresaría a España desde Flandes hasta Laredo en barco, para residenciarse en la comarca extremeña de Jarandilla de la Vera, lugar donde se hospedó gracias a la hospitalidad de Fernando Álvarez de Toledo y Figueroa, Conde de Oropesa.
En los ambientes de El Castillo de Oropesa, estuvo alojado quien fuera el amo de un imperio en cuyas tierras nunca se ponía el sol, desde el 11 de noviembre hasta el 3 de febrero del año siguiente, 1557. Después, el emperador ya retirado, vivió en compañía de frailes de la orden de los Jerónimos en el monasterio de Yuste. Antes de fallecer, don Carlos el emperador retirado, estimuló con algunos decretos la necesaria solidez de la Iglesia Católica, y en su correspondencia dejó plasmado sus deseos de defender la religión católica dándole respaldo de manera más directa, a las actividades de la Inquisición.
Cuando años más tarde hicieran preso a Andrés Vesalio por orden de la Santa Inquisición, seguramente que desde su encierro, él pensaría en Carlos V y le imaginaría tal vez solo, en sus aposentos del monasterio, sabiéndolo cada vez más enfermo, quizás meditando sobre su vida que se acercaba ya al final de sus días. Tal vez imaginó a Juana La Loca, la madre del emperador, desgreñada, hablando sola y gritando, como estuvo encerrada por siempre jamás.
Había sido una decisión del abuelo don Fernando, un basilisco enfurecido, así lo imaginaba Carlos desde muy niño, y ella, su madre, doña Juana, así era como él la recordaba, para después de sus terribles delirios y agitación, verla regresar ella misma a conversar con el fantasma de su padre, el hermoso Felipe. El emperador la había sabido loca desde niño, desde su infancia, ella allá en España, él alejado en Malinas, más, había sido él mismo quien la había mantenido encerrada durante todo su reinado. Ella presa y su hijo, el emperador más poderoso del orbe, reinando. Ella aullando encerrada, y él, degustando carnes y bebiendo tinto vino borgoñón. ¿Acaso llegó a preguntar por ella alguna vez?…
Carlos había decidido retirarse del mundanal ruido, y ahora, está en Yuste, pero en algunos momentos se detiene y la recuerda, y es que existe una razón constante, persistente… Tal vez ella esperaba por él. Quizá esperó siempre por su hijo, toda la vida, gritando desde su encierro, aguardando una visita que jamás se dio… Tordesillas. Ahora, su madre ya ha muerto y él ha abdicado. Don Carlos ya no es el emperador, ahora camina lerdo, va arrastrando los pies, mientras se aferra al bastón con su mano sarmentosa, una garra deforme por los tofos gotosos, aquella, su mano poderosa que le duele y hace que él molesto levante la mirada…
Busca observar a las mujeres de los grandes retratos que para él le pintó Tiziano, los lienzos que muestran la belleza de sus hermanas, María de Hungría y Leonor de Francia. Él las mira de soslayo y después se detiene ante el otro gran lienzo de Tiziano, el óleo que le regalara el pintor italiano tan solo tres años atrás. Carlos trata entonces de erguir su encorvada figura, y allí, de pie ante el gran cuadro, remoja con su lengua el labio inferior de su rostro prognático, chasquea y quiere imaginar cómo serán realmente las Tres Divinas Personas, si acaso son como las pintó Tiziano y si estará verdaderamente entre eternas nubes El Paraíso. A él le agradó aquel regalo, pues allí también estaba él presente, aparecía arropado en un sudario blanco amarillento, él y sus hermanas, y su mujer, la difunta Isabel y estaba también Felipe, su hijo, el actual monarca, ahora que él ya ha abdicado…
Lo piensa y decide voltear para mirar los cortinajes negros que oscurecen el ambiente, así él mismo lo ha pedido, y continúa, paso a paso, sigue arrastrando los pies, avanza con dificultad hacia la única ventana, así es cómo él mismo ha solicitado que se organice su cenobio, su refugio, en Yuste, con los Jeromitas. Carlos ha decidido vivir junto al coro de la iglesia para poder asistir a la santa misa desde su cama…
Vacilante él continúa, mientras con el aroma del incienso percibe el olor de la esperma que chisporrotea en el tope de los grandes cirios que titilan iluminado su paso. Un instante después, la música del órgano reinicia un salutare nostrum quia voluntas tua, y él esgarra sus flemas tras un acceso de tos, y tose otra vez. Tras mirar las baldosas del piso a un lado y hacia el otro, deglute con un gesto de dolor sus mucosidades para ser aquejado de nuevo por un acceso de tos…
Entonces es cuando recuerda al médico flamenco, al hijo del viejo apotecario, Andreas. Él podría tal vez haberle recetado algún jarabe, alguna pócima… No hace mucho tiempo cuando él decidió nombrarlo Conde Palatino, pero ahora, ya aquel hombre de confianza, su arquiatra, ya no está para servirle, nunca más, quizás se quedó en Flandes, y Carlos lo piensa, Andreas era y tal vez será para siempre el médico de Flandes… NOTA: El texto con pequeñas modificaciones, fue inicialmente extraído de mi novela “Vesalio el anatomista”.
Escrito nuevamente, en Madrid, el día miércoles 10 de agosto del año 2022
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