Ligia
Al levantarse sintió
nuevamente el peso y el dolor en el pecho. Era como una pena sorda que se
extendía por su brazo izquierdo. Decidió irse a la cama y en el camino tomó su
breviario, se detuvo en la refrigeradora, la abrió, se tomó un vaso de agua y
sintió como una quemadura por dentro. Decidió que al día siguiente debería ir a
ver de nuevo a su cardiólogo, hacía
dos años que no iba a consultarle nada. Se acostó preocupado…
Casuchas de cartón y de hojalata, techos de zinc
acanalado refulgiendo al sol. Callejuelas de arcilla rojiza que ven nacer nubes
de polvo dorado hasta ir creando remolinos con la brisa tibia del mediodía.
Cerros y cañadas plenas de cascajos y terrones de barro con cardones y cujíes retorcidos
separando destartaladas covachas y tugurios, o grupos de casitas de paredes de
adobes, techadas de zinc o de asbesto, siempre sin agua, sin cloacas, sin
luz... No todas ellas, algunas poseían enseres domésticos alimentados desde el
alumbrado de los postes en la calle, con corriente robada, claro está, y es que
bastaba un cable pegado a la maraña de hilos que iban y venían contra el azul
del cielo entre rabos multicolores de viejos volantines empolvados y
descoloridos por el tiempo, para que existiese una nevera produciendo agua
helada, unos bombillos atrayendo taritas en la noche, o un picó aturdiendo con
ritmos vallenatos.
En aquella casita
lechada de cal, sobre la misma tierra apisonada y rodeada de matas de mango, en
el calor del Barrio Sierra Maestra, en el propio Maracaibo de sus tormentos,
allí vivió él pensando que sería el final de su vida, empeñado en organizar la
comunidad del barrio, al crearse la junta defensora de los derechos de los
pobres, todos sintieron que estaban embarcados en una aventura de trabajo y de
fe inquebrantable. Era un fenómeno, sin ser cura, sin usar sotana, sin tener
mujer, no confesaba pero avivó la fe de la barriada logrando la presencia
masiva en los oficios dominicales en la iglesia del asombrado párroco.
Conversaba en la calle, en las taguaras, en los abastos, en el solar de las
casas, él era amigo de todos. Cuando detuvieron el tráfico en la autopista
exigiendo reivindicaciones, agua, luz eléctrica y cloacas para el barrio, otra
promesa electoral incumplida, ante la brutalidad policial, él fue a parar con
sus huesos molidos a la cárcel con toda la dirigencia vecinal. Cuando Monseñor
le exigió que se fuese de la ciudad, él aceptó hacerlo al saber que ya estaban
en camino todas las obras por las que tanto habían luchado. Él se mudó a la
capital. Catia y la parroquia Jesús Obrero parecían haber pasado la vida
esperando por él... En Catia su acción social se extendió desde las Lomas de
Urdaneta y ProPatria hasta Los Magallanes, el 23 de Enero y Lídice.
Cuando comenzaron a salir juntos, lo hacían en el Buick
de la familia. Ligia manejaba, era una buena choferesa... Al principio iban
desde la casa hasta el Colegio, buscaban a los niños, daban una vueltas por el
Milagro y varias veces se estacionaron para conversar en la Plaza del Buen
Maestro. Después ya cuando Juvencio tenía una enfermera permanente, hablaron
muchas veces mientras ella conducía a través de las polvorientas barriadas del
norte, por los Altos de Jalisco y los alrededores de Santa Rosa de Agua... Al
morir Juvencio, las cosas se hicieron más difíciles y más tensas. La necesidad
de enfrentar la mala situación económica no era nada comparado con tener que
afrontar lo que habría de acontecerles en el futuro, sobre todo para Ligia, era
complicado el atreverse a discutirlo con sus hijos, ¿y para él?, la decisión de
dejarlo todo, al comienzo fue una vaga ilusión, pero paso a paso se había
convertido en una obsesionante realidad... Una vez llegaron hasta Santa Cruz de
Mara y pasearon por la laguna de Sinamaica. La suerte estaba echada. El pidió
consejo, asesoramiento, ayuda espiritual, apoyo sicológico. Era añgo inaceptable.
Le ofrecieron un boleto para volver en situación de emergencia a Euskadi. Había
que meterle el caballo de cara, ir de frente, alea jacta est... Los muchachos
se quedarían viviendo con su abuela, al menos hasta que amainase la tormenta.
Huyeron de la ciudad de fuego, llegaron a la calurosa península de Paraguaná,
para ascender en línea recta hacia el sur. Así fue Churuguara al comienzo,
después un hogar en medio de las montañas de San Luis, en Curimagua, Distrito
Petit, Estado Falcón... Perros ladrándole a la luna. Lluvia cerrada y campesinos
y pinturas y mucho amor. Fueron más de diez años de felicidad en medio de
aquellas gentes de la serranía, tan campechanas, tan queridas, hasta que Ligia
notó un endurecimiento en el seno derecho... Cuando la operaron, en Coro, ambos
decidieron bajar de la sierra e instalarse en Puerto Cumarebo. El clima
favorecería su recuperación.
Tú en ese instante
sientes un ahogo, aspirarás bien fuerte para percibir un hálito caliente,
quizás sueñas… El aroma de peces
asoleándose, de márgenes hirvientes, burbujeantes, seguramente son salinas,
lucen un halo de verdín circunvalando las charcas, brillan bajo el sol, debe
ser inclemente la canícula, y sabes que no puede ser él, ¿en Cumarebo?,
¡joder!, escucha Ligia... Puede que sea más bien el compadre Cheito Reyes,
aunque es difícil, con ese greñero y todas sus arrugas, ¡y sin un diente!
Sonriendo, con su faz edéntula, con su roja corbata como si fuera el propio
Cheo Mosquera o Pedrito Colina, ¡no puede ser!, como un bendito firi fire, y
envuelto en ese aura de Jan Marie Farina para mezclar el golpe de la colonia
con los efluvios de las charcas, el aroma de los pescados salándose y en el
embrujo del atardecer te llega el viento salobre y yodado del mar… ¡Escucha
Ligia! ¿Dónde estás amor? A lo lejos los bronces del campanario susurran un
aire tristón. El sol de Puerto
Cumarebo fragmentado en el piso hace brillar su cabellera incandescente. Ella
entra secándose las manos en el delantal, seguramente freiría unas ruedas de
carite con mucho ajo en la cocina y escuchó su llamado, pero el sol la enciende
y Ligia resplandeciente, es un crepúsculo en vida convertida en flor…
Los hijos
regresaron a verla. Primero Ana Lía y Braulio, llegaron juntos. Braulio la
consoló mucho. Era ya un sacerdote en ejercicio, y trató de mediar entre el
desesperado Iñigo y la curia. El jamás consideró la posibilidad de dejarla, ¡ni
soñarlo!, eran ambos una sola persona y lo de regresar a su País Vasco y
abandonar la Tierra de Gracia desde siempre fue una insinuación inaceptable. En
aquellos años Ligia y él se amaron con la silente desesperación de ver
acercarse día a día y calladamente a la muerte...
En ese momento
Iñigo se despertó. El dolor en el pecho era insoportable. Sentía náuseas y una
gran sed, pero no quería ni moverse. Respiraba con dificultad. Lo sabía, estaba
seguro de que esta vez sí se estaba acercando a la hora de la verdad. Trató de
serenarse. Notó que sudaba copiosamente, estaba frío, prácticamente helado.
Pedir ayuda sería lo más lógico, ¿pero a quién?, y después de todo, ¿no sería
acaso mucho más decente comportarse con serenidad y enfrentar la muerte cara a
cara? A su mente le llegaban estrofas cortas de un Nocturno de José Asunción
Silva. No hizo nada por desecharlas... Recordó los rayos de la luna y Ligia
ante la ventana, en el tibio ambiente de aquella habitación olorosa a éter, a
alcanfor, a medicinas, ella respirando con dificultad... “...y mi sombra por los rayos de
la luna proyectada, iba sola, iba sola, iba sola, por la estepa solitaria”...
Arenas tibias de Puerto Cumarebo, resonar del oleaje a lo lejos, el mar Caribe
entumecido y Ligia en aquel camastro frente a la ventana, mirándolo, amorosa,
por última vez... “...Sentí frío, era el frío que tenían en tu alcoba tus mejillas y tus
sienes y tus manos adoradas, entre las blancuras níveas de las mortuorias
sábanas”... Cuando falleció, Ligia tenía 45 años y a su lado estaba él
y sus hijos, Braulio y Ana Lía. Le mintieron haciéndole creer que Régulo estaba
en Europa exponiendo sus pinturas. No hubiese resistido saber que él siempre se
había negado a visitarlos. Iñigo suspiró. ¿Dolor de corazón?, propósito de la
enmienda, decir los pecados al confesor... Cuán duro había resultado cumplir la
penitencia... Cinco años en el Alto Ventuari, cuatro años en Bobures, desde el
ochenta y durante ocho largos y calurosos años vivió en el barrio Sierra
Maestra de Maracaibo, hasta que la cooperativa terminó encarcelada. A los 64
años había llegado a Catia y le pareció entonces que su vieja familia lo había
acogido en su seno. En las sierras de Falcón se había ilustrado sobre el
Concilio Vaticano II, supo de la reunión de Puebla y se volvió un fanático de
la Teología de la Liberación. Desde su destierro le siguió la pista a los
Obispos en Medellín y aplaudió desde la selva con sus makiritares y entre los
negritos del sur del Lago “La opción de los pobres” propuesta en la carta de
Río por el viejo General Pedro Arrupe. En la Escuela Nocturna de “Jesús
Obrero”, se reencontró con los viejos ideales ignacianos... ¡Oh Ligia! ...”
y tu sombra, esbelta y ágil, fina y lánguida, como en esa noche tibia de la
muerta primavera”... Si pudiese conciliar el sueño, tal vez no soñaría
más, ¿más nunca?, oscuridad, sombras, tu sombra Ligia, sombra lejana... “...se acercó y marchó con ella...Oh las
sombras enlazadas!, ...las sombras de los cuerpos que se juntan con las sombras
de las almas.” Creyó poder dejarse arrastrar por el sueño durante unos
minutos...
Sentirás un dolor
precordial lacerante, dulce y remota pena hendirá tu pecho y llagará tu
espalda, percibirás una curiosa y prolongada sensación de muerte inminente, el
dolor se te clavará como acerado puñal en el centro de tu pecho, y te sentirás
traspasado, asaeteado, flechado, sí, mas no por un cupídico dardo como otrora,
encajado en tu corazón, acero hirviendo, el dardo dificultará tu respirar,
estás disnéico… Eso dijo Daniel en cuanto observó tu rostro demudado, así has
de estar, seguramente demacrado, sudoroso, lleno de temor y helado. Te llevarán
hasta el sofá. Él y la mujer gorda te piden que no hables, no digas nada, que
te acuestes silente, y aceptarás, internamente sabes que es mejor escucharles,
hacerles caso, ¿qué puedes hacer tú?, estás bastante mal. ¡Sin duda! Bebes
sorbos de agua que te ha traído la mujer y creerás haber tragado fuego. Entre
la ardiente flama que te desgarra el pecho, como si estuviese envuelto en una
coraza de plomo derretido, tu corazón estremecido bailoteará flameando dentro
de ti. Entonces leerás las palabras en sus labios. “¿No hay un tensiómetro?”.
Te tomarán un brazo, es la mujer gorda, busca tu pulso. “Filiforme, también hay
extrasístoles”. Voltearás la mirada hacia Daniel, y es que entre ambos, ¡se
dicen tantas cosas sin sentido! “Necesitamos sacarlo de aquí”. “Está haciendo
un infarto, con toda seguridad”. La gorda continúa diciendo estupideces, palabras
sin ningún sentido, y no te suelta el brazo. Ahora te pide que vuelvas a tomar
un poco de agua. La rechazarás con un gesto, negarás con tu cabeza, no más
incendios dentro de mí, te dices, sin poder articular palabra, mientras sientes
un galopar sin rumbo fijo dentro del pecho. Ella viene a caballo, así ha de
ser... I de nuevo el ahogo que regresa, y te aprisiona la garganta, esa
angustia que te impide coordinar tus ideas, expresar tus pensamientos...
Entonces cerrarás los ojos...
Te transportan en
una camilla, ¿sabes dónde estás?, claro que sí, nadie lo ha dicho pero tú
ruedas mirando el techo por los pasillos de la emergencia de adultos del
hospital Clínico. A tu lado va la mujer gorda, ya sabes que se llama Mirtha y
que es doctora. Lo has captado. No estoy tan jodido aún... ¿Te lo repites para
darte confianza? Daniel está hablando con unos jóvenes enfundados en batas
blancas. Te han inyectado algo al llegar y no sabes por qué, pero ya no sientes
ni deseos de hablar. Las paredes avanzan y los bombillos de neón corren ante
tus ojos. Sientes dolor y asfixia, pero ya no puedes, ni quieres decir nada. Estás
en otra sala, es un sitio muy grande, un recinto muy amplio, hay camas y
sábanas verdes y blancas, ellas separan unas figuras de las otras, son seres
vivos pero están todos conectados a tubos, a mangueras, hilos trenzados y
cientos de cables. Casi nadie se mueve. Tan solo corren de un lado a otro
varias figuras blancas, flotan en el aire, son las enfermeras, ¿o las ánimas?,
¡vaya usted a saberlo! Escuchas un pitido muy fuerte, fino, agudo y giran todos
como en un tiovivo, los caballitos rodeando el estanque, ¿el carrusel del furo?
Te piden que te muevas hacia un lado, te pasan a otra cama... Así, suba usted
señor, anímese, cuelgue el pellejo en la acera, súbase, al tordillo de madera.
Todo da vueltas, y más vueltas, gira y tú piensas que debe ser por la inyección
que te aplicaron... Súbase, tan solo dos boletos por un duro...
Te están untando
grasa sobre el pecho, te están conectando a los cables y a los circuitos, la
cibernética, ¿son acaso los santos óleos? Hay aparatos que trepidan, suenan
pitidos intermitentemente, sientes como te toman la tensión. Las enfermeras
entretanto te han ido desnudando. Sientes como te voltean hacia un lado y hacia
el otro. Cierras los ojos, percibes sus manos, sus voces rumorosas. Piensas en
ella, el prototipo de la madre perfecta, la imagen dulce de la esposa abnegada,
devota, sacrificada, cariñosa, blanca, hermosa, de ojos claros y la cabellera
como un incendio, Ligia, la de la risa espontánea y cantarina, como riachuelo
entre peñas blancas, siempre sonriendo, en medio de todas las dificultades,
Ligia... Pero sientes mucho dolor y un ahogo que pareciera marearte, mantienes
los ojos cerrados, apretados, tal vez todo ha de cesar de un momento a otro... Aún
en esta grave circunstancia no te cabe ninguna duda, hiciste con tu vida lo que
te dictó la conciencia. Ella fue obsesionándote. Era el ejemplo vivo de una
mujer devota, religiosa, dedicada a su esposo enfermo y a sus hijos. Había sido
maestra de escuela. Al conocerla mejor, te transformaste en su confidente. La
grave enfermedad de Juvencio, era irreversible. La precaria situación
económica, era irreparable. Ligia luchando denodadamente con burócratas y
banqueros, para lograr el dinero del seguro que le garantizase a su pobre
marido un tratamiento adecuado y una atención digna. Hiciste causa común con
ella. Eran Ligia, sus hijos y tú contra un mundo de calamidades... Terminó todo
en un hospital, finalizó pobre, insolvente. Estás como Juvencio, agonizando.
Morirás, como él, en la indigencia y peor aún, pues no tendrás a Ligia para
defenderte. ¡Ligia! ¿Cuánto hace que se te fue? ¡Hace ya tantos años! Ella
partió... Tal vez ahora, ella está esperándote...
Retazos de los Capítulos XIV y V de la novela “Para subir
al cielo…”
Premio de Narrativa del año 1977 en la Bienal Elías David Curiel del
Instituto de la Cultura del Estado Falcón.
Maracaibo, 6 de abril del año 2016
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