sábado, 1 de febrero de 2020

Chejov y el populismo ruso


Chejov y el populismo ruso


En Rusia, se consideraba que la población rural poseía unas cualidades excepcionales, y que, por sus propias tribulaciones, tenían mucho que enseñar al resto de sus compatriotas. Los campesinos eran el auténtico receptáculo del alma rusa pura, sencilla y sin adulterar y en esta tónica, recordaremos como Fiódor Dostoyevski llegó a decir que un campesino que sirviera en la cocina era superior, moralmente, a cualquier caballero de la burguesía europea. Es más, añadió, que los campesinos son los que deben mostrarnos el camino y “nosotros debemos someternos ante la verdad de la gente”. 

Se afirmaba entonces que a los campesinos rusos, no los habían contaminado ni el afrancesamiento acomplejado de la inmensa mayoría de la nobleza que hablaba francés y no ruso (hasta que Napoleón los invadió), ni la obsesión por ser europeos que había cristalizado en la admiración de la nobleza británica terrateniente, y en la imitación de los salones de París en San Petersburgo. El historiador Orlando Figes en El baile de Natacha, reúne un divertido ramillete de comedias del siglo XVIII donde los personajes se preguntaban, casi golpeándose en el pecho, qué habían hecho ellos para ser rusos y no franceses. Cuenta Figes, que cuando iban a ahorcar a cinco de los sublevados, tres de ellos rompieron la cuerda por exceso de peso. Entonces, con el cuello dolorido pero vivo al fin y al cabo, uno de ellos dijo aquello de: “¡Qué desastre de país! ¡No saben ni ahorcar como es debido!”
 
En el verano de 1874, miles de estudiantes de familias prósperas dejaron sus universidades en la ciudad para montar unas comunas en el campo. Kontstantin Aksakov, uno de los grandes intelectuales de la época, diría que representaban “la unión de la gente que ha renunciado a su egoísmo, su individualidad, y que expresaba su común acuerdo; en un acto de amor noble y cristiano”. Estos jóvenes se autodenominarían “populistas”, porque su vocación era servir a la población sencilla de las aldeas, a quien miraban con un fuerte sentimiento de culpa y paternalismo. Querían enseñarles a leer, aprender un oficio con ellos y convivir en definitiva, con aquellos que albergaban toda la pureza del alma rusa. Esperaban unir su país, en torno a la literatura, el arte y una solidaridad entre las clases sociales que, por fin, era posible gracias a la reciente emancipación de los siervos en 1861. 

Recitaban con pasión el gran poema épico de Nikolái Nekrásov (¿Quién es Feliz en Rusia?) y trataban de convertir el libro de Nikolái Chernyshevsky (¿Qué hacer?) en la hoja de ruta de una sociedad nueva. Muchas de las luminarias intelectuales de la época se habían enamorado locamente de la figura del campesino. Orlando Figes nos recuerda, de nuevo, en El baile de Natacha, que “para los populistas, el campesino era socialista por naturaleza, la encarnación del espíritu colectivo que distinguía a Rusia de Occidente. Los campesinos que recibieron a los estudiantes populistas no los veían del mismo modo. Por eso, muchos los trataron con cautela u hostilidad, tuvieron problemas para entender las elevadas ideas socialistas que les impartían, no aceptaron de buen grado el cuestionamiento de la autoridad del zar y los denunciaron a la policía.

Ante la sorpresa de los populistas, algunos campesinos se formaban con ellos solo para emigrar poco después a la ciudad en busca de una vida mejor. Las comunas, en general, fracasaron y algunos estudiantes fueron de cabeza a vivir en la clandestinidad. Habían proyectado sobre los campesinos una imagen idealizada que no se correspondía, en absoluto, con la realidad. 

Anton Chéjov, era un médico y escritor ruso cuyo estilo narrativo ha pasado a la historia como un alarde de precisión quirúrgica, de tierna compasión humanista y una ausencia de fuerte militancia política e ideológica. En 1897, publicó un cuento largo titulado Campesinos donde  se atrevía a describir a la población rural sin idealizarla en lo más mínimo. No iba más allá de mostrar su habitual compasión hacia ellos. Sin embargo muchos no le perdonarían que se atreviese a calificarlos como “groseros, ruines, sucios y borrachos” o que se preguntase, sinceramente, “¿Cómo iban a ayudarles los ricos, los fuertes, siendo tan groseros, tan ruines, tan borrachos, injuriándose de una manera tan abominable?” 

Cuando Anton Chéjov publicó Campesinos en 1897 aquella herida seguía abierta. Así, el escritor León Tolstói calificó el cuento de  Chejov de “pecado contra el pueblo”. Los populistas proclamaron que el relato no hacía justicia a la espiritualidad de la población de las aldeas y, por fin, los eslavófilos pusieron el grito en el cielo ante tamaña calumnia contra Rusia.  Lo que más les dolía, seguramente, era que Chéjov, era hijo y nieto de siervos, y no solo había escrito antes cientos de páginas memorables y llenas de compasión sobre los campesinos, sino que conocía bien su realidad. Los trataba a diario como médico gratuitamente, había dejado de escribir una temporada para contener el brote de cólera que los asediaba y, en fin, eran sus vecinos y sirvientes en la villa de Mélijovo, donde les ayudó a construir una escuela. Además, Chéjov  había investigado concienzudamente las estadísticas que reflejaban su pobreza; él colaboró en la confección del primer censo nacional de la historia de Rusia y creía que la ciudad, a pesar de tantos abusos, podía ofrecerles a veces un futuro mejor. En tal sentido escribiría refiriéndose a Tólstoi, “hay más amor a la humanidad en la electricidad y la máquina de vapor que en el vegetarianismo”.
 
No deja de ser curioso que en 1897, los reaccionarios fuesen de los pocos grupos que celebraron el relato de Chéjov. No se podían imaginar que siete años después él publicaría una obra de teatro titulada, El jardín de los cerezos, donde ridiculizaba a su venerada nobleza rural. Era una caricatura tan irónica que en Moscú prefirieron estrenarla considerándola como una tragedia sentimental que iba suspirando por los viejos tiempos de los príncipes y barones que lo habían perdido todo. Efectivamente, así había sido, pero únicamente por sus gastos extravagantes, su pésima administración y especialmente porque, en 1861, les habían obligado a compartir una porción de sus tierras con los que hasta entonces eran sus esclavos. Para finalizar, repetiré la frase de mi primo Ernesto “Que oiga quien tenga oídos” 

Maracaibo,  sábado 1 de febrero 2020

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