Chejov y
el populismo ruso
En Rusia, se consideraba que la
población rural poseía unas cualidades excepcionales, y que, por sus propias
tribulaciones, tenían mucho que enseñar al resto de sus compatriotas. Los
campesinos eran el auténtico
receptáculo del alma rusa pura, sencilla y sin adulterar y en esta
tónica, recordaremos como Fiódor Dostoyevski llegó a decir que un campesino que
sirviera en la cocina era superior, moralmente, a cualquier caballero de la
burguesía europea. Es más, añadió, que los campesinos son los que deben
mostrarnos el camino y “nosotros debemos someternos ante la verdad
de la gente”.
Se afirmaba entonces que a los
campesinos rusos, no los habían contaminado ni el afrancesamiento acomplejado de
la inmensa mayoría de la nobleza que hablaba francés y no ruso (hasta que Napoleón los invadió), ni la obsesión por
ser europeos que había cristalizado en la admiración de la nobleza británica terrateniente, y en la
imitación de los salones de París en San Petersburgo. El historiador Orlando Figes en El baile de Natacha, reúne un divertido ramillete de
comedias del siglo XVIII donde los personajes se preguntaban, casi golpeándose
en el pecho, qué habían hecho ellos para ser rusos y no franceses. Cuenta
Figes, que cuando iban a ahorcar a cinco de los sublevados, tres de ellos
rompieron la cuerda por exceso de peso. Entonces, con el cuello dolorido pero
vivo al fin y al cabo, uno de ellos dijo aquello de: “¡Qué desastre de país! ¡No saben
ni ahorcar como es debido!”
En el verano de 1874, miles de
estudiantes de familias prósperas dejaron sus universidades en la ciudad para montar
unas comunas en el campo. Kontstantin Aksakov, uno de los grandes
intelectuales de la época, diría que representaban “la unión de la gente que ha
renunciado a su egoísmo, su individualidad, y que expresaba su común acuerdo;
en un acto de amor noble y cristiano”. Estos jóvenes se
autodenominarían “populistas”, porque su vocación era servir a la población
sencilla de las aldeas, a quien miraban con un fuerte sentimiento de culpa y
paternalismo. Querían enseñarles a leer, aprender un oficio con ellos y
convivir en definitiva, con aquellos que albergaban toda la pureza del alma
rusa. Esperaban unir su país, en torno a la literatura, el arte y una
solidaridad entre las clases sociales que, por fin, era posible gracias a la
reciente emancipación de los siervos en 1861.
Recitaban con pasión el gran
poema épico de Nikolái Nekrásov (¿Quién
es Feliz en Rusia?) y trataban de convertir el libro de Nikolái
Chernyshevsky (¿Qué hacer?)
en la hoja de ruta de una sociedad nueva. Muchas de las luminarias
intelectuales de la época se habían enamorado locamente de la figura del
campesino. Orlando Figes nos recuerda, de nuevo, en El baile de Natacha,
que “para los populistas, el campesino era
socialista por naturaleza, la encarnación del espíritu colectivo que
distinguía a Rusia de Occidente. Los campesinos que recibieron a los
estudiantes populistas no los veían del mismo modo. Por eso, muchos los
trataron con cautela u hostilidad, tuvieron problemas para entender las
elevadas ideas socialistas que les impartían, no aceptaron de buen grado el
cuestionamiento de la autoridad del zar y los denunciaron a la policía.
Ante la sorpresa de los populistas, algunos
campesinos se formaban con ellos solo para emigrar poco después a la ciudad en
busca de una vida mejor. Las comunas, en general, fracasaron y algunos
estudiantes fueron de cabeza a vivir en la clandestinidad. Habían proyectado
sobre los campesinos una imagen idealizada que no se correspondía, en
absoluto, con la realidad.
Anton Chéjov, era un
médico y escritor ruso cuyo estilo narrativo ha pasado a la historia como un alarde de precisión
quirúrgica, de tierna compasión humanista y una ausencia de fuerte militancia
política e ideológica. En 1897, publicó un cuento largo titulado Campesinos donde se atrevía a describir a la población rural
sin idealizarla en lo más mínimo. No iba más allá de mostrar su habitual compasión hacia ellos. Sin
embargo muchos no le perdonarían que se atreviese a calificarlos como “groseros,
ruines, sucios y borrachos” o que se preguntase, sinceramente, “¿Cómo
iban a ayudarles los ricos, los fuertes, siendo tan groseros, tan ruines, tan
borrachos, injuriándose de una manera tan abominable?”
Cuando Anton Chéjov publicó Campesinos
en 1897 aquella herida seguía abierta. Así, el escritor León Tolstói
calificó el cuento de Chejov de “pecado contra el pueblo”. Los populistas proclamaron que el relato no hacía justicia a la
espiritualidad de la población de las aldeas y, por fin, los eslavófilos
pusieron el grito en el cielo ante tamaña calumnia contra Rusia. Lo que más les dolía, seguramente, era que Chéjov,
era hijo y nieto de siervos, y no solo había escrito antes cientos de páginas
memorables y llenas de compasión sobre los campesinos, sino que conocía bien su realidad. Los trataba
a diario como médico gratuitamente, había dejado de escribir una temporada para
contener el brote de cólera que los asediaba y, en fin, eran sus vecinos y
sirvientes en la villa de Mélijovo, donde les ayudó a construir una escuela.
Además, Chéjov había investigado concienzudamente las
estadísticas que reflejaban su pobreza; él colaboró en la confección del primer
censo nacional de la historia de Rusia y creía que la ciudad, a pesar de tantos abusos, podía ofrecerles a veces
un futuro mejor. En tal sentido escribiría refiriéndose a Tólstoi, “hay
más amor a la humanidad en la electricidad y la máquina de vapor que en el
vegetarianismo”.
No deja de ser curioso que en 1897,
los reaccionarios fuesen de los pocos grupos que celebraron el relato de Chéjov.
No se podían imaginar que siete años después él publicaría una obra de teatro titulada,
El jardín de los cerezos,
donde ridiculizaba a su venerada
nobleza rural. Era una caricatura tan irónica que en Moscú prefirieron
estrenarla considerándola como una tragedia sentimental que iba suspirando por
los viejos tiempos de los príncipes y barones que lo habían perdido todo. Efectivamente,
así había sido, pero únicamente por sus gastos
extravagantes, su pésima administración y especialmente porque, en 1861,
les habían obligado a compartir una porción de sus tierras con los que hasta
entonces eran sus esclavos. Para finalizar, repetiré la frase de mi primo
Ernesto “Que oiga quien tenga oídos”
Maracaibo, sábado 1 de febrero 2020
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