El naufragio del Valleta
La tempestad había sacudido inclemente la carraca
veneciana. Durante la mañana uno de los marineros cayó al mar y no fue posible
rescatarlo. Un joven grumete italiano había desaparecido en medio del oleaje y
para el capitán calabrés, aquello era una desgracia. Era la primera vez que
perdía a uno de sus hombres. Este trágico acontecimiento pareció impulsarlo a
tomar una drástica determinación. Aprovechando que la lluvia había cesado y ya
habiendo pasado el mediodía, convocó a los marineros, y les pidió reuniesen a
todos los peregrinos en cubierta. Con varias teas encendidas, revisaron todos
los recintos y sacaron a hombres, mujeres y niños del castillo de proa y de los
camarotes improvisados en las bodegas. El espectáculo que hubo de presenciar
Andrés, quien salió a cubierta para ser parte de un tumulto de gente que
lloraba y dando gritos desesperados se abrazaban y se mesaban los cabellos fue
muy triste. De la sentina retiraron el cuerpo amortajado de la niña muerta y
hallaron igualmente seis cadáveres que fueron también colocados sobre el
maderamen de la cubierta. Los marineros los envolvieron en trapos y fueron
anudados con sogas. Pronto se transformarían en tres bultos a la vista de los
aterrorizados peregrinos.
El viento arrastraba por encima del Valleta densos
nubarrones oscuros que se movían tumultuosos restallando algunos relámpagos
mientras una extraña lucidez se destacaba en el horizonte hacia el poniente. El
capitán les informó a gritos que era necesario aligerar el barco de su pesada
carga y que lanzarían una parte de ella al mar, principalmente serían toneles
de vino que llevaban en las bodegas. Trató de serenar a la gente, explicándoles
que estaban haciendo lo mejor que podían y les pidió encarecidamente que
cesasen las lamentaciones y los llantos. Luego solicitó algún voluntario para
decir un responso porque les avisó que se disponía a lanzar los cuerpos al mar.
A partir de ese momento, la confusión se mezcló en la mente de Andrés con una
extraña sensación de saber que se estaba cumpliendo algo que había de suceder y
que nadie lograría modificar, pensó que se trataba de un déja vu, y observó
cómo los tres bultos fueron colocados en una plancha y mientras un desgarbado y
enteco individuo mascullaba a gritos una oración plagada de latinajos, los
cuerpos fueron lanzados al mar. Luego el capitán a gritos logró impartir nuevas
órdenes, y los pasajeros regresaron en tumulto al castillo de proa. Los toneles
comenzaron a hacer su aparición acarreados por los marinos y tras rodar sobre
la cubierta, eran echados por la borda para caer entre las olas, el cielo
siguió haciéndose más denso y la oscuridad acompañó a la lluvia que apareció
nuevamente apuñaleando la embarcación. Andrés Vesalio en el hacinamiento que
existía en el castillo de proa, buscó un rincón entre un grupo de gentes que
rezaban llorosas y trató de dormirse sintiendo los bandazos del Valleta.
Después en la oscuridad de la noche, perdió la noción del tiempo.
Vicenzo
Cattagno comprendió donde estaba y supo cuál era su real situación desde el día
que arrojaron los difuntos al mar, hasta llegar al último momento. Durante toda
la madrugada, después de haberse desembarazado de los cadáveres de los peregrinos
fallecidos y de parte de su carga, maniobraría hábilmente con sus hombres al
mando del Valleta. Supuso ilusionado que había detectado al amanecer una línea
de tierra hacia el este y presintió que si su carraca aguantaba algunas horas
más a flote, lograría contemplar los montes del Peloponeso tras la salida del
sol. La furia del mar había hecho crujir la arboladura de la nao y sus hombres
le avisaron que estaban llenándose de agua los pañoles de las bodegas. Vicenzo
Cattagno calculó cuanto tiempo faltaba para que se disipara totalmente la
oscuridad y decidió jugárselas si acaso le ayudaba el viento. Les dio
instrucciones a sus hombres quienes treparon ascendiendo por los obenques y
lograron a medias soltar el velamen del palo mayor de manera tal que el Valleta
fue impelido por el viento y se disparó en una loca trepidante carrera e iba
surcando las olas a gran velocidad. Algunos de los pasajeros que permanecían
despiertos en la cubierta observaban la escena y era evidente que hacia el este
se divisaba una tierra baja.
Comenzaba
a clarear el día cuando el viento amainó y la carraca medio hundida pareció
detenerse. Andrés recordaría haber visto sobre la cubierta a todos los
peregrinos y a los marineros, unos de pie otros de rodillas, oteando
esperanzados una línea oscura en el horizonte hasta que detrás de ella comenzó
a emerger el disco sangrante del sol. Las labores de descender varios botes y
llenarlos con aquellos seres macilentos que desesperados pugnaban por ser los
primeros, fue parte del desesperado intento del capitán Vicenzo por organizar
algunas acciones para salvar a su tripulación, pero pronto comprendió que los
peregrinos eran muchos más de los que podían caber en los esquifes de la nave y
hubo de presenciar entonces la desesperación de la gente hasta llegar a voltear
dos de los barquichuelos luego de estar repletos, todo esto iluminado por el
sol naciente y por el resplandor bermejo de las antorchas ya moribundas que
engastadas en la base de los mástiles habían estado encendidas durante la
noche. Los marineros abrían los toneles de vino con golpes de hacha y mientras
se creaban tonos sangrientos sobre la cubierta, despojos de la madera eran
arrojados al mar con la esperanza de que algunos hombres pudiesen abrazarse a
los restos de los mismos. Andrés Vesalio esperó hasta que la claridad del alba
fue remplazada por la luz mortecina del sol que parecía decidido a iniciar el
día escondiéndose detrás de densas negras nubes. Algunas gaviotas sobrevolaron
al Valleta ya casi hundido. El capitán se mantenía al lado del timonel, allí,
de pie, lo divisó Andrés en el último momento, cuando ya el viento no podía
inflar el desgarrado velamen. El médico de Flandes esperó la salida de un nuevo
lote de barriles que los marineros colocaban sobre la cubierta y destrozaban
con las hachas y tras ver caer las maderas al mar se lanzó de pie para luego de
salir a flote, lograr aferrarse a varios tablones. Mirando hacia el sitio por
donde todavía brillaba el sol naciente comenzó a patalear con la intención de
dirigirse hacia una línea imprecisa que pudiese ser tierra firme.
Texto extraído de mi novela “Vesalio, el anatomista”(2016).
Mississauga, Ontario, lunes 11 de febrero, 2019
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