El año de la lepra
Jorge
García Tamayo, 2011
Capítulo 17
El amigo de Luís Daniel, apodado “el concha”, monsieur
“coquille”, conocido también como “Papillón”, había ingresado a la Marina Francesa el
año 1801 en tiempos del emperador Napoleón Bonaparte. Desde muy joven sirvió a
su país en el mar. En su primera expedición visitó la isla de Santo Domingo y
desde allí estuvo también en otras islas del Mar Caribe donde se familiarizó
con sus montañas y sus costas de playas soleadas. Como joven estudioso, monsieur
“Papillón” se interesó por aprender la biología de las especies marinas y
profundizó sobre la vida de los insectos de las colonias tropicales francesas.
En un brusco cambio ambiental, el año 1806 fue designado para navegar en una
flota que habría de enfrentar a los temibles balleneros ingleses en el Mar del
Norte. En aquellas procelosas y heladas aguas, el joven oficial tuvo que entrar
varias veces en combate y se distinguió por su valor y coraje. De vuelta al Mar
Caribe, en 1815 hallamos a Cristofe Paulin de Freminiville en La Guadalupe como
suboficial de la fragata “Nereida”, durante una época cuando vista inicialmente
la necesidad de calafatear la nave, su estadía en aquella isla se prolongaría
luego durante muchos meses. Sería esa la oportunidad cuando floreciera su
amistad con el doctor Pedro Beauperthuy y su familia. Esta sería también la
ocasión cuando conocería a Luís Daniel, el hijo del doctor. Anclada La
“Nereida” en la bahía de Santa Rosa, habían transcurrido muchos meses y un
domingo 25 de agosto, el caballero Cristofe se encontraba presente en la nave
central de la iglesia del puerto, cuando le llamó la atención el perfil de una
joven criada que atendía diligente a los niños de una pudiente familia isleña.
Asistían todos a la celebración dominical de la misa ceremonial en homenaje a
San Luís patrono de Francia. En medio de la ceremonia religiosa, no entendía
Cristofe el motivo de su momentánea desazón, pero lo cierto era que el joven
oficial “coquille” de Freminiville mirando a la hermosa muchacha, sintió una
imperiosa necesidad de hablar con ella y atisbaba desde lejos su figura cuando
ya al final de la misa, la aglomeración de los feligreses le impidió acercarse
hasta la familia atareada con los niños. Tras un momento de inquieta curiosidad
perdió de vista a la jovencita mientras era saludado efusivamente por el doctor
Beauperthuy, su esposa y sus hijos. Luís Daniel tendría nueve años en esos
días. Cristofe sin ocultar su turbación al no ver a la joven que le había
cautivado, le preguntó a su amigo el doctor Pedro Daniel por ella. El médico
isleño, sonriente le informó que Carolina vivía con la familia Le Tourneau y
cuidaba a cinco niños, en una casa muy grande que estaba situada cerca de la
escollera en las afueras del pueblo. Aceptó entonces Cristofe la invitación del
doctor Beauperthuy para almorzar en su casa donde vería algunos especimenes que
el niño Luís Daniel tenía que mostrarle. Una caja con varios coleópteros
recientemente recogidos para que su amigo “coquille” le ayudase con los nombres
de cada uno de ellos y luego para poder clasificarlos y ampliar su nueva
colección.
A través del doctor Pedro Beauperthuy, se pudo enterar
Cristofe tras su insistente interrogatorio aquel domingo día de San Luís Rey de
Francia, que la hermosa criada de la familia Le Tourneau, Carolina era una
joven muy especial. No se habló más de ella durante el almuerzo y después del
mismo, tras escanciar un par de botellas de Bordeaux, se despidieron los
Beauperthuy del joven oficial quien en vez de dirigirse a su fragata,
se fue a pie por el muelle y luego continuó por la orilla de la playa hacia la
escollera del arrecife y los acantilados donde el mar rompía creando nubes de
espuma. El día estaba soleado y sin nubes por lo que Cristofe aprovechó el
momento para recoger conchuelas, las que posiblemente pensó obsequiarle al niño
Luís Daniel. Inadvertidamente fue avanzando en los bajos hacia las esponjosas
piedras del arrecife coralino, guardando los especimenes más curiosos en el
bolso de tela que llevaba terciado. Papillón confiaba en regalarle a Luís
Daniel algunos caracoles multicolores, y en esto se distrajo durante un par de
horas sin percatarse del ascenso de la marea. Se despojó de la camisa que
guardó en el bolso cuando se lanzó a nado para llegar desde el arrecife hasta
la orilla y estuvo nadando un rato, luego lo hizo afanosamente sin poder
acercarse pues las corrientes y la resaca le arrastraban mar adentro. Decidió
entonces aferrarse a las porosas piedras del arrecife tratando de protegerse
contra el embate del oleaje vespertino. Esperó llenándose de paciencia hasta que trascurridas unas
horas el golpe de una ola le tomó desprevenido y su cabeza chocó contra las
rocas. Se abrazó adolorido a las irregulares protrusiones coralinas y las olas
le arrastraron sobre las piedras golpeando su cuerpo hasta que pensó que lo
mejor sería dejarse ir y flotar a sabiendas de que corría el riesgo de que las
corrientes lo sacaran arrastrándolo mar adentro. Cuando pensó que sería
transportado lejos de la escollera, en un instante una gran ola lo trajo de
vuelta estrellándolo contra las pierdas del arrecife. Estaba casi inconsciente
cuando creyó verla. Como en un sueño él imaginó que era el preludio de su
final. Era ella, la joven de la iglesia, y él la veía acercándose, nadaba como
un pez y comenzaba a tironear de él, quien ya había decidido entregarse y
abandonar la lucha. Se dejó llevar. Le pareció salir de las rompientes llevado
por una sirena y flotó hacia aguas más tranquilas. No sin grandes esfuerzos,
ella le arrastró hasta la orilla arenosa y allí fue donde se enteró monsieur
Papillón de que la sirenita realmente era Carolina.
Necesitaría varios días Cristofe, en su camarote de la
fragata “Nereida” para recuperarse. Ya repuesto, monsieur Papillón, alias
coquille o realmente Cristofe llegó hasta la casa de la familia Le Tourneau
para visitar a su joven sirena salvadora. Juntos pasarían horas mirándose sin
mediar muchas palabras pues ambos parecían estar seguros de que era un amor muy
grande lo que estaba naciendo entre ambos y ella pensó ilusionada que era tan
hermoso todo aquello que habría de durar para siempre. Cristofe le prometió
visitarla al día siguiente mas esa misma noche, el capitán de la “Nereida”
recibió la orden de zarpar para ir en persecución de una flotilla de naves
inglesas. Habían escapado luego de practicar actos de piratería contra un
convoy francés y al parecer los piratas se habían refugiado en la isla de San
Bartolomé. Papillón zarpó antes del amanecer sin poder despedirse de Carolina y
antes de que saliera el sol la fragata “Nereida” había desaparecido en el
horizonte. En el puerto nadie sabía que rumbo llevaban ni cuando regresarían.
Trascurrirían varios días y la joven iba al puerto y regresaba a la casa de los
Le Tourneau siempre indagando sin obtener noticias. Al comienzo ella angustiada
pensó que no volvería a ver a Cristofe, después le dieron esperanzas al decirle
alguien que la fragata se había ido tras unos piratas y que regresarían
triunfantes. Carolina muy preocupada no dormía, comía poco y todas las tardes
se iba a un risco sobre el acantilado, especie de atalaya desde donde divisaba
el horizonte a la espera de ver aparecer la ansiada nao. Iba al puerto y
regresaba a diario sin noticias, triste y desencantada. Transcurrirían más de
tres semanas y la niña comenzó a perder la esperanza. Se convenció a si misma
de que Cristofe no volvería, y que se había marchado para siempre. Un día le
trajeron noticias de que la fragata “Nereida” había naufragado, otro día
alentaban sus deseos de volverle a ver a su amado con vagas promesas, y le
decían que tarde o temprano, él regresaría. Otros le aseguraron que la fragata
se había hundido luego que unos piratas la cañonearon. Una mañana, la niña
entró en el mar de frente al sol y avanzó caminando, luego nadando y más nunca
se supo de ella. Dos semanas más tarde, la fragata “Nereida” entraba en la
bahía de Santa Rosa en la
Guadalupe y Cristofe, de Carolina solo halló las malas
nuevas, que le relataron algunos amigos y una lápida en el cementerio que le
había hecho colocar la familia Le Tourneau. La historia de aquella niña y de su
amor imposible trastornó a Papillón de Freminiville. No quiso dar más órdenes y
se encerró en su camarote donde no comía ni se aseaba hasta que decidieron
trasladarlo a Francia. Se dice que él se quedó en tierra para siempre tras
jurar no volver más nunca a la mar. En ratos de lucidez, antes de ser envuelto
por la niebla de los años, escribió un libro que fue titulado “Sobre el viaje a
la búsqueda de La Perousse”.
Si bien es posible que el niño Luís Daniel se enterase a través de las
habladurías de la gente, o por boca de su padre sobre el trágico final del
oficial francés, no hay evidencia alguna de que ya adulto supiese algo más
sobre su viejo amigo Papillón o coquille el concha, a quien él siempre
recordaría como un joven que había despertado en su niñez el interés por las
ciencias de la naturaleza.
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