El
año de la lepra
Jorge
García Tamayo, 2011
Capítulo 15
Martes 18 de julio, 1871; 7:00 pm
El cansancio ha invadido tu cuerpo en otro afanoso día
cuando regresas del trabajo sin los resultados esperados. Tras el trajín de los
enfermos y los ungüentos, del calor y de haber tenido que discutir de nuevo con
el doctor Sheringan, estás envuelto en un sopor hirviente que te obliga a
seguir allí, tumbado, nuevamente con los ojos cerrados, en un intento por
regresar a tus querencias lejanas, a tus ansias de regresar y sentirás que tal
vez puedes lograrlo en medio de la noche que se precipita sobre el río. Irás
sintiendo con el vaivén del cayuco en el ondular de las ondas del río, una
pasividad tal, cual si flotases inerme, al compás del chapoteo repetido, del
golpeteo del canalete de tu sobrino José. Él hiende las aguas pausadamente,
esforzándose por no despertarte, mansamente, y el sonido del toque ligero del
remo con la madera del casco, completa el compás, una y otra vez. El
desmadejado cansancio que te envuelve pareciera arrullarte. Relajarás entonces
los párpados ante el sueño que te asedia y confunde tus pensamientos.
Reorganizarás tus recuerdos.
Sentirás una lágrima que cosquillea sobre tu mejilla.
Lagrimearán tus ojos al rememorar la otra isla, no la del lazareto en el sitio
donde llegan a entrecruzarse los ríos Esequibo y Mazaruni, tú allí tumbado,
pensarás en la otra isla, una bajo el sol, la tuya, barrida por el viento
salobre del Caribemar y ese recuerdo pareciera de momento disipar tus miedos.
La isla de Los Santos, la que reluce con la espuma que salta entre los riscos,
cristalina, chispeante y cientos de gaviotas ruidosas van cruzando el cielo.
Sentirás encresparse el oleaje en los arrecifes, y verás la costanera de La Deseada y la orilla
arenosa de La Pequeña
Tierra, las islas hermanas de tu Guadalupe natal, refulgiendo
bajo el sol. Entonces te sentirás extasiado ante un mar verde como un cañamelar
ondulante que se pierde en el horizonte, allá lejos, muy lejos, tantos años
atrás… En el fondo del bote, estás con lo ojos cerrados, apretados y volverás a
verlo todo, como si fuese ayer. Allí estará él, sonriente, tu amigo, monsieur
Papillón, el coquille, Cristofe Paulin de Freminiville. Mariposas azules con
arabescos negros y polvo dorado sobre sus frágiles escamas, y las verás mover
sutilmente su aparato bucal, filiforme… Mariposas rojas bordeadas por encajes
negros y chispas de oro, las antenas, sus ojos… Los alfileres sobre la mesa de
tu habitación. Clavadas ellas, brillando allí bajo la luz solar que penetra por
el ventanal. Te asomarás para admirar a lo lejos los farallones del acantilado
y volverás a ver la espuma en las coralinas rompientes y las gaviotas en un
cielo azul añil sin una sola nube… Tu isla. Aceptarás echado en el fondo del
bote mientras simulas dormir, que sin duda alguna, fue Cristofe quien insufló
en ti la idea de estudiar los misterios de la naturaleza. Aleteaban chillando
las gaviotas, revoloteando sobre los veleros y las chalupas de los pescadores
en la bahía de Santa Rosa, cuando te verás tú mismo, niño, de la mano de tu
padre, paso a paso acercándose hasta la fragata “Nereida”, la del banderín
flotando. Tremolantes, verticales, tres colores en el palo mayor. Volverás a
subir al puente con tu padre y será ese el día cuando conocerás a monsieur
Papillón. Como un torrente los recuerdos fluirán en la noche de tus ojos
cerrados y se hará la luz nuevamente, espejeante sobre las cajas con las tapas
de cristal, plenas de mariposas y los alfileres sosteniéndolas con sus alas
multicolores, ellas clavadas sobre las tablillas con su nombre escrito en letra
cursiva. Escucharás la risa explosiva del joven oficial y te estremecerás al
recordar las carcajadas del buen amigo de tu padre, monsieur Papillón, siempre
dispuesto a enseñarte los secretos de los pequeños seres, animales…
Aquellos misterios que para ti comenzarían con las
mariposas, centenares de ellas por las que precisamente él había ganado su
apodo, y tú, te iniciarías en aquel mundo maravilloso bajo su tutela. La
colección de insectos y después vendrían las conchuelas marinas. Tan solo eras
un niño cuando los insectos se transformarían para ti en una verdadera pasión.
Sentirías un irrefrenable deseo por aprender todo cuanto el segundo oficial de
la fragata “Nereida” te pudiese enseñar. Rememorarás como a tan temprana edad,
no solo aprenderías los complejos nombres de la colección de lepidópteros,
decenas de hermosas mariposas con sus nombres latinos, sino que más allá,
regresarán a tu memoria las complejas denominaciones de las conchuelas marinas
y tu afán por buscarlas en la orilla del mar para clasificarlas con tu amigo,
el experto oficial francés. Almejas,
ostras, mejillones, y caracolas que aprendiste a denominar, como la crepidula
fornicata, la calliostoma zizyphinun, las constrictas y las ventricosas,
nombres estos que te señalaba el oficial Papillón quien todo lo sabía sobre las
conchuelas del Mar Caribe y gracias a las cuales
gozaba entre los marineros y los oficiales de su otro
apodo, “monsieur
coquille”.
Debo creer que realmente fue su amistad inicial con el Señor de
Fremiville lo que llevó a Luís Daniel a ser un apasionado
investigador. Por eso creo debo ampliar dentro de la historia del médico de
Cumaná, algunos datos sobre la
vida de aquel suboficial de fragata, Monsieur Papillón.
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