jueves, 22 de mayo de 2014

Capitulo 19 de la novela "El año de la lepra"



El año de la lepra
Jorge García Tamayo, 2011

Capítulo 19
Vuelvo a escribir sobre el hombre, que sintió una pasión arrolladora por hacer investigación y estudió con su microscopio muchas evidencias de cuales podrían ser las causas de las enfermedades. Siempre confió en que podía luchar contra un terrible mal, un flagelo bíblico, la lepra. Con una obsesionante idea estimulada por años de trabajo y dedicación, llegó a alejarse de todo cuanto tenía, en la seguridad de que podría acabar con una enfermedad que a juicio de todos era un mal inaccesible y que hacía de sus enfermos unos parias de la sociedad.

Durante muchos años ejerciste la medicina en Cumaná, por lo que te calificaron como “el médico” de aquella ciudad. Cumaná había reducido su población que en 1802 era de 26.000 almas, a unas 12.000 para el año 1826, esto por migración de sus habitantes hacia Caracas y otras provincias de manera que para el año del terremoto, 1853 tenía entre seis y siete mil habitantes. Fueron aquellos años de guerras, años de epidemias y compromisos de trabajo. También fueron años durante los cuales maduraste tus investigaciones sobre el origen y las consecuencias de las enfermedades en el trópico. Años de estudiar mirando por el microscopio y de realizar experimentos recabando evidencias epidemiológicas. Años de analizar los casos de enfermos con diversos males hasta ir desechando la vigente teoría aquella sobre los vahos procedentes de los pantanos, y dejaste de creer en la teoría miasmática, convencido por tus experiencias personales, entre otras cosas, de que los insectos eran capaces de transmitir muchos de los males que afectaban a los humanos. Años de escribir para comunicar tus hallazgos, que también fueron años de grandes decepciones. Tu teoría sobre la transmisión de la fiebre amarilla por el mosquito de patas blancas, fue publicada en la Gaceta Oficial de Cumaná en 1853, tan solo un año después del terremoto. Después del terremoto y de las epidemias que asolaron la ciudad de Cumaná volviste a enfrascarte en el estudio de los mosquitos. Dibujaste detalladamente el responsable, el patas blancas, culpable de inocular el germen causal del “vomito negro”, la fiebre amarilla. No te bastó este informe local ni la insistencia para lograr el uso de los mosquiteros y otras medidas sanitarias. Enviaste tus resultados a la Academia de Medicina de París y no te creyeron. Publicada en Francia, la teoría insectil sobre la transmisión de la fiebre amarilla prontamente sería desechada. 

El amarillo translúcido del resplandor solar agonizante creará un arco iris en tus ojos soñolientos cuando se acercan las sombras de la  noche y tú regresas de la isla Kaow. Es un lunes, el 23 de julio del año 1871, y son casi las siete de la noche, pero tú prefieres cerrar los ojos y pensar un rato… Te dejarás llevar hociqueando en los vericuetos de tu mente y mientras afuera se explaya la oscurana, empantanándose en un atardecer que va circunvalándote, y pareciera crecer brillante dentro de ti. Se hace luz compacta y grumosa dentro de tus ojos, muy apretados que tratarán de evadirla, pero va espesándose y la verás crecer ante ti, emborronándote por dentro en tanto tú sabes que va amontonándose en la proa, granular, rodea tu cráneo, un aura envolvente, cual dorada bruma que se extiende por la superficie del río, irisada, cabrilleante cómo una pátina de oro, mientras tú al entreabrir los párpados intentarás
pensar en otras cosas, y con esfuerzos lograrás atisbar a lo lejos la casa de madera cubierta de palmas, la que aguarda por ti, en la margen opuesta y pensarás en Inés, desaparecida para todos, en tu Ignacia, tan lejana, ella sí, tal vez esperará por ti, allá lejos, muy lejos, en tu casa, algún día, en tu tierra… Parecerá como si los destellos se fuesen regodeando en tu mente ante los estridores del atardecer. Se filtran los reflejos entre palmares lejanos. Una nube de zancudos susurrante quiere cubrirte mientras se agita fluctuante, todo se va haciendo noche densa y cesarán los destellos y por asociación de ideas, tú pensaste en los tipularios,  los de las patas blancas, patas rayadas, y los pequeñines jejenes que se atrevían a bajar para intentar clavarte sus lanzas… Entonces recordaste los viejos tiempos cuando persististe en el esfuerzo para demostrar que los insectos transmitían la fiebre amarilla y nadie quiso creerte.
Sería a raíz de la epidemia de paludismo desatada después del terremoto del año 1853 cuando comenzarías a mirar con obsesivo detenimiento la vida de los zancudos. Habías detectado ya las diferencias de aquellos cuyas larvas flotaban verticales con los que poseían las larvas casi horizontales. Tenías el agua en depósitos que mirabas con detenida emoción, les seguías su curso, su evolución y cuando ya eran capaces de volar capturabas a los pequeñines, los más oscuros, y luego, separabas a los otros, los de las patas rayadas de blanco, aquellos otros mosquitos, todavía sin haber salido a alimentarse de sangre. Pero eran especialmente los zancudos cargados de sangre, los que más te interesaban y los atraparías para examinarlos con mayor detenimiento. Los miraste concienzudamente, analizando sus características en tu microscopio Chevalier. Capturarías a los tipularios dípteros de cuerpo alargado, y a todos los zancudos, sin consideración alguna, los destriparías. Serían tantos los insectos tipularios que llevarías a tus vidrios de reloj y a tus platinas de vidrio bajo el objetivo, para reventarlos y extenderlos sobre las láminas. Largas horas durante semanas enteras demorarías para poder observar detenidamente bajo las lentes del microscopio la sangre humana y los restos del aparato bucal y de las tripas de los mosquitos, irías tras las pistas sobre la causa del mal aíre, malarie, la malaria. No tardaste mucho en dar con la clave. Lo hiciste una realidad al entender que en esos insectos estaba la razón de ser, la causa, el germen capaz de provocar las fiebres cuartanas, las tercianas, y toda la clínica del paludismo. Una original teoría te vino a la mente al pensar que bien podrían estos insectos ser los responsable de las fiebres hemoglobinúricas. Lo dijiste para ti, convencido ya, de que indudablemente alguno de ellos tendría que ser el causal del vómito negro. Aquella era la más temida enfermedad, la gente la denominaba también, fiebre amarilla, por el tinte de la piel y las mucosas, intenso, azafranado, algunas veces los enfermos tomaban el color de la flor del abrojo. Tus observaciones por escrito sobre estos males y el papel de los tipularios no se hicieron esperar. Fuiste más allá, al elaborar las sugerencias e ideas que permitirían hacer el intento de controlar las epidemias una vez adquirida la enfermedad, para evitar la dispersión de la misma en los pueblos y las ciudades. En tal sentido, fuiste tú mismo quien propuso la eliminación de los depósitos de agua que eran propicios a la cría y proliferación de los zancudos y sobretodo obligaste a tus enfermos al empleo de los mosquiteros para impedir las picaduras de los zancudos y la transmisión de todos estos males. Los tratamientos a base de quinina, el control de los vómitos, y tus ideas de tipo sanitarias, fueron geniales. Por ellas luchaste en tu labor como médico de Cumaná. Tantos esfuerzo y la pasión de tu vida, la investigación y tu conocida bondad y dedicación para con los pobres y los más enfermos, sin duda alguna fueron las características de tu lucha contra las enfermedades. Intentaste ayudar a quienes desafortunadamente ya  habían entrado en el ciclo de todos aquellos males donde los zancudos habían fungido como los trasmisores. Después decepcionado tras los años de silencio e indiferencia, decidirías irte por una temporada a la península de Araya y volverías a hacerte cargo de las salinas, un oficio que habías aprendido de tu viejo padre, allá en las islas de Guadalupe y San Martin. Todo había sido realidad y ahora, tendido en el fondo de una lancha y bajo una nube de jejenes, presentiste que habías perdido gran parte de tu tiempo y que la vida comenzaba a ir muy rápidamente sin que tuvieses posibilidad alguna de volver atrás. Los planteamientos de Luís Daniel Beauperthuy sobre la fiebre amarilla, comenzaron por ser publicados en la Gaceta Oficial de Cumaná, a partir del año 1867 y fueron recopilados por él en su monografía titulada Travaux Scientifiques (TrabajosCientíficos). Estas obras, junto a los positivos resultados obtenidos con la aplicación de su método de curación en los pacientes cumaneses, contribuyeron a divulgar su fama, finalmente, en esta etapa tardía de su existencia. De hecho, desde distintos puntos de Venezuela y otras naciones, entre ellas de las islas de Trinidad y Tobago llegaron pacientes, los cuales veían en Beauperthuy su única esperanza de eliminar de sus cuerpos aquel mal. También, en varias oportunidades, fue llamado de las ya referidas islas para que atendiera personalmente algunos casos. A esto debe agregarse que en aquella época, su interés en el tratamiento de la lepra y sus ofertas de ayudar de su propio peculio a los pacientes leprosos llevó a que el gobierno de Cumaná lo designara como médico jefe del Hospital de Lázaros de aquella ciudad.

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