El año de la lepra
Jorge García Tamayo, 2011
Capítulo 19
Vuelvo a escribir sobre el hombre,
que sintió una pasión arrolladora por hacer investigación y estudió con su
microscopio muchas evidencias de cuales podrían ser las causas de las
enfermedades. Siempre confió en que podía luchar contra un terrible mal, un
flagelo bíblico, la lepra. Con una obsesionante idea estimulada por años de
trabajo y dedicación, llegó a alejarse de todo cuanto tenía, en la seguridad de
que podría acabar con una enfermedad que a juicio de todos era un mal
inaccesible y que hacía de sus enfermos unos parias de la sociedad.
Durante muchos años ejerciste la medicina en Cumaná, por
lo que te calificaron como “el médico” de aquella ciudad. Cumaná había reducido
su población que en 1802 era de 26.000 almas, a unas 12.000 para el año 1826,
esto por migración de sus habitantes hacia Caracas y otras provincias de manera
que para el año del terremoto, 1853 tenía entre seis y siete mil habitantes.
Fueron aquellos años de guerras, años de epidemias y compromisos de trabajo.
También fueron años durante los cuales maduraste tus investigaciones sobre el
origen y las consecuencias de las enfermedades en el trópico. Años de estudiar
mirando por el microscopio y de realizar experimentos recabando evidencias
epidemiológicas. Años de analizar los casos de enfermos con diversos males
hasta ir desechando la vigente teoría aquella sobre los vahos procedentes de
los pantanos, y dejaste de creer en la teoría miasmática, convencido por tus
experiencias personales, entre otras cosas, de que los insectos eran capaces de
transmitir muchos de los males que afectaban a los humanos. Años de escribir
para comunicar tus hallazgos, que también fueron años de grandes decepciones.
Tu teoría sobre la transmisión de la fiebre amarilla por el mosquito de patas
blancas, fue publicada en la
Gaceta Oficial de Cumaná en 1853, tan solo un año después del
terremoto. Después del terremoto y de las epidemias que asolaron la ciudad de
Cumaná volviste a enfrascarte en el estudio de los mosquitos. Dibujaste
detalladamente el responsable, el patas blancas, culpable de inocular el germen
causal del “vomito negro”, la fiebre amarilla. No te bastó este informe local
ni la insistencia para lograr el uso de los mosquiteros y otras medidas sanitarias.
Enviaste tus resultados a la
Academia de Medicina de París y no te creyeron. Publicada en
Francia, la teoría insectil sobre la transmisión de la fiebre amarilla
prontamente sería desechada.
El amarillo translúcido del resplandor solar agonizante
creará un arco iris en tus ojos soñolientos cuando se acercan las sombras de
la noche y tú regresas de la isla Kaow.
Es un lunes, el 23 de julio del año 1871, y son casi las siete de la noche,
pero tú prefieres cerrar los ojos y pensar un rato… Te dejarás llevar
hociqueando en los vericuetos de tu mente y mientras afuera se explaya la
oscurana, empantanándose en un atardecer que va circunvalándote, y pareciera
crecer brillante dentro de ti. Se hace luz compacta y grumosa dentro de tus
ojos, muy apretados que tratarán de evadirla, pero va espesándose y la verás
crecer ante ti, emborronándote por dentro en tanto tú sabes que va
amontonándose en la proa, granular, rodea tu cráneo, un aura envolvente, cual
dorada bruma que se extiende por la superficie del río, irisada, cabrilleante
cómo una pátina de oro, mientras tú al entreabrir los párpados intentarás
pensar en otras cosas, y con esfuerzos lograrás atisbar a
lo lejos la casa de madera cubierta de palmas, la que aguarda por ti, en la
margen opuesta y pensarás en Inés, desaparecida para todos, en tu Ignacia, tan
lejana, ella sí, tal vez esperará por ti, allá lejos, muy lejos, en tu casa,
algún día, en tu tierra… Parecerá como si los destellos se fuesen regodeando en
tu mente ante los estridores del atardecer. Se filtran los reflejos entre
palmares lejanos. Una nube de zancudos susurrante quiere cubrirte mientras se
agita fluctuante, todo se va haciendo noche densa y cesarán los destellos y por
asociación de ideas, tú pensaste en los tipularios, los de las patas blancas, patas rayadas, y
los pequeñines jejenes que se atrevían a bajar para intentar clavarte sus
lanzas… Entonces recordaste los viejos tiempos cuando persististe en el
esfuerzo para demostrar que los insectos transmitían la fiebre amarilla y nadie
quiso creerte.
Sería a raíz de la epidemia de paludismo desatada después
del terremoto del año 1853 cuando comenzarías a mirar con obsesivo detenimiento
la vida de los zancudos. Habías detectado ya las diferencias de aquellos cuyas
larvas flotaban verticales con los que poseían las larvas casi horizontales.
Tenías el agua en depósitos que mirabas con detenida emoción, les seguías su
curso, su evolución y cuando ya eran capaces de volar capturabas a los
pequeñines, los más oscuros, y luego, separabas a los otros, los de las patas
rayadas de blanco, aquellos otros mosquitos, todavía sin haber salido a
alimentarse de sangre. Pero eran especialmente los zancudos cargados de sangre,
los que más te interesaban y los atraparías para examinarlos con mayor detenimiento.
Los miraste concienzudamente, analizando sus características en tu microscopio
Chevalier. Capturarías a los tipularios dípteros de cuerpo alargado, y a todos
los zancudos, sin consideración alguna, los destriparías. Serían tantos los
insectos tipularios que llevarías a tus vidrios de reloj y a tus platinas de
vidrio bajo el objetivo, para reventarlos y extenderlos sobre las láminas.
Largas horas durante semanas enteras demorarías para poder observar
detenidamente bajo las lentes del microscopio la sangre humana y los restos del
aparato bucal y de las tripas de los mosquitos, irías tras las pistas sobre la
causa del mal aíre, malarie, la malaria. No tardaste mucho en dar con la clave.
Lo hiciste una realidad al entender que en esos insectos estaba la razón de
ser, la causa, el germen capaz de provocar las fiebres cuartanas, las
tercianas, y toda la clínica del paludismo. Una original teoría te vino a la
mente al pensar que bien podrían estos insectos ser los responsable de las
fiebres hemoglobinúricas. Lo dijiste para ti, convencido ya, de que
indudablemente alguno de ellos tendría que ser el causal del vómito negro.
Aquella era la más temida enfermedad, la gente la denominaba también, fiebre
amarilla, por el tinte de la piel y las mucosas, intenso, azafranado, algunas
veces los enfermos tomaban el color de la flor del abrojo. Tus observaciones
por escrito sobre estos males y el papel de los tipularios no se hicieron
esperar. Fuiste más allá, al elaborar las sugerencias e ideas que permitirían
hacer el intento de controlar las epidemias una vez adquirida la enfermedad,
para evitar la dispersión de la misma en los pueblos y las ciudades. En tal
sentido, fuiste tú mismo quien propuso la eliminación de los depósitos de agua
que eran propicios a la cría y proliferación de los zancudos y sobretodo
obligaste a tus enfermos al empleo de los mosquiteros para impedir las
picaduras de los zancudos y la transmisión de todos estos males. Los
tratamientos a base de quinina, el control de los vómitos, y tus ideas de tipo
sanitarias, fueron geniales. Por ellas luchaste en tu labor como médico de
Cumaná. Tantos esfuerzo y la pasión de tu vida, la investigación y tu conocida
bondad y dedicación para con los pobres y los más enfermos, sin duda alguna fueron las características de
tu lucha contra las enfermedades. Intentaste ayudar a quienes
desafortunadamente ya habían entrado en
el ciclo de todos aquellos males donde los zancudos habían fungido como los
trasmisores. Después decepcionado tras los años de silencio e indiferencia,
decidirías irte por una temporada a la península de Araya y volverías a hacerte
cargo de las salinas, un oficio que habías aprendido de tu viejo padre, allá en
las islas de Guadalupe y San Martin. Todo había sido realidad y ahora, tendido
en el fondo de una lancha y bajo una nube de jejenes, presentiste que habías
perdido gran parte de tu tiempo y que la vida comenzaba a ir muy rápidamente
sin que tuvieses posibilidad alguna de volver atrás. Los planteamientos de Luís
Daniel Beauperthuy sobre la fiebre amarilla, comenzaron por ser publicados en
la Gaceta Oficial de Cumaná, a partir del año 1867 y fueron recopilados por él
en su monografía titulada Travaux Scientifiques (TrabajosCientíficos). Estas obras, junto a los positivos resultados obtenidos
con la aplicación de su método de curación en los pacientes cumaneses,
contribuyeron a divulgar su fama, finalmente, en esta etapa tardía de su
existencia. De hecho, desde distintos puntos de Venezuela y otras naciones,
entre ellas de las islas de Trinidad y Tobago llegaron pacientes, los cuales
veían en Beauperthuy su única esperanza de eliminar de sus cuerpos aquel mal.
También, en varias oportunidades, fue llamado de las ya referidas islas para
que atendiera personalmente algunos casos. A esto debe agregarse que en aquella
época, su interés en el tratamiento de la lepra y sus ofertas de ayudar de su
propio peculio a los pacientes leprosos llevó a que el gobierno de Cumaná lo
designara como médico jefe del Hospital de Lázaros de aquella ciudad.
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