Fragmento del Capítulo VII
de la novela
“La Peste Loca”
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En aquella época llegaron los chimbangleros, los sambeniteros y los
sanviteros, todos con ese merequetén de bailar al santo para auyentar la peste.
No era loca ni era de bestias, quizás por eso vos los veías descender desde el
Cerroeloscachos y del Nuevomundo, de los Altos de Jalisco, de la Pomona, de por La Limpia, La Curva y las Playitas, por la CañáeMorillo y hasta
del Empedrao allá por Santa Lucía. Venían con la cantaletica de "San
Benito cayó, en la puerta mayor, se rompió la cabeza, con un plato de
arroz". Arroz con leche y arroz con coco. Venían sucios, cubiertos de
cenizas, ¡con una pintaelocos!, vestidos con bartolas suplicando perdón,
mesándose los cabellos, jalándose y tironeándose las parraguerras como si
estuvieran de huevito, emollejaitos de bola, como si el coco les patinara, con
chivo o con iguana, siempre en coco. Venían con sogas en el pescuezo,
curricanes en el cuello, pitas en el cogote, más sucios que el siruyo. Con
velas y relicarios, azotándose hasta sacarse la chicha, correazos sobre ellos
mismos y dándole a los demás. Querían expiar las culpas creyendo que el mal era
un castigo del cielo, venían repartiendo, dame, a mí, ¡dame dame más!, dale más
duro, ¿queréis maduro?, y juápiti y zácata y así por las calles, largando el
forro, levantando un polveroloco, y con ese pocoteeperros que se les pegaban
atrás. Venían esgañitándose, cantando, perdoná a tu pueblo señor, misericordia,
no estéis eternamente enojado. Venían en un verdadero rebullicio, ese que
mantenía el barón Giles a su alrededor, ¿Mengiles? Mesie Giles, sí, el
sirviente del Señor. Los clérigos de la colegiata, los diáconos, los
coadjutores, los vicarios, capellanes y monaguillos, corrieron, la paloma
estaba en las alturas. Venid y vamos todos, ninguno parecía saber nada, todos
prestos para proteger y defender del fuego las almas de sus fieles, ¡y Giles
como el Esculapito!, eran unos barones santificados, ¡las vainas del poder!,
ellos defendían el pellejo de sus allegados, eran como doscientos fieros
caballeros, los felices, ¿felinos?, con sus respectivos criados, pajes,
alabarderos altimarinos y sus respectivos espalderos, ¡perdón!, digo,
escuderos, ¡los doce del patíbulo se quedaron pendejos! Al anochecer el
castillo de Champtocé se bañaba en sangre. ¡Es plash! Miraflores menstrual.
Entonces fue cuando aparecieron los flagelantes. ¡Juápiti, flíquiti y zuácata! Venían
en un solo cardumen, embartolaítos, como una onda epidémica, ellos eran, ¡que
locura!, eran la propia peste, una miasmita, parecían verdaderos mamarrachos,
algunos disfrazados hasta de curas, otros de gorra militar, había mancos,
quebraítos con su popora atrás, enanos, tuertos virolos, tullíos, escrofulosos,
machetepandos, se colearon algunos leprosos de contrabando, unos venían con la
chingolita y otros con la pata coja, varicosos, maricosos, mocosos, ociosos y
bastantes morbosos. Eran los simuladores. Ya viene la plaga, cantaban unos, nos
gusta bailar aullaban otros, venían bailando al son que les tocaban, unos
parecían ser víctimas del rascabucheo, se estremecían brincando, parecía ser
por la piquiña, con movimientos desesperados, exagerados, eran una propia turba
de suplicantes, esguañangándose para lograr el perdón divino, algún iluso,
probablemente soñando con acceder a la torcaza del Señor, muchos religiosamente
convencidos de que con la penitencia lograrían algún subsidio, aunque fuese con
la Beneficencia,
o del pote sin fondo del hipódromo, o manque sea un pisito en el complejo Juan
Veintitrés, ¡que de valor!, había que verle la cara a esa remollejamentasón de
locos, hasta cienmil, bueno como unos quinientosmil más o menos, e iban de
pueblo en pueblo, de casa en casa, repitiéndole las mismas vainas a todos,
¡pero con una ilusión del carajo!, ¡la torcaza nos sacará de abajo!, ¡y ese
tambor!, dale que dale, los chimbangles sonando, culoepuyas, kukurbatas, minas
y hasta bongós. ¿Y los látigos? No te me vayáis a olvidar de los bejucos, con
agujetas, corozos, cascajos, con alfileres, hasta con alpitas los arreglaban y
juqui y juaqui, con pepas de guásimo, los más suaves, ¿vos me entendéis?,
¡dándose fleje mano!, y de vez en cuando a cualquiera le daba un patatús, era
por el sol!, soponcio, hasta un tabardillo les podía entrar a esos pobres
cristianos, venían envueltos en aquella ola de calor, pero ellos palante con el
entierro y se sacaban los chisguetes, los pedazos, los trozos, estrozaos iban
quedando. Venían en una sola lamentadera, suplicando y pidiendo perdón, querían
los cobres y pedían misericordia, ¡era mucha la necesidad mi hermano!, bueno
daban más funciones que el Variedades, y fuete y fuete. En realidad, se
quejaban más que camión de cochinos, ni que decir de aquel perfume, puro
berrenchín, butacón de tullío, bragueta de loco, era lógico porque, ¿como se
iban a bañar?, vos te podéis figurar el olorcito tropical, sin cambiarse los
sayones, durante semanas escuchando letanías y sermones, en aquel sofoco.
Terminaban por llegar al sitio, arribaban a la ciudad de fuego,
¡resplandeciente y fulgurante la sultana del lago! Eso sí, abajo de las matas
de mango, de nísperos y de mamones, estaban los vendedores de cepillado, los
chicheros, el de la horchata y el de la vitamina, los buhoneros, tipos raros
con cucuruchos en la cabeza, con boinas terciadas, con cachuchitas y pañuelos
de colores, algunos lucían cristinas, otros con chisteras, venía el empanadero,
el cafecero, un mandoquero, el proveedor, el distribuidor, el vendedor de
pitillos, un montón de poleros, por el calor ya sabéis, aquello era una
ventolera, parecía venir del mismísimo cipote viejo, sin ton ni son. Tuvieron
que llegar los señores banqueros a tomar cartas en el asunto, a todos los compraremos,
y les dijeron, gendarme necesario maifren, eso fue lo que les propusieron, y
entretanto le hacían carantoñas a las gorritas, en realidad les ofrecían todo
el dinero del mundo, money para tenerlos tranquilos, dólares para las cúpulas,
aplacados ellos, ¡a organizar la fiesta! La cosa cambió radicalmente. Timbales,
tamboreros, charrasqueros, furreros, la tambora y el cuatro, ¿como es?, el
güiro vos sabéis, guapachosos, con una rochelita, merecumbiando y al ratico
aparecieron unos vallenatos, llegaron con sus porros acordoniando, siempre con
la cumbiamba, con un verdadero samplegorio montado, como que si todo lo que
estaba aconteciendo fuese una sola mamaderitaegallo. Los doctores, los
expertos, los investigadores, los que examinaban el humor colérico y el
flemático, el sanguíneo y el melancólico, solo decían "parchos",
ponémele parchos porque ya le llegaron al serote. Parchos sí, y no
vulcanizados, parchos porosos, en la barriga, en las costillas, de caraña en el
ombligo o de tacamahaca, pero parchos. Algunos con más interés en la madre
natura, olían las brisas para interpretar lo que les llegaba desde las
fosforescencias del lago, juraban que con la paloma emparejada podrían contar,
con el Escula de parejo, estaba bien dotada, pero ¡queva mijo!, vana ilusión,
amor de lejos, eneaconrinquicalla, les caería hasta coquito. Humo color zapote
venido del Tablazo y pescados con más mercurio que un termómetro, eso era lo
que obtenían en la ciudad de fuego. Los galenos hubiesen recetado sanguijuelas,
sangrías para el desaguadero, pero, pobre Hipócrates, se fueron por la línea de
los purgantes. Un delicioso, tamarindo sin pepas, aceite de ricino, un
kiloesulfato, y si la gusanera era muy vermichélica les daban leche de
Higuerón. Así andaba la gente, regresando a las hierbas aromáticas porque ya,
¡ni con las lavativas!, telas de araña tenían obstruyéndoles el tracto
gastrointestinal, y si veían un hinchón, ¡sangría y cauterio!, no conocían del
tratamiento quirúrgico de los bubones, puro emplasto caliente, sinapismos, azufre,
vinagre, miel de abejas, cuernoeciervo, polvo de unicornio, al del cachito
torneado me refiero, e igualmente usaban polvos de antimonio del que espanta al
diablito, los otros polvitos, los blancos, de lavar y de aspirar, penetraban a
raudales sin récipe médico. La medicina simplificada y la familiar como la
botella grande, estaban fuera del perol, pero de la prevención ni hablar.
Naiboa, que es la misma ensaimada. Por eso es que yo digo, estimado diputado,
concañebrio. ¿Que más queréis?
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