El año de la lepra
Jorge García Tamayo, 2011
Capítulo 23
En 1850, Luís Daniel tenía 43 años y
había sido designado Profesor de Anatomía en los cursos de Ciencias Médicas del
Colegio Nacional de Cumaná, dos años después, en 1852, fue nombrado Inspector
Químico de las Minas de Carúpano, y en 1857, Napoleón lo designó Agente
Consular de Francia en la ciudad de Cumaná, una ciudad donde la lepra era
endémica, y que había sido parcialmente destruida por un violento terremoto en
julio del año 1853. En ella, secuencialmente se dieron terribles epidemias de fiebre
amarilla y de cólera y Luís Daniel Beauperthuy se transformó en un incansable
luchador contra las adversidades que aquejaban a los cumaneses.
El “medico de Cumaná” ejerció la
medicina no solo en los hospitales, iba de casa en casa en su yegua viendo
enfermos e instruyendo medidas sanitarias. Como si esto fuese poco, la ciudad
primogénita de América conmocionada el año 1859 por los enfrentamientos de la Guerra Federal tuvo
a “el médico de Cumaná” involucrado en todas las acciones de guerra enfrentando
la necesidad de tratar a decenas de heridos por armas de fuego y curar y ampurtar
a pacientes mutilados. Estas actividades asistenciales de Luis Daniel, contribuyeron a acrecentar su
prestigio, motivo por el cual en 1863, le fue otorgado, el cargo de Médico de la Junta Central de
Sanidad y en los años siguientes, sucesivamente fue nombrado de Médico del
Hospital Militar de Cumaná en 1864 y Médico de los Pobres y Desvalidos en 1865. La tarde que precedió al terremoto
fue descrita por Luís Daniel de esta manera:
“El astro del día desapareció detrás de una cortina de
púrpura y sangre, iluminando con sus últimos
reflejos un cuadro que no es dado a ninguna voz
describirlo. Esa magnificencia de la naturaleza, este espectáculo
lleno de una deslumbrante grandeza que atrajo la
admiración de las multitudes maravilladas, no
era más que el preludio de siniestras catástrofes; la
naturaleza no embelleció con tanto esplendor la morada
del hombre más que para cubrirla de ruinas y de duelo”.
Luís Daniel tenía tan solo 46 años,
en los días del terremoto y de las epidemias desatadas en Cumaná y quizás por
ello, al comunicar sus hallazgos a la Academia de Ciencias de Francia fue considerado
demasiado joven para ser tomado en cuenta como científico por sus colegas
académicos. Decepcionado, el doctor Beauperthuy decidió dedicarse al febril y
apasionante trabajo de explotar las salinas de Araya. Hizo construir estanques
y utilizó métodos que había visto emplear a su padre en las salinas de San
Martin hasta lograr en 1856 por primera vez en nuestro país, una sal limpia,
pura y blanca. Aquellas veleidades de investigador ambulante con su microscopio
a cuestas, en mula, de pueblo en pueblo, parecían haber sido dejadas detrás en
el pasado y no obstante, su afán de investigador no perecía y sin cesar
persistía en describir sus observaciones. Así fue como, a pesar de sus
múltiples ocupaciones, él continuaría enviando sus observaciones a la Academia de Medicina de
Paris y publicando sus resultados en algunas
revistas del área del Caribe.
Tan solo un año antes de tu estadía en la isla Kaow, en
1870, cuando los médicos de la vecina isla de Trinidad conocieron de tus
experimentos con los enfermos de lepra, fuiste notificado en una comunicación oficial
por el gobierno británico. Seguros ellos de tu dedicación y tus aciertos,
decidieron aceptar tu propuesta. El médico de Cumaná, el bien conocido doctor
Beauperthuy, merecía ser ayudado. Eso te dijeron al aceptar que pudieses
continuar tus investigaciones en el territorio de la Guayana Británica.
Cualquier cosa valdría la pena en la búsqueda de una curación para la lepra. Te
habían planteado la creación de un hospital experimental para leprosos en una
isla en medio del río Esequibo y tú aceptaste la idea. La oportunidad era
envidiable pues te aseguraron que el leprocomio estaría totalmente bajo tu
dirección, aislado en la pequeña isla, ubicada frente a Bartica Point en el río
Esequibo. Pensaste que podrías trabajar allí con tranquilidad. Pocos días
después de tu llegada ya te habías familiarizado con los enfermos. Aunque las
cosas no habían resultado exactamente como te las habían propuesto, aceptaste las
situaciones del lazareto y te sobrepusiste a algunos desacuerdos con sus
autoridades previamente designadas por el gobierno británico, en la seguridad
de que esta sería tu última esperanza para comprobar la eficacia de tus
propuestas terapéuticas para el mal de Lázaro.
Las aguas de los ríos Mazaruni y Esequibo fluyen hacia el
mar, y tú imaginabas que eran los ríos como la vida, como tus pensamientos,
esos que iban hacia un mar inmenso, difuminado, un horizonte sin fin,
emborronado en brumas que no terminaban de ayudarte a esclarecer el sentido de
tu vida. Para ti, el tiempo transcurría inexorable. En ocasiones creerás que
pasan tan lentamente los días y las noches, que quizás es por ello que no
lograrás apreciar los progresos de tus medicamentos, sus beneficios en la vida
y la salud de tus pacientes. Sin cambios aparentes, lo escribes a diario en los
informes, y muchas veces llegas a exasperarte por lo pausado de la desaparición
de las alteraciones en la piel de algunos enfermos. A pesar de la minuciosa
atención que les dedicas, para tu desconsuelo, siempre existen casos en los que
no consigues detectar mejoría alguna. Otros pacientes que te han encomendado en
la isla, mostraban lesiones que estaban ya demasiado avanzadas, algunos en
diferentes etapas y al llegar hallaste varios casos de seres humanos viviendo
en aquel degredo, quienes ni siquiera, en tu opinión, padecían de lepra.
Desde hace ya muchos años, has visto con dolor los
padecimientos, las mutilaciones y demás horrores de la terrible enfermedad en
los leprosos. Ahora, en el pequeño hospital de la isla Kawo, percibes el olor de
una mezcla de aceite alcanforado, deyecciones, cloroformo y nubes de creolina.
Todos estos olores saturan los ambientes del pequeño hospital. En las tardes,
cuando regresas a tu casa en la ribera del río, después de cenar frugalmente,
te sientas a escribir, como si el día de trabajo no tuviese final. Mientras tu
sobrino José ha salido a caminar, tú escribes y te detienes a escuchar los
platos en la habitación contigua, la cocina que es el reino de Lorencita quien
te ha ofrecido una cena con pescado, plátanos, yuca y guarapo de piña. Luego,
ya en tu habitación enciendes una vela de sebo que está clavada sobre una
palmatoria, te sientas y organizas los papeles. Piensas un momento, e
introduces la pluma en el tintero para con tu cuidadosa caligrafía escribir…
“La cauterización
con el aceite de anacardo sobre las partes afectadas de manchas tuberculosas,
de tubérculos y de infiltraciones albuminosas determina la hinchazón de la piel,
la erupción herpética y la exudación abundante de un fluido filante y viscoso
de color blanco sucio u opalino el cual, desecándose, se concreta en chapas
espesas, morenas, amarillentas o verdosas que se exfolian y se caen”…
Te detienes un momento a pensar si acaso ese efecto
pudiese realmente perdurar en el tiempo y si como pareciera en algunos enfermos
reaparecerían las infiltraciones dérmicas. Ya has visto varios casos donde tras
el nitrato de plata y el efecto del aceite de anacardo, las lesiones brotaban
al transcurrir muchos meses. Lo piensas y retomas la pluma y la remojas en el
tintero para continuar escribiendo. “La
cauterización repetida termina por sanar la piel y la enfermedad desaparece”.
Vas dejando en tus notas escritas, un diario con las evidencias en detalle
sobre la evolución de las lesiones de la lepra de los nervios y sus
mutilaciones que constituyen verdaderas gangrenas secas, relatarás como caerán
en trozos dedos y orejas. Cual hojas secas de los árboles, escribes y gráficamente
lo expresas diciendo que los tejidos se desprenden en pedazos, y de cómo se
irán quedando los despojos y las carnes esfaceladas, envueltas en los vendajes.
En ocasiones tan solo puedes lanzar los desechos humanos al fuego. Estarás
consciente de que esas horruras deberán ser incineradas.
Tu mirada se pierde en la oscuridad de la noche. Sabes
que pronto la luna emergerá amarilla, detrás de los penachos violáceos de la
selva y su luz plateada rielará sobre la corriente del río. Entonces te
levantarás, dejarás la pluma en el tintero y los papeles sobre la mesa e irás a
la ventana para mirar muy lejos, oteando la sombra de la isla donde reposan tus
enfermos. Piensas en ellos, en el desagradable aspecto de las blandas
deformaciones de la piel elefantiásica, en la humedad supurante de la lepra
lepromatosa, en la crispación de tus enfermos de rostros leoninos, y el
convencimiento de que sobre aquellas pieles que tú intuyes infectadas por algún
germen desconocido, tú aplicarás las mezclas oleosas, tus ungüentos cauterizantes.
Ellos mejoran. Habrán de sanar totalmente. Mientras, detienes la escritura para
pensar constantemente en tu familia lejana y entiendes que el tiempo está
conspirando contra tus proyectos…
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