domingo, 8 de junio de 2014

Capítulo 23 de la novela "El año de la lepra"






El año de la lepra
Jorge García Tamayo, 2011

Capítulo 23



En 1850, Luís Daniel tenía 43 años y había sido designado Profesor de Anatomía en los cursos de Ciencias Médicas del Colegio Nacional de Cumaná, dos años después, en 1852, fue nombrado Inspector Químico de las Minas de Carúpano, y en 1857, Napoleón lo designó Agente Consular de Francia en la ciudad de Cumaná, una ciudad donde la lepra era endémica, y que había sido parcialmente destruida por un violento terremoto en julio del año 1853. En ella, secuencialmente se dieron terribles epidemias de fiebre amarilla y de cólera y Luís Daniel Beauperthuy se transformó en un incansable luchador contra las adversidades que aquejaban a los cumaneses.
El “medico de Cumaná” ejerció la medicina no solo en los hospitales, iba de casa en casa en su yegua viendo enfermos e instruyendo medidas sanitarias. Como si esto fuese poco, la ciudad primogénita de América conmocionada el año 1859 por los enfrentamientos de la Guerra Federal tuvo a “el médico de Cumaná” involucrado en todas las acciones de guerra enfrentando la necesidad de tratar a decenas de heridos por armas de fuego y curar y ampurtar a pacientes mutilados. Estas actividades asistenciales de Luis Daniel, contribuyeron a acrecentar su prestigio, motivo por el cual en 1863, le fue otorgado, el cargo de Médico de la Junta Central de Sanidad y en los años siguientes, sucesivamente fue nombrado de Médico del Hospital Militar de Cumaná en 1864 y Médico de los Pobres y Desvalidos en 1865. La tarde que precedió al terremoto fue descrita por Luís Daniel de esta manera:
“El astro del día desapareció detrás de una cortina de púrpura y sangre, iluminando con sus últimos reflejos un cuadro que no es dado a ninguna voz describirlo. Esa magnificencia de la naturaleza, este espectáculo lleno de una deslumbrante grandeza que atrajo la admiración de las multitudes maravilladas, no era más que el preludio de siniestras catástrofes; la naturaleza no embelleció con tanto esplendor la morada del hombre más que para cubrirla de ruinas y de duelo”.

Luís Daniel tenía tan solo 46 años, en los días del terremoto y de las epidemias desatadas en Cumaná y quizás por ello, al comunicar sus hallazgos a la Academia de Ciencias de Francia fue considerado demasiado joven para ser tomado en cuenta como científico por sus colegas académicos. Decepcionado, el doctor Beauperthuy decidió dedicarse al febril y apasionante trabajo de explotar las salinas de Araya. Hizo construir estanques y utilizó métodos que había visto emplear a su padre en las salinas de San Martin hasta lograr en 1856 por primera vez en nuestro país, una sal limpia, pura y blanca. Aquellas veleidades de investigador ambulante con su microscopio a cuestas, en mula, de pueblo en pueblo, parecían haber sido dejadas detrás en el pasado y no obstante, su afán de investigador no perecía y sin cesar persistía en describir sus observaciones. Así fue como, a pesar de sus múltiples ocupaciones, él continuaría enviando sus observaciones a la Academia de Medicina de Paris y publicando sus resultados en algunas revistas del área del Caribe.

Tan solo un año antes de tu estadía en la isla Kaow, en 1870, cuando los médicos de la vecina isla de Trinidad conocieron de tus experimentos con los enfermos de lepra, fuiste notificado en una comunicación oficial por el gobierno británico. Seguros ellos de tu dedicación y tus aciertos, decidieron aceptar tu propuesta. El médico de Cumaná, el bien conocido doctor Beauperthuy, merecía ser ayudado. Eso te dijeron al aceptar que pudieses continuar tus investigaciones en el territorio de la Guayana Británica. Cualquier cosa valdría la pena en la búsqueda de una curación para la lepra. Te habían planteado la creación de un hospital experimental para leprosos en una isla en medio del río Esequibo y tú aceptaste la idea. La oportunidad era envidiable pues te aseguraron que el leprocomio estaría totalmente bajo tu dirección, aislado en la pequeña isla, ubicada frente a Bartica Point en el río Esequibo. Pensaste que podrías trabajar allí con tranquilidad. Pocos días después de tu llegada ya te habías familiarizado con los enfermos. Aunque las cosas no habían resultado exactamente como te las habían propuesto, aceptaste las situaciones del lazareto y te sobrepusiste a algunos desacuerdos con sus autoridades previamente designadas por el gobierno británico, en la seguridad de que esta sería tu última esperanza para comprobar la eficacia de tus propuestas terapéuticas para el mal de Lázaro.

Las aguas de los ríos Mazaruni y Esequibo fluyen hacia el mar, y tú imaginabas que eran los ríos como la vida, como tus pensamientos, esos que iban hacia un mar inmenso, difuminado, un horizonte sin fin, emborronado en brumas que no terminaban de ayudarte a esclarecer el sentido de tu vida. Para ti, el tiempo transcurría inexorable. En ocasiones creerás que pasan tan lentamente los días y las noches, que quizás es por ello que no lograrás apreciar los progresos de tus medicamentos, sus beneficios en la vida y la salud de tus pacientes. Sin cambios aparentes, lo escribes a diario en los informes, y muchas veces llegas a exasperarte por lo pausado de la desaparición de las alteraciones en la piel de algunos enfermos. A pesar de la minuciosa atención que les dedicas, para tu desconsuelo, siempre existen casos en los que no consigues detectar mejoría alguna. Otros pacientes que te han encomendado en la isla, mostraban lesiones que estaban ya demasiado avanzadas, algunos en diferentes etapas y al llegar hallaste varios casos de seres humanos viviendo en aquel degredo, quienes ni siquiera, en tu opinión, padecían de lepra.

Desde hace ya muchos años, has visto con dolor los padecimientos, las mutilaciones y demás horrores de la terrible enfermedad en los leprosos. Ahora, en el pequeño hospital de la isla Kawo, percibes el olor de una mezcla de aceite alcanforado, deyecciones, cloroformo y nubes de creolina. Todos estos olores saturan los ambientes del pequeño hospital. En las tardes, cuando regresas a tu casa en la ribera del río, después de cenar frugalmente, te sientas a escribir, como si el día de trabajo no tuviese final. Mientras tu sobrino José ha salido a caminar, tú escribes y te detienes a escuchar los platos en la habitación contigua, la cocina que es el reino de Lorencita quien te ha ofrecido una cena con pescado, plátanos, yuca y guarapo de piña. Luego, ya en tu habitación enciendes una vela de sebo que está clavada sobre una palmatoria, te sientas y organizas los papeles. Piensas un momento, e introduces la pluma en el tintero para con tu cuidadosa caligrafía escribir…
 “La cauterización con el aceite de anacardo sobre las partes afectadas de manchas tuberculosas, de tubérculos y de infiltraciones albuminosas determina la hinchazón de la piel, la erupción herpética y la exudación abundante de un fluido filante y viscoso de color blanco sucio u opalino el cual, desecándose, se concreta en chapas espesas, morenas, amarillentas o verdosas que se exfolian y se caen”…

Te detienes un momento a pensar si acaso ese efecto pudiese realmente perdurar en el tiempo y si como pareciera en algunos enfermos reaparecerían las infiltraciones dérmicas. Ya has visto varios casos donde tras el nitrato de plata y el efecto del aceite de anacardo, las lesiones brotaban al transcurrir muchos meses. Lo piensas y retomas la pluma y la remojas en el tintero para continuar escribiendo.  “La cauterización repetida termina por sanar la piel y la enfermedad desaparece”. Vas dejando en tus notas escritas, un diario con las evidencias en detalle sobre la evolución de las lesiones de la lepra de los nervios y sus mutilaciones que constituyen verdaderas gangrenas secas, relatarás como caerán en trozos dedos y orejas. Cual hojas secas de los árboles, escribes y gráficamente lo expresas diciendo que los tejidos se desprenden en pedazos, y de cómo se irán quedando los despojos y las carnes esfaceladas, envueltas en los vendajes. En ocasiones tan solo puedes lanzar los desechos humanos al fuego. Estarás consciente de que esas horruras deberán ser incineradas.

Tu mirada se pierde en la oscuridad de la noche. Sabes que pronto la luna emergerá amarilla, detrás de los penachos violáceos de la selva y su luz plateada rielará sobre la corriente del río. Entonces te levantarás, dejarás la pluma en el tintero y los papeles sobre la mesa e irás a la ventana para mirar muy lejos, oteando la sombra de la isla donde reposan tus enfermos. Piensas en ellos, en el desagradable aspecto de las blandas deformaciones de la piel elefantiásica, en la humedad supurante de la lepra lepromatosa, en la crispación de tus enfermos de rostros leoninos, y el convencimiento de que sobre aquellas pieles que tú intuyes infectadas por algún germen desconocido, tú aplicarás las mezclas oleosas, tus ungüentos cauterizantes. Ellos mejoran. Habrán de sanar totalmente. Mientras, detienes la escritura para pensar constantemente en tu familia lejana y entiendes que el tiempo está conspirando contra tus proyectos…

No hay comentarios: