Discurso
de clausura Primera Semana Zuliana de la Narrativa
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Quiero
agradecer al Movimiento Poético de Maracaibo por haberme ofrecido este inmerecido
protagonismo, dentro del programa de la Semana Zuliana de la Narrativa. Igualmente
le doy las más expresivas gracias a La Alcaldesa y a las autoridades de la Alcaldía de Maracaibo por prestarnos los espacios del Museo de Artes Gráficas para
haber podido desarrollar aquí las actividades de este evento.
Quise
aprovechar esta oportunidad, para atreverme a relatarles como y por qué, un
médico-anatomopatólogo llega a transformarse en “escribidor” de novelas. Este
es un hecho raro, ciertamente, por eso quiero explicarles como he venido cumpliendo
ininterrumpidamente, una actividad que para mi
ha sido muy satisfactoria. Durante 31 años he
redactado, corregido y borroneando palabras para escribir varias novelas, ocho
en total, y debo informarles que disfruto este trabajo como un verdadero
oficio. Escribir literatura, no obstante, no ha significado para mi abandonar
el ejercicio de mi especialidad como diagnosticador e investigador de enfermedades,
ni he dejado la redacción y publicación de manuscritos de carácter científico,
los llamados trabajos de investigación. Aunque alguien pudiese plantear
paralelismos o similitudes entre redactar artículos de ciencia y escribir literatura,
quiero enfatizar que existe una división marcada entre esas dos formas de
escribir. La literatura es algo totalmente diferente a la pasión por la verdad
que implica el ejercicio de mi especialidad. Cito a Don Pío Baroja, escritor
gipuzkoano quien también era médico y una vez señaló que “…en
literatura, el rigor científico no puede existir”. Escribir
novelas no tiene mucho que ver con la verdad, es siempre un reto a la
imaginación, es querer ser invencionero de cosas que asedian los muros de
nuestra conciencia. Escribir una novela puede parecerse a componer música, la
novela debe poseer un tono, y un ritmo, al final deberá acoplarse todo lo
planeado en palabras como si fuese una sinfonía, solo que el instrumento no
viene a ser otro sino, el lenguaje.
Comencé a escribir relatos inventados cuando era niño. En aquel
entonces, es bueno decirlo, leía bastante. Entre los 9 y los 16 años escribí
muchas cosas y aún guardo algunos cuentos y esbozos de novelas de esa época, ¡hasta
poesía escribí!, y al revisarlos compruebo que no me traiciona la imaginación.
Existieron. En mi casa, en Maracaibo, puedo volver a verme, sentado, niño, o
casi adolescente, leyendo a “Miguel Strogoff” de Verne, a “El último de los
Mohicanos” de Fenimore Cooper, o ”Los verdes años de AJ Cronin, al “El Corsario
Negro” de Emilio Salgari, o releyendo a “David Coperfield” y a “Oliver Twist”
de Dickens, y recuerdo que en esos años, me ilusionaba pensando en que cuando
fuese grande, sería escritor. El amor por la literatura se afianzó en mi
infancia. Mi padre era comerciante con el negocio en la Plaza Baralt y mi mamá era de
SanCristóbal. Ambos nos llenaron de libros. Ella leía de todo, tocaba el piano,
y puedo recordar, hace muchos años, niño, en mi casa escuchándola interpretar La Polonesa de Chopin, en
los tiempos cuando la avenida Santa Rita aún era de tierra. En mi habitación
compartida con mi hermano mayor existía una biblioteca presidida por los 12
tomos de la Historia Universal
de Espasa Calpé y una colección de libros de Monteiro Lobato un escritor
brasileño, el libro de Oro de los Niños, y muchos otros libros y novelas algunas
de las que leía mi madre y creo que todas estas cosas despertaron en mi el amor
por la lectura. Debo añadir que desde antes de los 8 o nueve años iba mucho al
cine. Teníamos de un lado de la casa el CineLandia y del otro lado estaba el Venecia,
solo a una cuadra. El cine fue un estímulo creativo desde mucho antes de que
llegase la televisión. Bajo el cielo estrellado del Venecia pude admirar las películas
de la Nouvelle
vague francesa y el cine del neorrealismo italiano, películas que sin duda
llenaron muchos recovecos de mi subconsciente.
Estudié primaria y la secundaria con los jesuitas y tuve la suerte de tener
como profesor de literatura a Mariano Parra León, un obispo siempre combativo
muy recordado por todos en Maracaibo. Crecí teniendo una muy clara la situación
de nuestro pueblo depauperado, siempre ilusionado ante las frustrantes promesas
de los políticos y nunca dejé de creer en que podríamos cambiar las injusticias
sociales que veíamos, algún día… La realidad actual es muy triste y aunque que
no es éste el momento para abordar el tema, tengo la convicción de que tenemos
que seguir luchando hasta volver a ser un país sano. Vivimos una crisis
nacional lamentable, con inseguridad, desabastecimiento e inflación, con un
gobierno sin separación de poderes, que arremete contra quienes piensan
diferente violentando la
Constitución sin ningún pudor. Estoy convencido de que nosotros
como ciudadanos pensantes, estamos llamados a revertir los desafueros de
quienes están en el poder desde hace más de una década.
Pero…
Mejor regreso a mi historia…
Fui al Liceo Baralt y luego a nuestra Universidad del Zulia. Estudié
Medicina entre los 16 y los 21 años. Al graduarme en LUZ el año 1963, me fui a
especializar en Norteamérica. Luego, todo aquello de la literatura pareció nublarse
en mi mente. La Medicina,
la patología y la investigación sobre la ultraestructura, los tumores y los
virus, absorbieron mi espíritu durante muchos años, creo que hasta un grado de
fanatismo extremo. Después de cuatro años de pasar fríos inviernos y aprender
muchas cosas, cuando regresé a mi ciudad natal trabajé en el Sanatorio
Antituberculoso y estuve directamente vinculado con el genial doctor Pedro
Iturbe, mi padrino de promoción, quien lograría un microscopio electrónico y de
la mano del doctor Fernández Morán me conduciría para instalar un laboratorio
que en siete fructíferos años llegaría a publicar más de 25 trabajos de
investigación en revistas indexadas. Aquella fue una etapa decisiva en mi
carrera como investigador.
En 1975,
me vi obligado, digamos que por razones personales, a abandonar el productivo laboratorio
creado en mi tierra para irme a la capital del país. En una de mis novelas, “La
entropía tropical”, me refiero entre otras cosas a esa situación que terminó en
mi prolongado exilio… Nuestro poeta, el príncipe del soneto, Idelfonso Vásquez
quien era médico y quien también tuvo que exilarse, escribió algo que aproveche
para plasmarlo en, mi novela:
“Adiós, adiós, inculto paraíso
do el goce halló mi juventud dichosa!
…hoy otro campo más estéril piso
por otra senda voy más enojosa.
Cruzo el triste sendero de la ausencia
Trillo el árido campo de la ciencia.”
Durante
más de 25 años estuve trabajando en un Instituto de la UCV formador de patólogos. Me
tocó dirigirlo durante más de 12 años y me mantuve al frente de un laboratorio
de investigación, inventando lo que denominamos la patología ultraestructural y
produciendo más de un centenar de publicaciones. Iniciándose la década de los
ochenta, con cinco hijos creciendo debí comenzar a re estudiar el bachillerato,
y ayudándoles, regresaría a la literatura. Reincidí en mi pasión por la lectura
y hube de reconocer al Gabo y sus cien años, a Vargas Llosa y los perros de su
ciudad, y después, tras leer La
Muerte de Artemio Cruz me entusiasmé con Carlos Fuentes, y luego,
Rayuela, y detrás de Cortazar llegaron Borges y Rulfo, Cabrera Infante y
Arguedas, Asturias y Donoso, y así regresé a la literatura, especialmente a la
de Latinoamérica, que además, en aquellos días estaba haciendo, ¡boom! En ese
entonce, a comienzos de los 80, me supe
hipertenso y al creer que estaba gravemente enfermo, recordaba mi historia de
los 7 años en Maracaibo intentando hacer investigación sin ser aceptado por mis
colegas, y la veía como una situación que nadie habría de conocer, y eso me
dolía, por lo que pensé que debería escribirla. Creo que es cierto lo que dice Eduardo Liendo, de que el mayor desafío del
escritor “es vencer a la muerte con el
filo de la palabra. Quizás con un deseo larvado de trascender, escribí un
manuscrito que por su nombre resumido la gente confundía con el extraterrestre.
No con Alf, con i-ti, porque en la portada decía ET, las siglas de la Entropía Tropical.
Una expresión, que le escuché decir al Dr Humberto Fernández Morán quien la
utilizó para describirme ese desorden tropical que nos caracteriza. El manuscrito
de ET, estaba escrito en maracucho, pero me decían que tenía “malas palabras”, y
¡me querían acentuar las esdrújulas!, por lo que cuando intenté publicarlo, fue
varias veces rechazado. Esperé 20 años, desde 1983 hasta el año 2003 cuando
aproveché que un compañero de promoción era el Rector de LUZ y entonces sí, me
editaron la novela “Entropía Tropical”, en Ediluz.
Pero:
No quiero hablarles de mis novelas, ya hemos tenido oportunidad
de revisarlas y hablar de ellas durante esta semana. Debo decirles, que
transcurrirían más de 25 largos años, en lo que denominé “mi exilio capitalino”,
para lograr, al fin, regresar a mi tierra. Recuerdo que el año 1991, en un
discurso durante un evento de mi especialidad dije, para preocupación de mis
amigos, que ya tras 13 años de estar viviendo en Caracas, debería pensar en
regresar, quizás buscando, “esa luna que se encumbra y un cielo azul de
porcelana alumbra, o tal vez para saber si en el lago, la onda medio caliente,
entumecida, coronada de espuma, acaso aún continuaría, soñando melancólica”… En
aquel mes de diciembre del 91, reflexionaba sobre estas ideas, y las hice públicas
preguntándome, si acaso en ese andar cotidiano por el trillado sendero de la
ciencia, no habría llegado para mí el momento de regresar pues resonaban en mi
mente las estrofas del bardo guariqueño aprendidas en mi bachillerato caletrero
:
Es tiempo de que
vuelvas
Es tiempo de que
tornes…
Pero el tiempo siguió su curso inexorable y con el
correr de los años me convencieron de que ET en su manuscrito, era una novela,
por lo que decidí seguír escribiendo, de manera que tras jubilarme en la UCV en 1998, y luego de
tristes contingencias personales, había escrito ya, casi cinco novelas. No fue
sino hasta enero del año 2005 cuando de nuevo regresé a Maracaibo. Desde
entonces he publicado dos novelas más, y hace unos meses he terminado otra,
ésta última sobre un personaje histórico del siglo XVI, “Andrés Vesalio el
anatomista”. Tengo siete hijos, seis varones y una sola hembra, pero ya ven, ninguno
decidió estudiar Medicina. En la actualidad tengo 12 nietos, que cuando los
sumamos a los seis de los tres hijos de mi esposa actual, hacemos entre ambos 18
nietos en total, nietos quienes desafortunadamente viven todos lejos de
nosotros por las circunstancias del país de todos conocidas, de las que ya dije
preferiría no hablar aunque siento que estamos obligados a soñar con un mejor
futuro que habrá de llegar, para todos.
Escribo en español, y me gusta saber que así lo hago, pues
mis novelas son casi todas sobre mi gente.
Por eso ya he dicho que escribo como zuliano. Siento que la lectura de
mis novelas puede ser comprensible por españoles e hispanoamericanos, ya que es
el mismo idioma que usan en la península Ibérica, en Canarias y en cualquier nación
de nuestra América, con todo y esa diversidad cultural que caracteriza a
nuestros pueblos, desde el Río Grande hasta la Patagonia. El idioma
español o castellano, nacido como una lengua romance
del grupo ibérico, es la segunda lengua del mundo por el número de
personas que la tienen como su idioma materno,
con 420 millones de hablantes nativos. Esta razón, me parece que
debe valer para apreciar más, defender y preservar nuestro lenguaje. Tenemos que
darle apoyo a nuestra creación literaria, pues una cosa es muy cierta: al
perder la palabra se pierde la memoria.
He escrito mis novelas inventando numerosos
personajes, y algunos han cobrado vida propia hasta creerse parecidos a los de
los libros, algunos otros creen pensar que son casi como la gente, como seres
que aún están vivos, de los que uno conoce. La verdad es que escribimos
engendrando vidas que probablemente llegan a nuestra mente desde el
subconsciente o como remembranzas de la infancia. Estos personajes aparecen solos,
algunos buscando un espacio donde guarecerse, o quizás se trata del sitio donde
poder ocultarnos nosotros mismos y sobrevivir, dentro de las muchas vidas que somos
capaces de inventar. Porque si algo es cierto es que nuestro derecho a soñar
como escritores, tiene que ser preservado. Como los
buenos actores cuando tienen que representar a ciertos personajes, quien
escribe, precisa de entrar en un estado de concentración muy particular, un
trance que podría verse como de locura, una especie de rapto de esquizofrenia
transitoria en el que nos sumergimos durante la creación literaria. Quien escribe
especialmente quien escribe novelas, necesita vivir dentro de sus personajes,
pensar como ellos, sufrir, amar y hasta morir con ellos, y en ese estado, entre
ser él mismo y ser a la vez otro, u otros, los personajes de la obra, uno dejará
fluir el inconsciente hasta que los fantasmas afloren, y broten esas ideas
ocultas hasta comprender y convencerse de que la novela, no es tanto de quien
la escribe, sino de los personajes que por ella transitan. Terminará uno siendo
como un amanuense gratuito que va traduciendo y plasmando en letras lo que sus
personajes le señalan. Al final siempre insistiremos en que el producto
terminado, deberá ser más de los lectores, que de sus autores, pues la lectura
habrá de crear vasos comunicantes entre ambos…
Milan Kundera había nacido en Checoslovaquia pero
escribía en francés. Joseph Conrad era polaco y escribía en inglés. Esto puede
parecer admirable, sin embargo, coincido con el escritor nicaragüense Sergio
Ramírez, para quien ese fenómeno le parece una dolorosa mutilación. Ha dicho
Sergio, que sería algo como los “castrati” del siglo XVII quienes si bien padecían
por la ablación quirúrgica para ganar una nueva voz, perdían la propia. Digo esto para insistir en que debemos
preservar nuestro lenguaje propio.
Augusto Roa Bastos escribía en español y en guaraní.
Quien lee “Los ríos profundos” de José María Arguedas puede percibir la
sintaxis quechua. El güiro y el son se escuchan sonoros en la poesía de Nicolás
Guillén. La fuerza telúrica que emana del macizo guayanés explota en “Canaima”
de Rómulo Gallegos. América es un crisol de razas, de tradiciones y de
costumbres arraigadas en el suelo de cada región, pero el idioma es uno solo.
Es el mismo de Cervantes y de Góngora, el mismo de Rubén Darío y de Gabriel
García Márquez, y esta realidad debe producirnos una gran satisfacción. El idioma español o castellano, el nuestro, es el mismo español que usó el
puertorriqueño Rafael Sánchez cuando escribiera “La guaracha del Macho
Camacho”, es el de Vargas Llosa en su Casa Verde y el del Gabo en los tiempos
del cólera, ambos premiados con el Rómulo Gallegos y con el Nobel de
literatura. El idioma que utilizara Borges para describir el ángulo del sótano
en la casa de Beatriz Viterbo donde él vio el Aleph, es el mismo que Cortázar
empleó para presentarnos a La
Maga en Rayuela, allá en París, y es el de Rulfo y el de
Fuentes, es el mismo que usan Ednodio Quintero y Liendo y Sánchez Rugeles.
Recuerdo que hace unos 50 años, en las heladas
praderas de Wisconsin conocí a Enrique Valdivia, un chileno de Antofagasta en
cuyo español se sentía el soplo del desierto de Atacama, que él mezclaba con
peruanismos del Cuzco, casi ascendiendo a Machu Pichu... Mi amigo Enrique
analizaba divertido nuestro lenguaje caribeño pues no entendía, ¡como podíamos nosotros
llamar “mamón” a una fruta!, y disfrutaba con las variaciones entre agarrar y
coger, y otras palabras que para él eran desconocidas, ya que pertenecían a
nuestro español vernáculo. Tan simples pueden ser las palabras para nosotros,
como percibirse cual compleja jerigonza para otros, y habrá a quien le cueste
creer y comprender, y hasta le parecerá difícil tener que aceptar, que en
cualquier otra ciudad de nuestro país, es muy probable que no entiendan que es
un guineo, ni un lampazo y menos un recao de olla. Por eso repito que debemos
preservar nuestro lenguaje, y darle apoyo a la creación literaria autóctona. De esa manera contribuiremos simultáneamente a la preservación de
nuestro patrimonio cultural.
Esta en una razón por la cual algunos nos
hemos esforzado en escribir como hablamos. En una apuesta por preservar nuestra
identidad, que nos acostumbremos cada vez más usar nuestro lenguaje, sin
temores, atreviéndonos a ello. Es importante saber decir utilizando el lenguaje
escrito lo que escuchamos en nuestro alrededor. Arriesgarnos a poner en letras
el hablar de la calle, el léxico de los hombres y las mujeres de nuestra
región. Esta forma de hacer literatura eventualmente debe dar sus frutos y
conformará un verbo literario nuestro, vernáculo. En español o castellano,
hemos aprendido a escuchar a Carlos Ildemar cuando nos dice: “a la jaiba, el pajarito en el mango”, o
cuando nos cuenta que: “con candela y
otra escupitina, los boborotes se quedaron mirando pa San Felipe”. Esas son
tan solo algunas palabras del lenguaje poético que existen en su libro
premiado, “Provinciano Cósmico”, pero ellas están allí impresas y resuenan para
perpetuar nuestro lenguaje.
Tengo un amigo, que toca la guitarra, y canta. Algunas
veces canta tangos, y yo quisiera para finalizar, como una reflexión, poder
repetir en este momento algunas estrofas de uno de esos que él canta, que me
gusta mucho. Se denomina “Convencernos”.
“Convencernos,
no ser descreídos,
que vence y convence el que está convencido/
No sentir por lo nuestro un falso pudor, y aprender de lo nuestro el sabor… /
Convencernos un día de veras,
que todo lo bueno no viene de afuera /
Que tenemos estilo y un modo y hace falta jugarlo con todo. /
Ser nosotros por siempre y a fuerza de ser, convencernos
y así convencer. /
Y ser, al menos una vez nosotros,
sin ese tinte del color de otros
/Recuperar la identidad,
plantarnos en
los pies,
crecer hasta tapar la inmadurez /
Y ser al menos,
una vez, nosotros, tan nosotros, bien nosotros, como
debe ser”.
Muchas gracias.
Maracaibo 28 de junio, 2014.
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