Ellos aparecieron uno a
uno, descendían… ¿en rapell desde los árboles?, otros se desplazaban
silenciosamente… No, no existían árboles... Se cruzaron en tu camino y sabías
que era el miedo lo que estaba confundiendo tu mente. Se hacía cada vez más
evidente que te circundaba una bóveda pétrea serpenteada por raíces.
Estabas sumido tan
profundamente que resbalabas en una hojarasca pegostosa, con raicillas y pelos
absorbentes, todo flotaba y luego se adhería a tu cara. Mocos gelatinosos tapizaban
los bajorrelieves, opacando las conchas nacaradas en las paredes decoradas con
toros alados de gigantescas cabezas y fornidas aves emplumadas, grandes
aguiluchos, gavilanes, quizás cóndores, o halcones, todos cincelados en piedra
entre ramas tupidas, agrietando la arcilla.
Chirriante vibraba un
aullido, quizás en tu mente, creías escucharles, ellos rugían, o llegaban
graznando y sin embargo, brilló en la penumbra el grito sostenido de Tarzán.
Lograste verlo lanzarse al agua desde lo alto y al nadar, pudo sumergirse en
las profundidades, mientras la mona Chita en la orilla hacía cabriolas
saltando, y sus chillidos te aturdían, mientras veías como en el agua, el
caimán daba coletazos. Tarzán abrazado a su cuerpo le acuchillaba...
Todo lo veías en blanco y
negro cuando percibiste un hondo gemido multiplicándose hasta hacerse
estridente, vibrante, como una trompeta, y comprendiste entonces que eran los
elefantes; cientos de ellos, que avanzaban en una nube polvorienta,
dirigiéndose bamboleantes hacia el cementerio donde todos iban a morir, el
sitio aquel, la caverna repleta de colmillos de marfil.
Cuando en el fondo de la maleza surgió él, venía rodeado por subalternos de lo más pertrechados, sonrió él y vos le detectaste el brillo de sus prótesis dentales e imaginaste que eran las piedras de la Escarpa Mutia, o quizás el marfil de los colmillos de los elefantes aquellos, que ya se acercaban, tambaleantes, iban hacia su destino, a morir al propio sitio donde Tarzán y vos se habían conocido muchos años atrás, allá en tu infancia…
En la oscuridad sobre el
techo abovedado vos todavía podías oír el aleteo de los avechuchos, iban
girando y chillaban vociferantes, zopilotes y cuervos, con sus vibrantes
graznidos, revoloteando desde las piedras en lo alto. Escuchabas los sonidos
acerados cual puntas de lanzas, y al final todo trepidaba, rugiendo. Estabas vos
tratando de orientarte…
Veías aquella pudrición circulando por los canales en medio de la oscurana, entre las casas de paredes de arcilla y entonces dijiste, ¡a la jaiba! y fue cuando creíste finalmente ubicarte. Todo aquel disparate tenía que ser una pesadilla de película. Solo el cine te podría ofrecer algo así. Una película de pesadilla, seguramente…
Creíste estar en el patio
del cine donde cada cual acomodaba la silla de tablitas a su antojo y siempre
en el cielo se veían las estrellas y si había luna, vos sabías que no se
debería orinar desde el balcón, porque te podía cachear el policía, porque así
era el “Landia”, lloviznaba en la platea cuando andabas admirando las películas
mexicanas de machos rancheros.
Vos sabías que diagonal
con American Bar, estaba el “Estrella”, que no era otra cosa más que medio
cine, como todos, al descampado, en las noches cálidas con una hemorragia de puntitos
brillantes en lo alto, y desde temprano, vos te ponías a buscar la Osa Mayor o
a ver el parpadeo rojizo de Marte, casi nunca Venus, porque siempre andaba
bajito el brillante lucero, y todo aquello se daba antes de que comenzara la
función.
Fue en el “Estrella” donde conociste a la hija del Corsario Negro y al Capitán
Blood a quien le decían Blud, y años después fue cuando supiste que él era
Errol Flyn, y es que, para aquellos días, no sabíamos mucho, pero todos
queríamos ser piratas y nos la pasábamos hablando sobre Henry Morgan y El
Olonés, y soñando con cañonear a Gibraltar para luego asilarnos en la isla
Tortuga e íbamos gritando, como locos ¡al abordaje hijos del mar!...
Siempre recalábamos en nuestro “Venecia”, el de la cañada atrás, y el último
paga, y, ¿yo?, ¡nojó!, yo no los conozco, y a correr tocan, a esmachetarse,
dispérsense, a esmollejarse que van a prender las luces, y uno tenía que
escaparse saltando por la ventanita del baño.
Era el “Venecia” de la nouvelle vague y del neorrealismo italiano, el
“Venecia” de Fernadel, el de Totó y del increíble Fanfán La Tulipe, espadachín
para imitarlo luego, ¡en guardia!, y arremeter con el florete como un
Scaramouche cualquiera, y… ¿cómo te digo?, es que todo aquello sucedía varias
veces a la semana, ocurría en blanco y negro, bajo las estrellas, en las
calurosas noches marabinas.
Siempre recalábamos en nuestro cine Venecia, el de la cañada atrás,
y el último paga, pero vos también temías por los hombres
del auto azul, como el amor, azul y perdido en la bruma, azul, de antaño, como
la luna, del mar también, era así, blue moon, como las aguas de un fiordo, así eran
los ojos de la gatita, y los del perro del Gabo, pasar a ser acaso “el único
hombre que al despertar no recuerda nada de lo que ha soñado” y luego escaparse saltando por la
ventanita del baño…
Azul decía Modugño, como
en el cuento de Darío, azul como el Manicuare de Salmerón, azul, azul oscuro y
denso, sí… Eran varios, ellos, teñidos, embozados, pintados de índigo, los
hombres descendieron, del auto azul, sin tiempo para pensarlo, en la noche,
negra y sin estrellas, oscura, como boca de un lobo, y estaba yo desprevenido,
lupus, y les miré y pensé que no había de otra, tendríamos que escapar, quizás saltando “pa fuera” por la ventanita del
baño…
Maracaibo, jueves 28 de marzo, del año 2024
No hay comentarios:
Publicar un comentario