Amador comenzaba a cursar el tercer año de Medicina cuando sus estudios se vieron interrumpidos. El cierre temporal de la Universidad por disturbios tras un golpe de Estado y cambios en el gobierno, llevaron al Torito a decidir algo por lo que para él era sagrado, los estudios médicos de su bienamado hijo Amador. Decidió enviarlo a la Argentina para que finalizara su carrera universitaria.
Para tranquilizar a su padre, Amador convenció a un amigo de su infancia, Parminio Pineda, para que le acompañase en la aventura, pues también él había interrumpido sus estudios de Derecho. Los amigos, propusieron hacer el viaje por barco, y en un vapor de la Compañía Transamazónica zarparon de La Guaira e hicieron múltiples escalas en Paramaribo, Recife, Fortaleza, Río de Janeiro y Montevideo antes de llegar a Buenos Aires.
El interés de Parminio por la literatura iba más allá de su afán por graduarse de abogado y ejercer en los tribunales, pues su mayor ilusión era transformarse en un escritor de verdad. En el fondo, el joven lo que tenía era una sensible alma de poeta. Cuando el vapor entró en el estuario del Río de La Plata, la emoción compartida por los amigos ante las luces de Buenos Aires les llevó a cantar desde el puente con gardeliana entonación “Mi Buenos Aires querido”.
Durante el primer año vivido en la ciudad capital de la República Argentina, los jóvenes se adaptaron como peces en el agua. En aquella época en vez de estudiar Medicina, Amador hacía estragos con un sombrero de ala ancha de medio lado, un terno azulino y un gabán indispensable para las noches de Pompeya más ashllá del terraplén, entre rumores de milonga y de algún fuelle rezongante en la cortada mistonga. Estudiantes enamorados de la vida y de las minas, tenían un bulín y cantaban “amores de estudiante, flores de un día son”.
Ambos compartían un cuartucho de arrabal, especie de conventillo en una pensión vecina a la Facultad de Medicina. Curiosamente, los libros que manoseaba Amador para la época no eran los de Patología Médica. Le había dado por memorizar páginas enteras de los clásicos de la literatura universal. El vicio solitario de Parminio, era la lectura, incansable y permanente de cuanto libro cayese en su poder y pronto le fue fácil contagiar a su amigo.
Así fue como ambos, el guajiro Montiel y su amigo Parminio, se rodearon de libros mientras se regodeaban insaciables con la lectura y discusión de viejas y nuevas ediciones, cual si fuese una apuesta querer abarcar toda la literatura de una sola vez. Desde ese entonces, Amador ha sido un asiduo e impenitente lector de los más variados textos literarios, tal vez en una especie de homenaje inconsciente a su amigo poeta.
Es triste decirlo, pero la suerte de su coterráneo le falló. Lo largó para el otro mundo por una trombosis cerebral durante su segundo año de estadía en Buenos Aires, y todo como consecuencia de la infección absurda de un furúnculo en la nariz. De nada valieron los esfuerzos de los profesores de la Facultad de Medicina para salvar al estudiante extranjero y como lo recuerda Amador y textualmente lo expresa, “el pobre poeta cagó fuego”. Su infortunado compañero regresó a la patria en un cajón de cedro, y cuando la muerte agazapada mostraba su compás, Amador decidió quedarse en la nación austral, repitiéndose aquello de, “fuerza canejo sufra y no llore que un hombre macho no debe llorar”.
De su entrañable Parminio, Amador heredó muchas cosas buenas, sobretodo grandes recuerdos y en lo material, un baúl repleto de libros que aún conserva y relee frecuentemente. Al fallecer Parminio, el guajiro Montiel se declaró en rebeldía, se dispuso a luchar contra el mundo por absurdo y contra la medicina por inefciente. Poco a poco habría de transformarse en un melancólico ser entregado a la bebida. Vivía una bohemia que le llevaba a gambetear por las calles y a ver transcurrir las noches en su bulín, o en arrabaleros malevajes, entre milongueros cafishos. Estaba metido de lleno en un hembraje florido que en derredor iba creciendo cual madreselvas por las tapias.
Rodeado de docenas de minas buenas, algunas no tan jóvenes y hermosas, otras, muchas de ellas, luciendo más adornos que un copetín de confitería en la calle Florida con Corrientes donde él decía haber situado su centro de operaciones, Amador apuntaló su extraña condición de misterioso ser de la noche. Atraía a las pebetas como un vórtice desquiciante, y muchas fueron las que transitaron por sus morenas manos.
Así, ante algún farolito, en un rinconcito arrabalero con un cielo tachonado de estrellas, en algún patio trasero, allí, escuchando rumorosas milongas, el castigador implacable se fue tornando en una leyenda de escabio y amargura entre los gemidos del bandoneón. El lejano cacique desde su reino en la Alta Guajira no se enteró nunca jamás de estas cosas, por el contrario, continuó esperanzado enviándole mesadas de dinero a su hijo, e imaginándolo en los quirófanos y en las salas de emergencia, en tanto que Amador andaba calle abajo morfando con la gita del Torito.
De la calle Corrientes se conocía todas las salas de cine y se metía en los teatros de variedades y adoptando poses de gigoló o de dandy elegante, se paseaba del brazo de las minas. Transformado en “el queridito” de toda una cohorte de rubias oxigenadas, vedettes procedentes de las tablas del vodevil, provocaba un espectáculo realmente exótico. Tan solo había que verle por las noches en la calle Corrientes o por Florida del brazo de un par de minas que le rebasaban en estatura y corpulencia, emulando ser una especie de Toulouse Lautrect después del incendio, llevado en andas por dos bombones porteños.
Se hizo tan popular entre los compañeros del teatro de variedades, que llegó a formar parte de un coro de voces en una de las comedias musicales. Él hubiese querido protagonizar, pero sus amigos empresarios le decían apesadumbrados que no estaba para el elenco de comedias divertidas y que más bien cuadraría para algunas escenas de terror porque, “¡das paura che pibe!”.
La penetración en el mundillo teatral la logró Amador gracias a su amistad con Aldo Ruggeri, un viejo fotógrafo del teatro Maipú quien vivía en la misma pensión. Ante la insistencia del extraño personaje indiano, Ruggeri aceptó sus cuitas y poco a poco le fue enseñando a revelar y a copiar fotografías, de modo que Amador terminó durante horas por hacerle compañía en un cuarto oscuro habilitado como laboratorio en la propia habitación del fotógrafo. Pronto fueron compañeros de farra y gracias a una neumonía que casi se lleva al otro mundo al viejo Aldo, sus lazos de amistad se hicieron indisolubles.
Los contactos con antiguos amigos de la Facultad de Medicina, permitieron que Amador se hiciese cargo de la enfermedad de Ruggeri, y cuidó de él con afán y devoción durante su convalecencia en el hospital Malbrán. Fue Amador quien también le hizo el quite y le cubrió en su trabajo, pues cuanto había aprendido le capacitaba para defenderse y dispararle fotos a las vedettes con flashes de bombillos incandescentes para luego irse a mezclar los reactivos químicos en la oscuridad y obtener así interesantes imágenes de las estrellas del vodevil.
Superada la crisis que mantuvo durante semanas, “in artículo mortis” a Ruggeri, este le dio carta blanca a su amigo para que la gauchada fuese permanente. Así, Amador pasó a ser el fotógrafo de varios teatros de variedades de la gran Buenos Aires y alcanzó a ganar buen dinero y posición en aquel medio ambiente donde comenzó a conocérsele como Amador Ayerza.
NOTA: es copia textual de parte del capítulo 3 de mi novela “Ratones Desnudos” (Mérida, 2011), la cual en pasta blanda dentro de un mes podrá adquirirse por Amazon… (Ya avisaré la fecha).
Maracaibo, lunes 18 de marzo del año 2024
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