El calor es húmedo y pegajoso, el hombre maniatado, presiente su presencia. El potro se acerca salpicando el barrizal, quiebra el cristal violáceo de un remanso y avanza hundiendo sus cascos en las charcas, golpeteando entre las peñas. La figura se alarga estirándose sobre el caballo. Piafa la bestia agitando sus crines.
Ahora es él quien boca abajo, respira presuroso, cierra los ojos y cree ceñirla, estrechar su tibio cuerpo, los muslos torneados, la curva de sus caderas, duele el costado. ¡Una daga! ¿Todo se debe el azar? Hijodalgo deslenguado… ¿Quizás un puñal acerado? Alabardas y picas. ¿Un estoque? Hasta el fondo, acabará con él. Resuena brillante el tintineo de los arneses, ya se acerca en su cabalgadura. Esquilas de bronce doblan a lo lejos. ¿Ovejas? Tal vez tropiezan contra los pedruscos, entre las zarzas y las breñas… Ya viene, se avecina chapoteando en el fango.
Desde la picota, él al fin lo detecta. Cree verlo flotar en una niebla de pestilencia. La figura ha brotado de la noche y viene sobre la bestia. Él se rebela, más al moverse gime, sin poder contenerse, sin un adarme de remotas caricias, para siempre perdida toda esperanza. Un suspiro lacerante desgarra su pecho y una lágrima pugna por emerger de sus ojos vidriosos. ¿Un fresno solitario? Presiente un cierto aroma de alelíes que se esparce con el aura leve del amanecer, y él cree arrebujarse en su cálido regazo e imagina rodear sus muslos con un abrazo estrecho.
Ha levantado la cabeza y ahora lo escucha. Tuerce su mirada mas no logra detectarlo. Aprieta con furia sus párpados para admirar la hermosura de su cabellera rojiza como un incendio, sus piernas largas, sus nalgas anchas y duras, retadoras, el centro mismo de su vientre. La sombra trémula tasca el freno y ya cercana se recorta contra los peñascos. Muy lejos, unas campanas tocan a rebato...
Efluvios azufrados ascienden desde el suelo empantanado. ¡Que horrenda desventura! Fementido, se siente asaltado por la desesperanza. De su cuerpo ha rato que han brotado arroyuelos de sangre. Empapados de lluvia se han ido lavando los emplastos de salmuera que calafatearon su desnudez. Jamás habló, nadie ha logrado amedrentarle.
Relincha el animal caracoleando y se confunden sus resoplidos con el aullar de los lebreles que se aproximan rumorosos entre el follaje. Se percibe lejano el resonar rugiente del río, girando en torbellinos en lo profundo del desfiladero, que entre las peñas del bosque luce compactado de robles y abedules, de castaños y enebros, y emergen todos, se acercan los lebreles como monstruos fantasmales entre las piedras.
Molido a palos, el caballero vascongado, yace jadeante. La figura opaca sobre el rucio jamelgo luce rijosa e insaciable. El hideputa ríe con una carcajada lóbrega. El hijodalgo gipuzkoano casi descoyuntado sobre la garrucha le mira de soslayo. Llagadas sus espaldas, escucha las risotadas lúbricas. Apretando los ojos logra imaginar la sonrisa de su amada, las líneas de sus labios, sus besos cuajados de risas, y de amor meloso, dulce la ambrosía de su boca.
Entre las rocas del riachuelo hay azaleas floreando entre las aguas y una orla de espumas las agita, burbujean alrededor de las raíces de un sarmiento rugoso. En su corteza, él puede volver a verlas, aún estarán ahí las iniciales, las de ambos... Recuerda… Ligia, cuanto te he amado...
El belfo peludo de la bestia ante sus ojos oscurece la luz en una nube espesa de vapor ceniciento. La figura ha retirado la capucha y entonces destaca sobre el cielo jaspeado de sangre su cornuda figura. Torneadas las enhiestas aspas, plateadas por la luna que se asoma entre los nubarrones, ellas destacan cual puñales, están cubiertas por escamas nacaradas, perladas hasta fulgurar con destellos maléficos.
Súbitamente estremecido, el desgonzado caballero atiende, el de los cachos pareciera decidido a hablar. Hace temblar la cornamusa que porta en banderola con el sonido de su voz metálica. Él percibe un vapor espeso que lo envuelve trayéndole el hálito helado de sus palabras, que parecieran nacer desde un agrietado socavón, encima de la bestia inquieta.
Cual murmullo creciente él le escucha maldecir. Sibilantes brotan sus improperios. Greñudo y sudoroso, él será capaz de levantar la mirada y logra atisbar sus rasgadas hendiduras fulgurando amarillentas, lo oye, escucha uno tras otro aquel sartal incoercible de imprecaciones. Piojoso, disoluto bribón, fornicador maldito, traidor, puto. Él sabe que recomenzará el garrote. Soportará eso y más aún. Lo sabe.
Resistirá. Es por ella, y él se siente fornido, resistirá por ella cualquier prueba, mas… ¿Hasta cuándo? La mano enguantada como una garra de fierro se acerca hacia su cabeza y él cierra los ojos, dulces caricias amada mía, siente las uñas metálicas al arañarle la nuca, su piel de seda, le ha colocado un dogal, collar de perlas, y como brillan al girar en el baile, la soga al cuello, ¡tira ya!
La jauría ha llegado en ese instante ensordeciendo al bruto. Los perros de caza laten al unísono girando entre las patas traseras. El jamelgo se ha encabritado. Una gota de sangre se desliza desde la frente perlada de sudor hasta el filo de la nariz aguileña del hijodalgo gipuzkoano. Al relinchar del corcel se le suma el corcoveo, y el animal patea defendiéndose de las mordeduras de los lebreles, ya sus dientes le desgarran las patas...
La figura de la cornamusa, la hace resonar como un fuelle, dilata sus hendiduras verticales amarillentas que fulguran, ha soltado la adarga y luego aúlla desaforadamente, resopla y de nuevo vocifera ingurgitando el cuello, empinándose sobre su cabalgadura. Ahora ha extraído su espada de la vaina y maldice blandiéndola en alto.
Súbitamente ha de aferrarse al cuello de la bestia para no caer. El corcel patea inmisericorde. Se le acercan jadeantes varios mastines y se lanzan sobre el tumulto. Maldiciendo imprecaciones el de los cuernos ha soltado su lanza, pierde su espada y en un instante como una catapulta es despedido del caballo.
Se le ve cual una masa humeante saltando por los aires para caer rebotando al lado de su víctima. Hay un esbozo de sonrisa en la facies del caballero gipuzkoano. La luna destaca el cuerpo del canalla, el brillo acerado del mandoble ha atravesado desde la espalda la cota de malla y lentamente un borbollón de sangre brota como una fuente en medio de su pecho. Se van creando raudales al pie de la hoja, una laguna negra cubierta por vapores glaucos mientras la tierra empantanada pareciera no querer absorber la viscosa sustancia...
Con un último estremecimiento el caballero gira sus ojos, cierra los párpados, sonríe y pareciera haber expirado. En tierra, casi debajo de su cuerpo, la figura de los cuernos parece un bulto informe. Restos de la cornamusa destrozada por la furia de los lebreles flotan en el fango. Tan solo brilla el mandoble. Quebrados contra las piedras están los cuernos del casco, su testa hendida luce fracturada y deja escapar un material pastoso que se disuelve en la humeante charca mientras desgonzados flotan sus miembros en el lodazal. Las garras con los pesados guantes de fierro aún se estremecen, se abren y se cierran hasta ya no moverse, nunca más...
Para lapesteloca, desde Miami en La Florida, el viernes 16 de febrero de 2024
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