martes, 16 de agosto de 2016

De la instalación de un M.E. en Maracaibo durante el año 1969



       DE LA INSTALACIÓN DE UN M.E. EN MARACAIBO DURANTE EL AÑO 1969

Aquel año pasó como un torbellino. El trabajo estaba todo por hacerse. Enviamos a Jesús Vivas a la capital para que se entrenase mientras llegaban los equipos. Con el compresor de un congelador olvidado en la cocina y utilizando un gigantesco lavaplatos de acero inoxidable, fabricamos un tanque de refrigeración. Con una tubería de cobre le hicimos una especie de serpentín y aquel circuito cerrado de agua helada quedó listo para refrigerar el agua circulante para el microscopio electrónico. Para el ultra micrótomo y las balanzas fabricamos mesas de concreto, aisladas en cuartos con paredes de vidrio y rejillas en las puertas para mantener la presión, ideamos una campana extractora e instalamos ductos y tuberías que pintamos de los colores que tenían que ser. Así fue como le entramos de frente y con entusiasmo al sistema del aire acondicionado. El equipo principal, el microscopio que estaba ya por llegar,  estaría separado del piso, eran las instrucciones precisas del sabio Fernández Morán, y había que cumplirlas. Después de despegar el linóleo hicimos un gran hueco y aislándolo con láminas de anime rellenamos con cabillas y concreto la gran base que habría de soportar lo que tendría que ser un gigantesco aparato. Así, de la nada parecían irse creando las cosas y se transformaban aquellos ambientes que pocas semanas antes no eran otra cosa más que unos depósitos de material abandonado, afortunadamente olvidado en la mente de casi todos. Cuanto íbamos creando era pura manufactura criolla, producto de la imaginación del jefe de mantenimiento del hospital, y de sus eficientes obreros. Las mesas de fórmica se cortaban y pegaban en nuestra carpintería, la del Sanatorio, las losas palmo a palmo iban tapizando las paredes, la pintura de aceite de un color verde esperanza, para que nunca se ensuciasen los ambientes, el piso se veía hermoso tapizado de vinilo azul... Creció y floreció el más hermoso laboratorio para hacer investigación con un microscopio electrónico que esperábamos habría de llegar desde el lejano Japón. Nuestro flamante microscopio electrónico era uno que el doctor Pedro Iturbe, padrino de nuestra promoción médica, había logrado a través de una donación de la Lotería del Zulia. Con la ayuda de Enrique Murcia el fotógrafo de los eventos sociales del Sanatorio, organizamos la sección de fotografía, anexa al laboratorio. Murcia era como el foto-ataché de mi padrino y mi padrino era nada menos que el director del hospital, por eso el muchacho corría tras él y sus invitados, disparaba flashes con bombillos incandescentes, corría a revelar los rollos y en un santiamén tenía las fotografías, listas. Así era como de las entrevistas, las visitas, los eventos científicos o socioculturales del Sanatorio, un hospital pleno de actividades volcadas hacia la rehabilitación de los enfermos crónicos, para quienes lo visitaban se iban siempre con un impresionante recuerdo. Desde aquellos corre corres venía Enrique y se encerraba en el cuarto oscuro, y así lo hizo también en el nuevo laboratorio de fotografía para revelar y copiar cientos de las fotografías que fueron naciendo después de observar la ultraestructura cuando obtuvimos el nuevo microscopio japonés. Pesando gramos de hidroquinona, de elón e hiposulfito, gramo a gramo, en una vieja balanza hasta obtener las fórmulas químicas ideales para los más perfectos revelados y las fotografías óptimas que iban saliendo en una vieja ampliadora Omega. A los dos años de estar trabajando en esto, fuimos capaces de montar una exposición de fotografías de alta resolución hechas con el microscopio electrónico del Sanatorio, en el VIII Congreso Latinoamericano de Patología, en el Hotel del Lago, pero eso vino después… Al comienzo, que es a lo que me estoy refiriendo, tuvimos que trabajar con las uñas y mucha gente ni se enteró porque afortunadamente éramos pocos los interesados en este tipo de cosas, si se le puede decir cosas al trabajo, porque para la mayoría eso que hacíamos y lo llamo trabajo, era tan solo un pasatiempo de locos. Echamos las bases de nuestro laboratorio de microscopía electrónica, contra viento y marea, en un sótano olvidado del viejo hospital para tuberculosos que dirigía mi padrino. Corito, Sierra Maestra, Sabaneta Larga, La Pomona y San Francisco eran los barrios que giraban alrededor de nuestro hospital Sanatorio e igualmente de nuestro laboratorio. Fueron años difíciles y si me lo preguntan no vacilaría en afirmar que la lucha fue titánica pero valió la pena. Mis colegas y amigos patólogos no creían en lo que hacíamos, casi ninguno y al no decir que eran todos lo hago por aquello del llamado “beneficio de la duda”, pero es que  absolutamente todos dudaban de la utilidad del microscopio electrónico. Me decían cualquier cosa inimaginable por mi locura. Me espetaban frases como: “no es rentable”, “con eso no vais a comer”, “es irresponsable de tu parte perder el tiempo en eso”, “es una paja loca”, “preocupate por lograr una buena clientela entre los cirujanos, porque mirá que es de las biopsias de ellos que vais a tener que vivir”, y un montón de cosas más que prefiero ni recordar. El jefe del Servicio de Anatomía Patológica, ¡resultó ser el diablito de los cerezos en flor! Recordé aquel encuentro en Norteamérica antes de regresar a mi tierra amada por el sol… En el hotel Hilton de Washigton DC, corría el año 1967 y era una hermosa primavera. En la capital del país del norte estaban los cerezos floreciendo, la ciudad capital era el sitio donde se daba la reunión anual de la Asociación Americana de Patólogos y Bacteriólogos. Luego de la inscripción, con una plaquita de plástico en la solapa, se me identificaba como natural y procedente de Madison-Wisconsin. En el salón principal divisé una figura que me antojó  extraña y fuera de lugar, y sí, era Carlino Solarte, el anatomopatólogo de mi ciudad natal, el mismo a quien los estudiantes de Medicina apodaban el diablito y en ese instante no recordaba si el “Underwood” provenía de sus cejas peinadas hacia arriba como flechas o de sus ojos bachacoides, rayados y amarillentos, o ¿tal vez el sobrenombre se debía a lo despiadado que era con sus alumnos en los exámenes? No lo recordaba de momento pero allí estaba él, en Washington, nada más y nada menos que el propio Satanás vernáculo y entonces me dijo...    - Vos tenéis que ser Rodrigo Gartan!, bírtica chico. ¿Vos no te acordáis de mí? - Claro que me acuerdo de usted doctor Solarte, ya el doctor Iturbe me escribió hace tiempo contándome que usted estaba haciendo un curso en los Estados Unidos. Pero la verdad es que no esperaba encontrármelo aquí. - ¡Sí chico!, figurate que aquí hay un mollejero, es decir un bojote de patólogos venezolanos, de Caracas, ¿sabéis?, vinieron a este Congreso y todos son mis amigos, bueno, son conocidos y por allí andan... - En realidad yo no los conozco y bien, me gustaría que me los presentara… - Si, ahoritica mismo los vemos, están todos metidos en una reunión en aquella sala, ¿la veis? Pero mirá, decime una cosa. ¿Cuándo te vais a regresar? - Probablemente en diciembre, estoy haciendo neuropatología por recomendación del doctor Wenger, pero estoy completando mi cuarto año de entrenamiento como residente y metido en otras cosas, especialmente en hacer investigación. Vengo precisamente a presentar algunos de mis resultados. - ¿Así es la jaiba? Viiirga... Y decime. ¿De qué vais a hablar? - Bueno, es un trabajo experimental sobre la ultraestructura del pulmón en los acures... Regresé con mis recuerdos a donde estaba antes, pensando en preparar la instalación del microscopio electrónico y así fue como volví de nuevo a Carlino, mi jefe, quién muy pronto le puso un mote al microscopio, lo denominó “el elefante gris”. Desde el mismísimo momento cuando vio como descargábamos aquella inmensa caja bajo la canícula del mediodía, con horror observó cómo tuvimos que derribar una pared para poder ubicar el equipo en el sitio preciso, predestinado, en el área destinada para resguardarlo y protegerlo de vibraciones periféricas… Para él fue como una maldición, cual si un rayo lo hubiese fulminado y es que para mi jefe, Underwood, el microscopio electrónico era un juguete caro que me había regalado mi padrino, un artefacto sin utilidad alguna y con aquel regalo, la ilusión de instalarlo y mi emoción compartida por unos pocos seres, para su desagrado, ocurría en sus narices, en su propio territorio. El laboratorio de Microscopía Electrónica era una dependencia del Servicio de Patología. Todos los comentarios de Carlino, los hacía ensayando una sonrisita meliflua, chispeando sus ojos rayados, iridiscentes y levantando sus cejas cual flechas, sin que a mi entender hubiese un ser en la bolita del mundo, capaz de lograr una modificación de su diagnóstico in pectore y evacuado por demás ante sus colegas. ¡El ME era para jugar! No fue posible para mí, hacerle entender el prestigio que adquiriría su Servicio con el nuevo aparato, ni con la publicación futura de trabajos científicos, ni de como la investigación sería importante, o un enfoque diagnóstico podría ser aplicado a problemas de salud pública, ni la posibilidad de mejorar el diagnóstico de los tumores, o de usar el aparato, al menos para ver las biopsias del riñón. No fue posible. Aquello era, a mi entender más que una enfermiza manía negativista una endemoniada terquedad. Traté de incorporar a los otros colegas patólogos a nuestra aventura, inicialmente a mis colegas del servicio, pero fracasé rotundamente, quedaba estrellado ante la mirada oblicua y centellante del jefe Solano. Era impresionante ver como los aspirantes a ingresar a nuestro laboratorio de microscopía electrónica, aunque hubiesen solicitado tan solo ser pasantes, rebotaban sin lograrlo, los de fuera por foráneos, los de la casa para que no perdiesen su tiempo en la ridiculez de la investigación, ya que tan solo se consideraba trabajo productivo, el fajarse sacando biopsias, las cuales por otra parte las pagaban bastante bien produciendo pingües dividendos, repartibles aunque a partes desiguales… Todos los argumentos se centraban en que nadie distrajese su atención jugando a la investigación. Estos criterios obtusos fueron objeto de múltiples reclamos y discusiones de mí parte. No existió pasividad ni mucho menos. Cuando ni las biopsias renales pudieron ser examinadas por uno de los jóvenes patólogos, recién llegado de su postgrado y todavía entusiasmado por la patología renal aprendida en su entrenamiento gringo, la situación para mí fue exasperante, pero tampoco logré convencer a aquel pichón de patólogo. Él prefirió no herir las susceptibilidades de su jefe, además la contrapartida había sido una jugosa oferta con la oportunidad para ejercer con el jefe en uno de sus laboratorios haciendo  patología privada. Ni tonto que fuera, así me lo dijo él mismo, y esto es sin querer hablar de otro reparto de dinero, abundante por volumen como producto de las biopsias que los pacientes pobres traían al llamado servicio asistencial. En esos tiempos no se hablaba de bozales de arepa y uno, al menos yo mismo, no disecaba muy bien las situaciones, quizás porque había mucho de ilusión y de tonterías en todas mis actuaciones, y supongo que también de quienes éramos todavía unos soñadores. Ni tan siquiera sabía cómo y cuánto podía suceder y habrían de darse toda una gama de desviaciones psicocrematísticas entre mis queridos colegas, y así, supongo yo que otros, unos pocos quizás, éramos sencillamente, ingenuos. Con el devenir del tiempo, esas actuaciones que en aquellos años me parecían anomalías, iban a demostrar hasta la saciedad, cual habría de ser el modus vivendi de casi toda nuestra nación, obcecada por la conquista del dinero fácil, pero esa es otra historia... 


Esta es una historia que sucedió hace casi 50 años, y hay constancia de ella porque está escrita en mi novela “La entropía tropical” (cambiando en ella los nombres y apellidos de los personajes), la reproduzco aquí, con algunas modificaciones puntuales, porque me ha parecido que ante el grado de deterioro al que hemos arribado, instituciones y personajes públicos, la realidad más grotesca, aun siendo la verdad-verdadera,  suena como un cuento de Walt Disney.

Maracaibo, 17 de agosto de 2018

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