DE LA INSTALACIÓN DE UN M.E. EN MARACAIBO DURANTE
EL AÑO 1969
Aquel
año pasó como un torbellino. El trabajo estaba todo por hacerse. Enviamos a Jesús
Vivas a la capital para que se entrenase mientras llegaban los equipos. Con el
compresor de un congelador olvidado en la cocina y utilizando un gigantesco
lavaplatos de acero inoxidable, fabricamos un tanque de refrigeración. Con una
tubería de cobre le hicimos una especie de serpentín y aquel circuito cerrado
de agua helada quedó listo para refrigerar el agua circulante para el
microscopio electrónico. Para el ultra micrótomo y las balanzas fabricamos
mesas de concreto, aisladas en cuartos con paredes de vidrio y rejillas en las
puertas para mantener la presión, ideamos una campana extractora e instalamos
ductos y tuberías que pintamos de los colores que tenían que ser. Así fue como
le entramos de frente y con entusiasmo al sistema del aire acondicionado. El
equipo principal, el microscopio que estaba ya por llegar, estaría separado del piso, eran las instrucciones
precisas del sabio Fernández Morán, y había que cumplirlas. Después de
despegar el linóleo hicimos un gran hueco y aislándolo con láminas de anime
rellenamos con cabillas y concreto la gran base que habría de soportar lo que
tendría que ser un gigantesco aparato. Así, de la nada parecían irse creando
las cosas y se transformaban aquellos ambientes que pocas semanas antes no eran
otra cosa más que unos depósitos de material abandonado, afortunadamente
olvidado en la mente de casi todos. Cuanto íbamos creando era pura manufactura
criolla, producto de la imaginación del jefe de mantenimiento del hospital, y
de sus eficientes obreros. Las mesas de fórmica se cortaban y pegaban en
nuestra carpintería, la del Sanatorio, las losas palmo a palmo iban tapizando las
paredes, la pintura de aceite de un color verde esperanza, para que nunca se
ensuciasen los ambientes, el piso se veía hermoso tapizado de vinilo azul...
Creció y floreció el más hermoso laboratorio para hacer investigación con un
microscopio electrónico que esperábamos habría de llegar desde el lejano Japón.
Nuestro flamante microscopio electrónico era uno que el doctor Pedro Iturbe, padrino
de nuestra promoción médica, había logrado a través de una donación de la
Lotería del Zulia. Con la ayuda de Enrique Murcia el fotógrafo de los eventos
sociales del Sanatorio, organizamos la sección de fotografía, anexa al
laboratorio. Murcia era como el foto-ataché de mi padrino y mi padrino era nada
menos que el director del hospital, por eso el muchacho corría tras él y sus
invitados, disparaba flashes con bombillos incandescentes, corría a revelar los
rollos y en un santiamén tenía las fotografías, listas. Así era como de las
entrevistas, las visitas, los eventos científicos o socioculturales del
Sanatorio, un hospital pleno de actividades volcadas hacia la rehabilitación de
los enfermos crónicos, para quienes lo visitaban se iban siempre con un
impresionante recuerdo. Desde aquellos corre corres venía Enrique y se
encerraba en el cuarto oscuro, y así lo hizo también en el nuevo laboratorio de
fotografía para revelar y copiar cientos de las fotografías que fueron naciendo
después de observar la ultraestructura cuando obtuvimos el nuevo microscopio
japonés. Pesando gramos de hidroquinona, de elón e hiposulfito, gramo a gramo,
en una vieja balanza hasta obtener las fórmulas químicas ideales para los más
perfectos revelados y las fotografías óptimas que iban saliendo en una vieja
ampliadora Omega. A los dos años de estar trabajando en esto, fuimos capaces de
montar una exposición de fotografías de alta resolución hechas con el
microscopio electrónico del Sanatorio, en el VIII Congreso Latinoamericano de
Patología, en el Hotel del Lago, pero eso vino después… Al comienzo, que es a
lo que me estoy refiriendo, tuvimos que trabajar con las uñas y mucha gente ni
se enteró porque afortunadamente éramos pocos los interesados en este tipo de cosas,
si se le puede decir cosas al trabajo, porque para la mayoría eso que hacíamos
y lo llamo trabajo, era tan solo un pasatiempo de locos. Echamos las bases de
nuestro laboratorio de microscopía electrónica, contra viento y marea, en un
sótano olvidado del viejo hospital para tuberculosos que dirigía mi padrino. Corito,
Sierra Maestra, Sabaneta Larga, La Pomona y San Francisco eran los barrios que
giraban alrededor de nuestro hospital Sanatorio e igualmente de nuestro laboratorio.
Fueron años difíciles y si me lo preguntan no vacilaría en afirmar que la lucha
fue titánica pero valió la pena. Mis colegas y amigos patólogos no creían en lo
que hacíamos, casi ninguno y al no decir que eran todos lo hago por aquello del
llamado “beneficio de la duda”, pero es que
absolutamente todos dudaban de la utilidad del microscopio electrónico.
Me decían cualquier cosa inimaginable por mi locura. Me espetaban frases como: “no
es rentable”, “con eso no vais a comer”, “es irresponsable de tu parte perder
el tiempo en eso”, “es una paja loca”, “preocupate por lograr una buena
clientela entre los cirujanos, porque mirá que es de las biopsias de ellos que
vais a tener que vivir”, y un montón de cosas más que prefiero ni recordar. El
jefe del Servicio de Anatomía Patológica, ¡resultó ser el diablito de los
cerezos en flor! Recordé aquel encuentro en Norteamérica antes de regresar a mi
tierra amada por el sol… En el hotel Hilton de Washigton DC, corría el año
1967 y era una hermosa primavera. En la capital del país del norte estaban los
cerezos floreciendo, la ciudad capital era el sitio donde se daba la reunión
anual de la Asociación Americana de Patólogos y Bacteriólogos. Luego de la
inscripción, con una plaquita de plástico en la solapa, se me identificaba como
natural y procedente de Madison-Wisconsin. En el salón principal divisé una
figura que me antojó extraña y fuera de
lugar, y sí, era Carlino Solarte, el anatomopatólogo de mi ciudad natal, el
mismo a quien los estudiantes de Medicina apodaban el diablito y en ese
instante no recordaba si el “Underwood” provenía de sus cejas peinadas hacia
arriba como flechas o de sus ojos bachacoides, rayados y amarillentos, o ¿tal
vez el sobrenombre se debía a lo despiadado que era con sus alumnos en los
exámenes? No lo recordaba de momento pero allí estaba él, en Washington, nada
más y nada menos que el propio Satanás vernáculo y entonces me dijo... - Vos
tenéis que ser Rodrigo Gartan!, bírtica chico. ¿Vos no te acordáis de mí? -
Claro que me acuerdo de usted doctor Solarte, ya el doctor Iturbe me escribió
hace tiempo contándome que usted estaba haciendo un curso en los Estados
Unidos. Pero la verdad es que no esperaba encontrármelo aquí. - ¡Sí chico!,
figurate que aquí hay un mollejero, es decir un bojote de patólogos
venezolanos, de Caracas, ¿sabéis?, vinieron a este Congreso y todos son mis
amigos, bueno, son conocidos y por allí andan... - En realidad yo no los
conozco y bien, me gustaría que me los presentara… - Si, ahoritica mismo los
vemos, están todos metidos en una reunión en aquella sala, ¿la veis? Pero mirá,
decime una cosa. ¿Cuándo te vais a regresar? - Probablemente en diciembre, estoy
haciendo neuropatología por recomendación del doctor Wenger, pero estoy
completando mi cuarto año de entrenamiento como residente y metido en otras
cosas, especialmente en hacer investigación. Vengo precisamente a presentar
algunos de mis resultados. - ¿Así es la jaiba? Viiirga... Y decime. ¿De qué
vais a hablar? - Bueno, es un trabajo experimental sobre la ultraestructura del
pulmón en los acures... Regresé con mis recuerdos a donde estaba antes,
pensando en preparar la instalación del microscopio electrónico y así fue como volví
de nuevo a Carlino, mi jefe, quién muy pronto le puso un mote al microscopio,
lo denominó “el elefante gris”. Desde el mismísimo momento cuando vio como
descargábamos aquella inmensa caja bajo la canícula del mediodía, con horror observó
cómo tuvimos que derribar una pared para poder ubicar el equipo en el sitio
preciso, predestinado, en el área destinada para resguardarlo y protegerlo de
vibraciones periféricas… Para él fue como una maldición, cual si un rayo lo hubiese
fulminado y es que para mi jefe, Underwood, el microscopio electrónico era un
juguete caro que me había regalado mi padrino, un artefacto sin utilidad alguna
y con aquel regalo, la ilusión de instalarlo y mi emoción compartida por unos
pocos seres, para su desagrado, ocurría en sus narices, en su propio territorio.
El laboratorio de Microscopía Electrónica era una dependencia del Servicio de Patología.
Todos los comentarios de Carlino, los hacía ensayando una sonrisita meliflua,
chispeando sus ojos rayados, iridiscentes y levantando sus cejas cual flechas,
sin que a mi entender hubiese un ser en la bolita del mundo, capaz de lograr
una modificación de su diagnóstico in pectore y evacuado por demás ante sus
colegas. ¡El ME era para jugar! No fue posible para mí, hacerle entender el
prestigio que adquiriría su Servicio con el nuevo aparato, ni con la
publicación futura de trabajos científicos, ni de como la investigación sería
importante, o un enfoque diagnóstico podría ser aplicado a problemas de salud
pública, ni la posibilidad de mejorar el diagnóstico de los tumores, o de usar
el aparato, al menos para ver las biopsias del riñón. No fue posible. Aquello
era, a mi entender más que una enfermiza manía negativista una endemoniada
terquedad. Traté de incorporar a los otros colegas patólogos a nuestra
aventura, inicialmente a mis colegas del servicio, pero fracasé rotundamente, quedaba
estrellado ante la mirada oblicua y centellante del jefe Solano. Era
impresionante ver como los aspirantes a ingresar a nuestro laboratorio de
microscopía electrónica, aunque hubiesen solicitado tan solo ser pasantes,
rebotaban sin lograrlo, los de fuera por foráneos, los de la casa para que no
perdiesen su tiempo en la ridiculez de la investigación, ya que tan solo se
consideraba trabajo productivo, el fajarse sacando biopsias, las cuales por
otra parte las pagaban bastante bien produciendo pingües dividendos,
repartibles aunque a partes desiguales… Todos los argumentos se centraban en que
nadie distrajese su atención jugando a la investigación. Estos criterios
obtusos fueron objeto de múltiples reclamos y discusiones de mí parte. No
existió pasividad ni mucho menos. Cuando ni las biopsias renales pudieron ser
examinadas por uno de los jóvenes patólogos, recién llegado de su postgrado y todavía
entusiasmado por la patología renal aprendida en su entrenamiento gringo, la
situación para mí fue exasperante, pero tampoco logré convencer a aquel pichón
de patólogo. Él prefirió no herir las susceptibilidades de su jefe, además la
contrapartida había sido una jugosa oferta con la oportunidad para ejercer con el
jefe en uno de sus laboratorios
haciendo patología privada. Ni tonto que fuera, así me lo
dijo él mismo, y esto es sin querer hablar de otro reparto de dinero, abundante
por volumen como producto de las biopsias que los pacientes pobres traían al
llamado servicio asistencial. En esos tiempos no se hablaba de bozales de arepa
y uno, al menos yo mismo, no disecaba muy bien las situaciones, quizás porque
había mucho de ilusión y de tonterías en todas mis actuaciones, y supongo que
también de quienes éramos todavía unos soñadores. Ni tan siquiera sabía cómo y
cuánto podía suceder y habrían de darse toda una gama de desviaciones psicocrematísticas
entre mis queridos colegas, y así, supongo yo que otros, unos pocos quizás, éramos
sencillamente, ingenuos. Con el devenir del tiempo, esas actuaciones que en
aquellos años me parecían anomalías, iban a demostrar hasta la saciedad, cual habría
de ser el modus vivendi de casi toda nuestra nación, obcecada por la conquista
del dinero fácil, pero esa es otra historia...
Esta es una historia que sucedió hace casi 50 años, y
hay constancia de ella porque está escrita en mi novela “La entropía tropical” (cambiando
en ella los nombres y apellidos de los personajes), la reproduzco aquí, con
algunas modificaciones puntuales, porque me ha parecido que ante el grado de
deterioro al que hemos arribado, instituciones y personajes públicos, la
realidad más grotesca, aun siendo la verdad-verdadera, suena como un cuento de Walt Disney.
Maracaibo,
17 de agosto de 2018
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