Me voy a referir de
nuevo (y me
perdonaran lo repetitivo) a algunas
palabras de las que dijera en el XXXV Congreso de la Sociedad Venezolana de
Anatomía Patológica, en noviembre del año 1991 para clausurar aquel evento, en
Caracas…
“Por
extrañas circunstancias del destino, (pudiera parecer un desatino revolver
tantos recuerdos en penumbras), pero así fue, y hace años ya, que me alejé de
la tierra infeliz de los palmares, donde a lo lejos está esa luna que se
encumbra y un cielo azul de porcelana alumbra, y en el lago, la onda medio
caliente, entumecida, coronada de espuma, continúa soñando melancólica…
Apartado de
aquella extraña medianoche de las regiones índicas, he vivido mirando al Ávila
empinado, entre edificios, humo y algunos techos rojos y hasta una blanca torre
y al fondo las azules lomas que aún muestran bandadas de tímidas palomas; entre
el follaje exuberante, hay ahora, diminutas ranitas silbadoras y en un instante
ellas provocan que la noche gire en el cielo y cante. Todas estas cosas me hacen
reflexionar y me pregunto si en este andar cotidiano por el trillado
sendero de la ciencia, no habrá llegado para mí el momento de regresar...
Resuenan en mi mente las estrofas del bardo, aprendidas en mi bachillerato
caletrero por la gracia de Dios… “Es tiempo de que vuelvas, es tiempo
de que tornes”...
Los afanes,
las cuitas y la faena del diario trajinar, frecuentemente nos impiden meditar
un rato y algunas veces, hacer introspección, reflexionar, es necesario y
además es grato. Pienso que existe en esa entrega a la vida académica, a la
obsesiva lucha por la investigación, al amor desmedido por la Universidad y al
hecho de convivir con quienes año tras año salen de nuestras manos, una parte
vital de mi renuncia al lar.
Son muchos
jóvenes los que hemos amasado queriéndolos moldear como patólogos,
presentándoles quijotescas opciones, enseñándoles, en una pose a veces francamente
anormal, el cómo renunciamos un poco a lo que antes quisimos en pos de un ideal
y desbarato encajes para tomar a cada rato el hilo de sus vidas, hebras que se
entrecruzan, telaraña de hilazas, como las describiera en Rayuela Cortázar, y
regreso al despertar del sueño, para en un socavón tener la dicha cierta, de
que me estoy bañando en la savia de mis discípulos, como Sigfrido debajo del
dragón, sin hojarascas interpuestas...
I es que
hoy en día parece estar vigente más que nunca, aquello que nos dijera Andrés
Eloy: “Lo que hay que hacer es amar
lo libre en el ser humano, lo que hay que hacer es saber alumbrarse ojos y
manos y corazón y cabeza y después ir alumbrando.
Lo que hay
que hacer es dar más, sin decir lo que se ha dado, lo que hay que dar es un
modo de no tener demasiado y un modo de que otros tengan su modo de tener algo.
Trabajo es lo que hay que dar y su valor al trabajo”.
Aquí, en el
trabajo, he tenido la fortuna de cosechar a la sombra de nuestra querida
Universidad Central y con un grupo de patólogos soñadores, los frutos de muchos
jóvenes médicos, sus triunfos, sus avatares, el padecer sus pesares, queriendo
en todo momento disipar sus nubarrones, que llegan solos, con frecuencia cuando
estudiantes y después en el correr expectante de sus vidas, esos ríos que van a
dar a la mar, porque hay días de resaca, y en ocasiones las corrientes pueden
ser tumultuosas, y no obstante, es allí donde está lo estimulante, en el saber
que tras de cada nublado hay un lucero y que aunque se doblegue por la ruda
tormenta sacudido, florece hasta morir el limonero...
Florecer es
amar. Nuestras vivencias de la especialidad, no difieren de las de los
patólogos de la América hispana, desde México hasta la Patagonia, incluyendo al
Caribe y a Centroamérica nuestros problemas terminan siempre siendo variaciones
sobre un mismo tema. Tal pareciera que necesitamos regresar al Arielismo de
Rodó, al observar ante nosotros el avance desmesurado del pragmatismo, el
brillo de los ídolos del norte, y esa anhelante persecución por los bienes
materiales… ¿Cuánto valen los riales?, y sentimos la moral claudicante en
desmedro de la vida interior. Ante los embates de Calibán, las ideologías
derrumbadas parecieran estar como la sombra del cuervo de Edgar Allan, ellas
del suelo quizás nunca se levantarán...
Pero, hay
que tener fe. ¿En qué y por qué? Vuelvo y repito. Florecer es amar. Año tras
año, al escuchar el murmullo de la germinación, en las Jornadas, al ver
trabajos de investigación que surgen de la nada, al escuchar a algunos de
nuestros residentes, al sentirlos progresar año tras año, al despedirlos en
diciembre, pareciera que son algunas veces tiernos brotes, flores que se abren,
y son esos retoños, los que cada vez hacen parecer más cercano ese ideal que
uno tiene en la mente... Yo voy a decirles lo que yo quisiera, muy sinceramente...
Yo quiero
patólogos que todo lo indaguen, que entiendan de historia, que aprecien la
música, yo quiero patólogos que todo lo sepan, que sientan el soplo de la
poesía, que escuchen a Mozart, a Bach y a Ilan Chester, que todos los días
cuando lean la prensa les duela la patria, que al diagnosticar un tumor muy
malo, de esos que no saca cualquier cacha e palo, tengan siempre en mente que
ustedes trabajan para ese paciente, sin falsos alardes, sin echonerías,
estudiando mucho, con tanto tesón y tal gallardía que en todos sus actos se
irradie alegría.
Patólogos
quiero que bien se conozcan nuestra geografía y la idiosincrasia de nuestras
regiones, que capten del hombre común de esta tierra de gracia sus
entonaciones. Yo quiero patólogos que sepan de beisbol y literatura, que tengan
buen juicio haciendo el diagnóstico diferencial entre Omar Vizquel y Luis
Aparicio, que capten como un testarazo de Hugo Sánchez es una cosa tan hermosa
como una salpingitis ístmica nodosa y
que si han de enfrentarse con un tumor que es grado III, lo sepan precisar como
si fuese una canasta triple del mago Sheppard, ves?
Quisiera
patólogos que se entusiasmasen y se llenasen de emoción al ver publicados los
resultados de sus trabajos de investigación, que les guste Chaplin, Agua Santa
y la Bassinger catira, y que disfruten por igual de una película de Bertolucci
que de un filme de Kurosawa Akira; que consideren de los escritos de Santa
Teresa, su mística grandeza, de van Gogh el colorido de su cielo arlesiano con
todo y el dolor de sus retorcidas encinas y castaños, y que de Héctor Battifora
sepan reconocer los ocres tonos de la diaminobencidina; que sean unos propios
expertos en dar buenos diagnósticos, que sepan de estrategia, de terapéutica y
un poco de logística para que semanalmente discutan y relean la columna de
Alexis Márquez sobre nuestra lingüística. (…)
(…) Hay un detalle en el que quiero insistir: al
patólogo, nunca le estará permitido mentir. Debe ser vertical y sin dobleces,
sin verdades a medias, sin mentiras piadosas, sin titubear ni pensarlo dos
veces si es necesario reconsiderar una opinión juiciosa.
(…) Concluyo esta jerigonza, transformada en
interminable letanía y no estoy muy seguro todavía si complací el deseo de mis
queridísimas colegas, de no ser regañón y pesimista al hablar un poquito sobre
como yo siento y veo nuestra patología. En el fondo de todo, mis más caros
deseos son para que nuestra especialidad sé enrumbe por una senda de
perfección gracias a ustedes, los patólogos jóvenes quienes tienen
todo el futuro frente a frente, ahora, cuando ya estamos casi finalizando el
siglo XX, con un ejercicio de la especialidad cada vez más decente, el cual se
hará una realidad cuando nosotros mismos consideremos a nuestra profesión con
mucho más cariño del que le profesamos, cuando repletos de optimismo avancemos
por el claro sendero de quien asume con valor sincero, que lo importante es
trabajar con amor verdadero, no solo dedicados a la investigación o a hacer
diagnósticos certeros, sino a ser más humanos todavía, para poder sentir y
vislumbrar como en la madrugada, bajo un cielo preñado de luceros, florece cada
día, en el solar de cada quien un limonero.
Repetido en Maracaibo el
lunes 25 de agosto del año 2025
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