viernes, 18 de abril de 2014

Capítulo 13 de "El año de la lepra"



El año de la lepra
 Jorge García Tamayo, 2011
Capítulo 13
En 1841 decidió Luís Daniel quedarse para siempre en el país donde ya su hermano vivía, en la tierra firme de América. No lo hizo en Maturín. Razones del corazón le llevaron a decidirse por la ciudad primogénita de Venezuela. Cumaná descansaba rendida a la sombra de El Castillo de San Antonio, sobre el cerro Colorado y su gente habitaba plácidamente en casas que habían crecido en las riberas del Manzanares e iban hasta su desembocadura en el mar que baña las costas serenas del Golfo de Cariaco. Cumaná, donde tenía su asiento la casona de la familia de Don Dionisio Sánchez Centeno y doña Inés Mayz Alcalá, padres de Ignacia Sánchez Mayz. Luís Daniel recordaba persistentemente a la Ignacia de su juventud. Era una niña, cuando él la vio por vez primera, y luego durante sus viajes y en sus sueños, el amor le comenzó a desmigajar el alma. Luís Daniel quedó prendado de ella desde el primer momento, la tarde de su visita a la familia Mayz de Cumaná. Había viajado por el país de la tierra firme por primera vez y lo hacía como “viajero naturalista”. Después de regresar a Europa para finalizar sus estudios de medicina, volvería al país donde conociera a Ignacia. Al año siguiente de haber regresado a Cumaná, el diez de noviembre del año 1842, Luís Daniel de 35 años e Ignacia de 16, contraerían matrimonio, y de aquella unión nacerían tres hijos hasta que la muerte tuviese a mal separarles para siempre.

Cuando en el mes de febrero del año 1871 el doctor Beauperthuy tomó la decisión de dejar su casa de Cumaná para irse a la Guayana Inglesa, abandonó aquella casona donde habían transcurrido casi 30 años de su vida. Una casa que él había construido para su esposa Ignacia Sánchez Mayz, y al irse de viaje, no supo porqué, pero tuvo el extraño presentimiento de que no volvería a verla. Había aceptado con emoción la propuesta de los ingleses y se fue de Venezuela ya siendo un hombre mayor. Tenía sesenta años y se iba fuera de su país para vivir en precarias condiciones, en una casa de madera a orillas de un río en medio de la selva. Abandonó su casa, allá donde él y su esposa vieron nacer y crecer a sus tres hijos Pedro Daniel, Ignacia e Inés, y se fue de Cumaná, ilusionado y a trabajar en un pequeño hospital, también de paredes de madera, recién creado, en una isla en medio del río Esequibo, un sitio atestado de enfermos de lepra. Otro leprosario.

Pensarás en ella haciendo un análisis retrospectivo y no podrás evitar que el aroma a melaza y a papelón venido desde el trapiche de tus soñadas haciendas en Cumanacoa llegue hasta ti con el eco de los gritos de los hijos y de los sobrinos. Recordarás sus travesuras y todas las vicisitudes de la vida hogareña te llegarán en torrentes. Los recuerdos de los días de felicidad con Ignacia y de las épocas vividas en tu finca La Rinconada. Piedra sobre piedra y la argamasa y la pintura blanca, en la resolana de los días de trabajo sabroso, los emocionantes ratos de tantas vivencias como fueran las que conllevaron a la construcción de aquella casa de la hacienda, en la vecindad de las montañas verdes a la sombra de los grandes apamates y desde donde se divisaban las siembras de café. Una vida entera en compañía de ella y de tus hijos pequeños, se agolpará en tus ojos como lagrimones y asediará los muros de tu conciencia. Volverás a ver el verdor de la montaña y a sentir a tus sobrinos correteando por los sembradíos de caña y de tabaco. El aroma del café llegará hasta ti. Vivencias estas que alimentarán tu espíritu abatido ante los pobres resultados de tus intentos por curar el terrible mal que deforma a los pacientes de la isla Kaow. Rememorarás entonces la muerte de
Inesita, tu hija menor y a pesar de que sientes profundamente una triste y cristiana resignación, no cesarás de pensar en ella. Pasarás entonces a relatarle por carta a tu mujer, cuan presente tienes en tu memoria a tu querida hija, tan jovencita y fallecida tan poco tiempo atrás…

Martes 24 de junio, 1871; 11:00 pm
El rudo trabajo diario se traduce para ti en noches de insomnio, en un inmenso cansancio que abate tu humanidad. En tu hamaca, sudoroso, no duermes escuchando el rumor de las aguas del Esequibo y los ruidos de la selva, graznidos y el ulular de agoreras aves nocturnas, ladridos lejanos de monos araguatos, y se te hace estridente el chirrido interminable de cientos de insectos en la oscuridad cambiante. Ellos te acompañan en tu desvelo. Sabes que lo has dejado todo para vivir entre esos leprosos indigentes, y no cesas de pensar en tu mujer Ignacia, y en tu casa solariega, lejana, allá en Cumaná…
Piensas también en tus hijos, y los recuerdos del pasado llegan hasta tu espíritu abatido, piensas especialmente en Inés tu hija menor, fallecida soltera a los 18 años, y padeces ante los lentos resultados de tus intentos por curar el mal que deforma a tus pacientes. Te levantas y con la claridad de la luna, mientras observas acongojado las aguas del río, las ves correr rumorosas y escuchando lejanos murmullos y gritos sientes como se van creando ecos en la selva. Atisbas la sombra azul magenta de la isla y tratas de detectar los techos del pequeño hospital, pero no observas más luces que las de los cocuyos que aparecen y desaparecen. Tú, Luís Daniel, tú quien estabas tan seguro de que en esa pequeña isla habrías de hallar la cura para el terrible mal…
Te levantas de la hamaca y te sientas frente a la mesa. Después de pensar un rato en tus hijos fijas de nuevo la atención en Inés. Se nos fue. Lo dices para ti mientras te sientes arrastrado por la nostalgia y la tristeza. Entonces suspiras e imaginas la figura de tu mujer y quieres recrearte en las líneas de su rostro cuando hundes la pluma en el tintero, y extiendes el papel donde le escribes:
“Querida Ignacia: este lugar destinado para vivir con José y Lorencita, es sano, bien ventilado. La casa es grande, pero no podría albergar una familia tan grande como la mía”…
Después piensas en el doctor Sheringan y en las contradicciones que asedian el natural desarrollo de tus actividades laborales en la isla Kawo, pero tuerces la boca en un gesto amargo y desechas los malos pensamientos para escribir a continuación.
“Los enfermos están ya en curación. El gobierno de Demerara y sus habitantes favorecen mi empresa y estaría feliz si no fuera por la separación de mi familia”.
Estas vivencias eran revisadas por Luís Daniel en su casa de madera a orillas de río Esequibo para luego regresar a las cosas que se habían sucedido en el curso de los últimos meses. Como el río lleva sus aguas hasta la mar, así vería él transcurrir las horas y los días, y sus recuerdos  también viajaban hacia el mar, hasta su tierra tan lejana, su familia allá en Cumaná, y Luís Daniel comenzará a padecer los efectos de una profunda depresión. Sentirá una gran soledad por la ausencia de su esposa y de sus gentes. Intentará cada día convencerse a si mismo de que está viviendo una situación temporal, de que a pesar de todo, él se debe a todos aquellos infelices que padecen por el horrible y deformante mal de la lepra. Le escribe nuevamente a su mujer e insiste en que pronto llegará el momento en que descubrirá la verdadera cura para el mal… Beuperthuy el médico, había nacido en una isla del Caribe y se formó en Paris. Había tenido la oportunidad de dedicar parte de su tiempo a viajar por diversas ciudades de Venezuela en la tierra firme de América por lo que conocía bastante del país. Estuvo en Caracas la primera vez  cuando tras visitar a su hermano en Maturín, había recorrido los llanos y los valles de Aragua para en su condición de viajero naturalista, informar al museo de París sus hallazgos sobre la naturaleza y los habitantes de la tierra de gracia. Ya radicado en Cumaná, habría de volver a los llanos, y estaría ausente del país unos meses para visitar a sus padres en su tierra natal, la isla de Guadalupe. Dos años después de haberse radicado en Cumaná, el 20 de mayo de 1844, Luís Daniel habría de revalidar su título de Médico en la Universidad de Caracas, y pasaría a formar parte de Juntas de Sanidad siendo designado con diversos cargos por su desempeño como un eficiente médico dedicado al cuidado de los enfermos e interesado en temas sobre la salud pública. Entre 1853 y 1854 ejercería como médico en su ciudad, Cumaná, cuando esta fue destruida por un violento terremoto y azotada su población luego por epidemias de fiebre amarilla, de viruela y de cólera. Fue nombrado Médico de los pobres y Desvalidos en 1865 y en 1867 se le otorgó un nombramiento de Médico del hospital de Lázaros.

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