lunes, 21 de junio de 2021

Del son y los aseres


Del son y los aseres

El son iba y venía, el son soneando, y con el repique de los cueros, en las claves y en el punteo del requinto, allí, así y así así, y la tumbadora así, mandando todo el tiempo, era la bulla de un son caliente, retumbando como un eco, mientras nosotros conversábamos con nuestros amigos ecobios ante el asombro aparente de Natasha… La noté atisbando con curioso interés al moreno Enrique, mirándolo empinarse el vaso de ron blanco para luego decirnos sonreído. ¡Es ocoró nimbá asere! Así fue mientras él continuaba relatándonos sus andanzas por aquellas tierras angoleñas...

 -Así, cuando rugió el león, ellos aprestaron sus lanzas, el cielo era de un azul especial, vaya vayá, y parecían sombras largas los matorrales recortados contra la neblina en la falda del monte. El calor era asfixiante, eso es algo que no se me olvida, después otro rugido, un vientecillo hirviendo nos daba en la cara haciendo que nuestro olor no le llegara a las fieras... Scalló pensativo Enrique y luego era Ramón quien nos iba diciendo como era de tupida la arboleda y como era que estaba formada por grandes ceibas y majaguas…

-Yo era casi un niño y aquel era un sitio muy fresco. Cuando me fui acercando despacito por el río, el tambor golpeaba sonando sin parar y yo… Yo era tan solo un muchacho que se escondía entre las grandes rocas. El tam tam del tambor me tenía asustado y a pesar de todo eso, me acuerdo, estoy seguro de que escuché el silbar de un sinsonte. Luego me fui asomando sobre las piedras, me fui empinando hasta divisar al babalocha. Detrás de él brillaban cientos de velas encendidas y los tambores sonaban y repicaban como locos…

Fue entonces cuando ella surgió del río, completamente desnuda, tenía los senos erguidos con los pezones muy puntiagudos, su cabellera era negra... Ella era una diosa, sin duda la más hermosa mujer blanca que yo había visto a esa edad y creo que pensé que era una aparición. Sé que nunca volveré a ver nada semejante, el agua le escurría en hilos por todo el cuerpo mientras ella poco a poco caminaba saliendo del río, sus caderas, el vello negro entre sus piernas, su boca, los tambores sonaban ensordecedores y ella se acercaba hacia la ribera cuando yo comprendí que ella tenía que haberme visto, me miró, vio hasta mi escondite entre las piedras y yo estaba temblando, muerto de miedo... 

 

En ese instante comenzó a llover y en unos segundos la llovizna helada se transformó en goterones como piedras y las velas humeaban apagándose. Yo me fui quitando la camisa sin dejar de mirarla. La lluvia se me clavaba en la piel y un trueno rezongó haciendo ecos allá arriba en las montañas. Yo me quité el pantalón con una desesperación que me obligaba casi a llorar, la lluvia arreciaba hasta transformarse en una densa cortina que casi ya ni me dejaba verla cuando extendí los brazos hacia ella... 

Ramón se empinó la botella de ocoró nimbá, y después de chasquear estremeciéndose rezongó. -¡Coñooó!    Enrique lo interrumpió.    -Ustedes están locos de a viaje si creen que vamos a ir al barrio de Regla con esta reina. Eso no puede ser. No es posible…

La historia se paralizaba de nuevo como consecuencia del perturbador encanto de Natasha.      -¡La cosa se está poniendo de yuca a ñame, negro! Exclamó Ramón.

-¡Cojones! Eduardo se expresó enfático y continuó insistiendo en que Natasha tenía que acompañarnos. -¡Coño que sí! decía…   Entonces fue cuando terció Ramón…

-¡Óyeme Eduardo, lo tuyo es la descojonación! ¿Vas a armar un guirigay por nada? Vaya hombre. No va y no va. ¡No va ninguno vaya! ¿Tú me entiendes asere? O vaya, ¡nos vamos nosotros pal carajo!    Natasha vino a salvar la situación diciéndonos a todos.  -Pues yo no voy compañeros y ya está. Se dio media vuelta, tomó su bolso de la silla y antes de que pudiésemos levantarnos se largó en su Fiat polaco dejando una estela de humo que me obligó a pensar en la máquina y en la necesidad de anillar el motor. 

-Está pasando aceite. Lo dije casi para mí, pero Enrique seguramente lo debió interpretar de otra manera porque rompió a reír a carcajadas. Después de unos comentarios de Ramón sobre como medirle el aceite a esa máquina, no nos quedó más remedio que reírnos y simultáneamente nos bebimos los últimos tragos de aquel fuego translúcido que ya nos estaba haciendo alucinar. -¡Coñooo! Se nos acaba el ocoró… ¿Vamos a la santería de San Lázaro entonces?

-Vergación compadre, tercié yo ante Ramón. ¿Y no nos va a terminar su historia sobre la diosa nudista en el río? No me vayáis a dejar en capítulo. Ramón miró a su compañero y Enrique se encogió de hombros. Haciendo gestos negativos, parecía que no se decidía a terminar la historia y refunfuñando nos diría pausadamente…

-Son cosas del pasado, me ocurrieron de niño. Años pasé sin recordar ese asunto, hasta un día, durante la guerra, fue una noche estando en Angola, se me vino todo a la cabeza. Con las explosiones de los morteros y el estruendo me acordé del resplandor del rayo, aquel rayo que me dejó loco pal carajo por meses. Estuve loco mucho tiempo porque no sabía yo casi nada sobre el poder de los Orishás... 

Yo era en aquel tiempo muy joven, y fue mi abuela quien con mucha paciencia me lo explicó todo. Los poderes son como una herencia y yo había recibido ese don. Después ya en el África, fue cuando terminé por entender que todo aquello era verdad. Cuando estábamos bajo el fuego de la batalla, pensé en lo que mi abuela me decía cuando yo estuve enfermo y recordé el aroma y el sabor de sus cocimientos de hierbas, con mastuerzo y galán de noche, con marabú y la siguaraya. En las costumbres y los ritos africanos hallé mis raíces perdidas y con todas las hierbas de mi abuela me acordé del centellazo... 

Poco después rodábamos en el Volkswagen ruso hacia San Lázaro. Teníamos que visitar primero la casa del santón, del gran babalocha, y lo increíble del asunto era que ya yo no pensaba más en Natasha, y me decía a mi mismo que era mejor así porque me daba un pálpito de que con la bella rusa entre nosotros pudiera ser que se llevaran presos a mis amigos ecobios…

NOTA: el texto con mínimas modificaciones pertenece al Capítulo X  de mi novela “Escribir en La Habana”.  Premio Narrativa en Bienal de Literatura José Rafael Pocaterra del Ateneo de Valencia, Edo Carabobo, ese año 1994. 

Maracaibo, lunes 21 de junio del año 2021, en pandemia de Covid-19.

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