sábado, 24 de marzo de 2018

“Yo quiero patólogos…”



“Yo quiero patólogos…”

Con este título, insisto en mis deseos de hace casi 30 años, y aunque ya desde 1998 estoy jubilado de la docencia, sigo sintiéndome maestro de mis numerosos discípulos para quienes les repito, como quisiera verlos ejercer.

”Yo quiero patólogos que todo lo indaguen, que entiendan de historia, que aprecien la música… Yo quiero patólogos que todo lo sepan, que sientan el soplo de la poesía, que escuchen a Mozart, a Bach y a Ilan Chester, que todos los días cuando lean la prensa les duela la patria… Que al diagnosticar un tumor muy malo, de esos que no saca cualquier cacha e palo, tengan siempre en mente que ustedes trabajan para ese paciente, sin falsos alardes, sin echonerías, estudiando mucho, con tanto tesón y tal gallardía que en todos sus actos se irradie alegría.
Patólogos quiero que bien se conozcan nuestra geografía y la idiosincrasia de nuestras regiones, que capten del hombre común de esta tierra de gracia sus entonaciones. Yo quiero patólogos que sepan de beisbol y literatura, que tengan buen juicio haciendo el diagnóstico diferencial entre Omar Vizquel y Luis Aparicio, que capten como un testarazo de Hugo Sánchez es una cosa tan hermosa como una salpingitis ístmica nodosa y que si han de enfrentarse con un tumor que es grado III, lo sepan precisar como si fuese una canasta triple del mago Sheppard, ves? 
Quisiera patólogos que se entusiasmasen y se llenasen de emoción al ver publicados los resultados de sus trabajos de investigación, que les guste Chaplin, Agua Santa y la Bassinger catira y que disfruten por igual de una película de Bertolucci que de un filme de Kurosawa Akira; que consideren de los escritos de Santa Teresa, su mística grandeza, de van Gogh el colorido de su cielo arlesiano con todo y el dolor de sus retorcidas encinas y castaños, y que de Héctor Battifora sepan reconocer los ocres tonos de la diaminobencidina; que sean unos propios expertos en dar buenos diagnósticos, que sepan de estrategia, de terapéutica y un poco de logística para que semanalmente discutan y relean la columna de Alexis Márquez sobre nuestra lingüística.
Quisiera patólogos que se encanten repasando los textos de Asturias, Lezama Lima y Alejo Carpentier, que no solo disfruten a rabiar con el Robbins y el Anderson y el Enzinger y Weiss, que gocen por igual con Carlos Fuentes o con el Gabo García Márquez y que también, pues claro está, se lean el Baltzakis, y de memoria, bien caletreadita se aprendan la Santa Biblia de Juancito Rosai. Confío en que logren entender la austera prosa de la doctora Dallembach, ojalá que en el Delta, vean sonriendo el reflejo de las casi setecientas palmeras que plantó José Balza y que tras sus largas medianoches de vídeo, reconozcan al mago de la cara de vidrio que creó Eduardo Liendo. Que sientan palpitar la inmensidad infinita del Unare tal y como la viviera Armas Alfonso, y les alcance el tiempo para tener el goce de releer a Uslar  y al maestro Gallegos, volver sobre Canaima y Doña Bárbara, una por una, y así también quisiera que tuviesen la suerte de disfrutar de la amistad sincera de nuestro hermano mexicano Mario Armando Luna, que conozcan a Ayala y a Nelson Ordoñez, al singular Carlos Bedrossian y a varios de nuestros famosos vecinos colombianos como Carlos Restrepo, a Salazar y a Pelayo Correa, y que sepan que de los patólogos latinoamericanos, el chivo, o sea, el gran gallo, sigue siendo y será el gran maestro Don Ruy Pérez Tamayo.
Yo quisiera tener muchos patólogos cantantes, pero no de esos que solo lo hacen en sus regaderas, no, yo digo de los que pegan lecos con emoción sincera y a quienes siempre les sale su coro como un eco; patólogos que hagan vibrar un aria igual que una ranchera, o un suave valsecito peruano, que disfruten tanto de un cuatro o una bandola como del escuchar un concierto de viola y que gocen con un pasaje o un joropo, o una gaita de cualquier buen zuliano, y claro está, también de un buen polo coriano; que igual les guste el teatro de Breth que el de Ibsen o el de Cabrujas el brillante maestro, que se vuelvan expertos en la llamada salsa erótica, hasta que aprendan tanto como el doctor Mujica, el nuestro, a percibir los encantos de la ópera.
Quisiera ver a los patólogos diciendo lo que sienten, gritando lo que quieren, que sean contestatarios, luchadores sociales, no quiero verlos encerrados en los sótanos de los hospitales; que entiendan que el secreto de la felicidad estriba en querer con pasión su trabajo y decir todo el tiempo la verdad; que limen las aristas, que pulan asperezas... Que perciban y conozcan de frente las luchas, los pesares y las grandes desdichas de nuestros inocentes y sufridos ciudadanos y que por ellos batallen sin desgano, les ofrezcan su mano para modificar tantos entuertos como se ven en el entorno nuestro... Hay un detalle en el que quiero insistir: al patólogo, nunca le estará permitido mentir. Debe ser vertical y sin dobleces, sin verdades a medias, sin mentiras piadosas, sin titubear ni pensarlo dos veces si es necesario reconsiderar una opinión juiciosa...
           Estos son retazos: el discurso de clausura de la SVAP  del año 1991 ya estuvo publicado en este blog el 5 de diciembre de 2013
Maracaibo, 24 de marzo 2018

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