Vacaciones andinas
Me pareció que sería interesante
escuchar más cosas sobre sobre las incidencias de las por vos denominadas “andinas
vacaciones” disfrutadas en La Puerta de
los Andes. Aceptaste la idea y me explicarías con bastantes detalles, cuando percibiste
por vez primera en tu vida, lo que era un temblor de tierra. Uno de más de seis
grados, me aclaraste. Aquel movimiento telúrico, en esos días se debió a un
terremoto en El Tocuyo, una pequeña ciudad del Estado Lara, que quedó
totalmente destruida el año 1050. El Tocuyo es un pueblo que geográficamente saltando
la cordillera, viene a quedar relativamente cercano a La Puerta, la pequeña
ciudad trujillana que está al inicio de la carretera trasandina. Al relatarme
estos hechos me explicaste que tan solo casi veinte años atrás habías tenido la
suerte de conocer a una sobreviviente de aquel sismo, rescatada bajo escombros
cuando era una niña de dos años. Actualmente es una señora doctora que ejerce
el derecho en Barquisimeto, me dijiste, para añadir otro detalle sobre El
Tocuyo que te pareció era relevante. Recientemente, me explicaste que habías
descubierto como en el Tocuyo de Lara habían nacido tu abuelo y tu bisabuelo
materno. Yo me quedé expectante, pero solo te escuché concluir así: en fin,
esas son las vainas familiares de la historia. Lo dijiste casi filosóficamente y
te noté pensativo, mientras regresabas a la historia del temblor de tierra durante
tus vacaciones andinas. Entre la emoción y el susto de sentir el prolongado
sacudón telúrico, todos los vacacionistas en aquel hotel de La Puerta donde
estabas disfrutando del clima parecieron de momento estar afectados. A vos en
particular, para aquel entonces un niño de diez años, te tocaría compartir
comentarios y temores con los otros huéspedes del hotel. Dormir esa noche fuera
de la habitación, envueltos en frazadas pensando tener que salir corriendo al
frío descampado, no había sido nada fácil. Me contaste igualmente que nunca
lograrías olvidar un accidente acaecido en esos días en el mismo hotel. La
explosión de una caldera y un señor italiano, empleado del hotel, sufriría quemaduras
de segundo grado y debió ser trasladado de emergencia al hospital de Valera. A
vos, sin saber cómo ni por qué, cómo me contaste que decía la canción de
Pachito Eché que estaba en la rockola del hotel, una semana después acompañarías
a quienes visitaron al quemado y pudiste verlo envuelto de vendajes, la piel
escaldada, e inolvidablemente empapado con el amarillo del ácido fénico. Me
relataste todas aquellas vivencias, incluyendo la visita inesperada a un
hospital que según recordabas tenía jardines verdes y flores en un parque
interior que terminaría en tu mente por parecerse demasiado a la pintura del
patio del manicomio de Vincent vanGogh. Yo pensé en “Las cartas a Theo”, el
diario de Vincent, e interrumpí tu historia y conversamos sobre ellas. Vos
mismo regresaste a recordar la película “Lust of life” que le valiera un Oscar
a Kirk Douglas. Sin embargo, te comenté no imaginar en el film una barba tan
particular como la del doctor Gachet y vos me corregiste de inmediato, pues
estaba yo confundido con la del cartero Roulin. Nos pareció divertida aquella especie
de contrapunteo pictórico pues ambos habíamos sido fanáticos del
postimpresionismo y Vincent era, quizás con Paul Cézanne, uno de nuestros más
admirados pintores. Regresaste a tus recuerdos del hospital en Valera, y sin
poder saber cómo ni en cual medida, me dijiste, que aquellas experiencias tal
vez valdrían para comprender a tan temprana edad, la importancia de la vida y
la posibilidad de la muerte, percibida en la angustia de aquel trabajador
salvado gracias a haber sido atendido a tiempo y hospitalizado en la ciudad
trujillana asentada al pie de la vía trasandina. Quién sabe, discurrí, si
aquello sirvió para estimular de alguna manera tu interés por la medicina. Me
respondiste insistiendo también, que nunca pudiste olvidar un par de cosas más,
un tanto contradictorias sobre tus vacaciones andinas. La primera tuvo que ver
con la música de la rockola del hotel aquel donde escuchaste cantar por primera
vez a Daniel Santos y a Toña La Negra, y donde sonaba “Juancito Trucupei”, en
la época de “La múcura” y de decenas de canciones y de registros musicales
desde guarachas a porros y cumbias colombianas, y Jorge Negrete que entonaba
aquello de “voz de la guitarra mía”, me aseguraste, que existirían igualmente
una buena cantidad de boleros románticos que se quedarían incrustadas en tus
recuerdos. Me hablaste del hotel con tanta nostalgia que yo pensé en el film
“Hotel Budapest” tan lleno de coloridas e inimaginables aventuras y es que sin
darme tregua vos quisiste regresar a otro de tus recuerdos de las cosas que te
sucedieran durante aquellas vacaciones en las montañas andinas. No me lo
creeréis, me dijiste, pero tuvo que ver con la lectura. Ya me habías informado
sobre tus acercamientos a la mitología griega en el hotel de los nazis un par
de años antes en Timotes, pero para aquellos días, los del terremoto, me
explicaste que estabas leyendo “Los verdes años” de A. J. Cronin, y al
comentarme sobre el escritor, un escocés me dijiste que también era el autor de
“La ciudadela”, libro sobre la medicina,
el cual supe que leerías un par de años después. Es una novela clásica, me
explicaste, en la que Cronin relata la
vida de un médico idealista luchando en una población de mineros de carbón. Yo
te iba a interrumpir con un comentario cinéfilo pues vino a mi mente el film
“Molly MacGuire” con Richard Harris y Sean Connery, sobre otros mineros del
carbón, pero vos proseguiste para contarme sobre tus lecturas de aquellos días,
con otras obras como Oliver Twist y David Copperfield de Dickens y algunas más menos
clásicas, como Alegre de Hugo Wast, que para la época podrían no parecer
adecuadas para un niño de diez años, pero que vos ya te las habías leído,
gracias a una sana costumbre inculcada tempranamente por tu madre. También,
recuerdo bien que vos mismo insististe en que querías que hablásemos sobre algo
más que era, y me lo dijiste en inglés, precisándolo cómo “the last but not
least” lo cual valía para decir que a pesar de haberlo dejado de último no te
parecía el menos importante. Este fue el modo como iniciaste tu cuasi confesión
de cómo te habías enamorado de una niña pequeña de estatura y morenita a quien
también le gustaba de la lectura. Lo cierto es que lo que me decías, me sonó a
cuento, especialmente cuando me explicaste que ella tenía tan solo ocho o nueve
años. Ese es un cuento chino, te lo dije, y no obstante llegaría a aceptar tus
recuerdos nebulosos en los que creería verlos, ambos cabalgando al paso o al
trote, en el mismo caballo, hacia un río, o caminando de la mano por las calles
del pueblo. Por tu relato, estoy convencido de que aquel cariño envuelto en
girones de neblina habría nacido en medio de una inocencia absoluta,
especialmente conociendo los empecinados esfuerzos que llenaban tu espíritu en
aquellos años cuando estabas seguro de que ibas a ser misionero para salvar
almas y llevarlas al empireum. Me confesaste que ese amor lo llevarías oculto
platónicamente durante muchos años, sin haber sido nunca revelado ante nadie, e
igualmente tampoco fue jamás correspondido. Te pregunté cómo cuadraba lo de la niña
morenita con tu obsesionante idea de ser misionero en Calcuta, pero vos
quisiste enfáticamente separar esos dos temas. Recuerdo que me dijiste. No me
mezcléis las cosas que la gimnasia no es
magnesia. Esa fue tu respuesta directa. Luego de algunas cavilaciones,
regresaste a otras remembranzas de tus vacaciones andinas, entre verdes
montañas, rodando en el Buick azul. Sería en otra vacación, antes o después, no
lo recordabas, tampoco estabas muy seguro de si sucedería en el mismo hotel de
La Puerta, pero decidiste relatarme otro asunto. Me contaste que habías sentido
una alegría especial cuando viste aparecer nuevamente a Ariadnita, a quien ya
habías conocido en otra vacación andina y quien había crecido un poco más. Ella
en realidad era un par de años mayor que vos, sin ser más alta y ambos
estudiaban antes de iniciar el bachillerato. Te pedí precisión y vos le
calculaste a la valencianita unos doce años. Me la describiste como una carajita
delgada, bonitica, y ya me habías dicho que era muy conversadora. ¡Diantre vos
si habláis!, eso fue lo que le dijiste vos mismo a volver a escuchar su
parloteo. A tus tías, ella les parecía, un amor de niña pues era hija única y
estaba nuevamente vacacionando con sus padres en la casa vecina, así que era
imposible no verla. Entre santa y santo, pared de cal y canto. El refrán llegó
a tu mente y me lo repetiste sonriendo complacido, rememorando el dicho en boca
de una de tus tías santurronas, para luego informarme que tu primita y vos, tan
solo habían tenido una especie de conexión literaria. Después para usar tus
propias palabras, añadiste, con algunos mínimos rascabucheos. Me reí solicitándote más información, pero
después de la magnesia y la gimnasia con lo de la niña morenita, pensé que
debería ser cuidadoso con el tema de tus conexiones con el sexo opuesto, Tan
solo regresé al dicho aquel, “de cal y canto” y lo repetí riéndome, al recordar que se refería a la
pared entre dos santos, Vino a mi mente la pared de la esquina, aquella que
denominábamos en el colegio, la maldita pared. Esa maldita pared, la tengo que
romper algún día. Era imposible pensar en esa frase, sin recordar a Felipe
Pirela, quien cantaba lo de la pared maldita todo el tiempo en la radio. Según
me dijiste, todavía lo hacía dentro de tu cabeza, y unos años más tarde lo
oirías siempre gimiendo desde una rockola. Supongo que no sería la misma, la de
aquel hotel en los Andes, o si habría sido una que se derrumbó en el Tocuyo, o
quién sabe si en otro sitio no tan santo, seguro estuve en aquel momento que
más adelante me lo podrías aclarar. Regresamos a tus vacaciones y me informaste
que por aquellos tiempos vos ni sabías de primas ni de hermanas, sencillamente
porque no las tenías. Habías conocido a tu primita Ariadna en vacaciones, pero
me explicaste que ni le parabas mucha bola puesto que vos lo que para la época querías
era ser misionero. Leías mucho y jugabas de alero, eras el wing más rápido y
certero de tu equipo. Quise hacer un recuento de lo de las niñas de tu
infancia, y vos no me ayudaste mucho. A ver, te dije: estaba la morenita, pero
ella era etérea, así que la única niña de carne y hueso venía a ser Ariadnita,
tu prima. Las verdaderas mujeres eran más bien siempre ilusiones
cinematográficas. Así me lo aclaraste para añadir. Una cosa era cierta. Ariadna
hablaba sin parar. Es que estar con ustedes me fascina. Así dizque te decía
sonriente en la casita que lindaba con un riachuelo de agua helada entre
piedras blancas. A toda hora te buscaba, e iba parloteando sin parar en la
cocina. Ella era para vos un fenómeno extraño. Para empezar, ni sabías vos que
las mujeres podían leer de todo. Eso se lo dijiste. Las como yo, mujeres, te lo
dijo ella misma, somos lectoras y muy buenas. Ven conmigo, acompáñame, ca´man
boy. Sorpresa tras sorpresa, mientras la valencianita te repetía. Ven, vayamos
hasta el río, y te repreguntaba, ¿y tú no quieres pescar hoy?, ¡son preciosas
las truchas! Ambos sentados en la mesa, las arepas de trigo, la mantequilla,
¿quieres avena?, ponte el suéter que hay frío. Vos entonces, me contaste como
le respondías. ¡Vos habláis más que una loca!, y ella riéndose te decía que sí.
No sé por qué pero es que a mí me gusta andar contigo. Vos le planteabas que
pudiese ser debido a lo del gusto por la lectura. ¿Vos no conocéis a Miguel
Strogoff? ¡Ay chico, claro que me he leído a Julio Verne! Así eras vos,
inquisitivo, y por eso se te ocurrió
decirle que nunca hubieses imaginado que existían niñas lectoras. ¡Niñas, jajá!
Sí, debemos conocernos mejor, y tal vez si vivieras en nuestra ciudad, por que
nosotras vivimos en Valencia que es ya bastante lejos. Vos le contaste entonces
como era el asunto de vivir en tu ciudad de fuego, le hablaste del colegio, de
tus libros, y ella te respondía sin darte tregua. Pero chico ¿sabes qué? Es que
estamos muy lejos, y ¿Cuándo nos veremos? ¿Quién sabe si tan solo una vez cada año? Pero
a mí me encanta estar contigo. Pero, ¿cómo me dices que todavía no has podido
leer a Dumàs? Vos creías que eran cuentos los que te echaba Ariadna, y así fue
más o menos, como según me contaste, que iría tu conversa. Me comentaste
remolón que finalmente llegaste a decirle. Es que hay ciertas lecturas, vos
sabéis. ¿Que qué? ¡Pero bueno Ariadna!, mis fallas son de algunos libros que no
logré leer, porque me estaban prohibidos. Ella alarmada te interrumpió para
preguntarte con asombro. ¿Cómo que no te dejaban leer?, ¿a quién? Vos a la
defensiva le respondiste entonces con francas evasivas. Es que, ya vos sabéis,
¿cómo te digo? ¡Ay mijito!, respondió tu primita. ¡Cómo que te tienen
encerrado, mi amor! No puede ser. Era bastante complicada tu situación. Mientras
ella seguía interrogándote, vos ibas parapeteándote… Vai pues, esperate chica, es que esos eran
algunos, ciertos libros, los indexados. Ella sin darte tregua volvía a la
carga. ¿Qué te están prohibidos? Era que vos entonces hubieses querido
acorralarla y argüías cualquier cosa. Mirá Ariadna, vos ni sabéis de que trata
el index ese, te estoy hablando de algo muy antiguo, es una vaina religiosa,
vos ni tan siquiera sabéis quienes son los hijos del capitán Grant, vos no
conocéis al tigre de la Malasia, nunca como yo, vos ni sabréis nunca donde está
el Estrecho de Torres. En tan literarios instantes, habría de haber intervenido
yo mismo, lo pensé, pero no andaba yo entre montañas como vos, yo, quien ahora
soy tu amanuense, me declaro también estupefacto sobre tus argumentos e intenté
volver al asunto de la pared y de la literatura en los portales olvidados, llamémosla
rupestre, pues no era cuneiforme, pero vos decidido a terminar tu historia, proseguiste
para informarme que cuando tu prima Ariadna regresó a tu diatriba sobre el
index literario, te tomó ambas manos y te dijo risueña. Jajajá, ¡ay mi amorcito
lindo!, yo te cambio a mi Edmundo Dantés por tu Sandokán, y vos dizque molesto
terciaste protestando. ¡No me queráis apabullar!, pero ella regresó para
insistir. Mijo, pero es que tienes que saber qué hace ya muchos años, la Santa
Inquisición dejó de ser, tú tienes que poder leer de todo, aunque ¿sabes algo?,
eso a mí no me importa chico, ¿sabes por qué? ¡Porque me gustas mucho mucho, sí,
me gustas mucho tú! ¡Ay mi primito! Vos entonces me confesaste que te sentirías
mejor y hasta te atreviste a decirle. Vai Ariadnita decime vos si no te importa
que te llame Julieta. Ella muerta de risa dizque te respondió. ¡Qué romántico
eres!, y tú chico, ¿quieres ser mi Romeo? Vos saliste de nuevo a la defensiva.
¡Pero bueno chica!, ¿qué es lo que te pasa? ¿Cómo que te estáis burlando de mí?
¿Vais a empezar otra vez?, y ella… Pero amorcito lindo… Y vos. ¡Qué mi amorcitolindo
del carrizo!, y ella muerta de risa. Pero mi Rodriguito lindo, no vamos a
pelear por eso, ven acá. Está bien. Dame un beso, así, sí. Aquí... ¿Otro más? Vai
pues. ¿Así? Goloso...
Fragmento de una novela inédita, aún sin título...
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