martes, 26 de mayo de 2015

Vacaciones andinas





Vacaciones andinas
Me pareció que sería interesante escuchar más cosas sobre sobre las incidencias de las por vos denominadas “andinas vacaciones”  disfrutadas en La Puerta de los Andes. Aceptaste la idea y me explicarías con bastantes detalles, cuando percibiste por vez primera en tu vida, lo que era un temblor de tierra. Uno de más de seis grados, me aclaraste. Aquel movimiento telúrico, en esos días se debió a un terremoto en El Tocuyo, una pequeña ciudad del Estado Lara, que quedó totalmente destruida el año 1050. El Tocuyo es un pueblo que geográficamente saltando la cordillera, viene a quedar relativamente cercano a La Puerta, la pequeña ciudad trujillana que está al inicio de la carretera trasandina. Al relatarme estos hechos me explicaste que tan solo casi veinte años atrás habías tenido la suerte de conocer a una sobreviviente de aquel sismo, rescatada bajo escombros cuando era una niña de dos años. Actualmente es una señora doctora que ejerce el derecho en Barquisimeto, me dijiste, para añadir otro detalle sobre El Tocuyo que te pareció era relevante. Recientemente, me explicaste que habías descubierto como en el Tocuyo de Lara habían nacido tu abuelo y tu bisabuelo materno. Yo me quedé expectante, pero solo te escuché concluir así: en fin, esas son las vainas familiares de la historia. Lo dijiste casi filosóficamente y te noté pensativo, mientras regresabas a la historia del temblor de tierra durante tus vacaciones andinas. Entre la emoción y el susto de sentir el prolongado sacudón telúrico, todos los vacacionistas en aquel hotel de La Puerta donde estabas disfrutando del clima parecieron de momento estar afectados. A vos en particular, para aquel entonces un niño de diez años, te tocaría compartir comentarios y temores con los otros huéspedes del hotel. Dormir esa noche fuera de la habitación, envueltos en frazadas pensando tener que salir corriendo al frío descampado, no había sido nada fácil. Me contaste igualmente que nunca lograrías olvidar un accidente acaecido en esos días en el mismo hotel. La explosión de una caldera y un señor italiano, empleado del hotel, sufriría quemaduras de segundo grado y debió ser trasladado de emergencia al hospital de Valera. A vos, sin saber cómo ni por qué, cómo me contaste que decía la canción de Pachito Eché que estaba en la rockola del hotel, una semana después acompañarías a quienes visitaron al quemado y pudiste verlo envuelto de vendajes, la piel escaldada, e inolvidablemente empapado con el amarillo del ácido fénico. Me relataste todas aquellas vivencias, incluyendo la visita inesperada a un hospital que según recordabas tenía jardines verdes y flores en un parque interior que terminaría en tu mente por parecerse demasiado a la pintura del patio del manicomio de Vincent vanGogh. Yo pensé en “Las cartas a Theo”, el diario de Vincent, e interrumpí tu historia y conversamos sobre ellas. Vos mismo regresaste a recordar la película “Lust of life” que le valiera un Oscar a Kirk Douglas. Sin embargo, te comenté no imaginar en el film una barba tan particular como la del doctor Gachet y vos me corregiste de inmediato, pues estaba yo confundido con la del cartero Roulin. Nos pareció divertida aquella especie de contrapunteo pictórico pues ambos habíamos sido fanáticos del postimpresionismo y Vincent era, quizás con Paul Cézanne, uno de nuestros más admirados pintores. Regresaste a tus recuerdos del hospital en Valera, y sin poder saber cómo ni en cual medida, me dijiste, que aquellas experiencias tal vez valdrían para comprender a tan temprana edad, la importancia de la vida y la posibilidad de la muerte, percibida en la angustia de aquel trabajador salvado gracias a haber sido atendido a tiempo y hospitalizado en la ciudad trujillana asentada al pie de la vía trasandina. Quién sabe, discurrí, si aquello sirvió para estimular de alguna manera tu interés por la medicina. Me respondiste insistiendo también, que nunca pudiste olvidar un par de cosas más, un tanto contradictorias sobre tus vacaciones andinas. La primera tuvo que ver con la música de la rockola del hotel aquel donde escuchaste cantar por primera vez a Daniel Santos y a Toña La Negra, y donde sonaba “Juancito Trucupei”, en la época de “La múcura” y de decenas de canciones y de registros musicales desde guarachas a porros y cumbias colombianas, y Jorge Negrete que entonaba aquello de “voz de la guitarra mía”, me aseguraste, que existirían igualmente una buena cantidad de boleros románticos que se quedarían incrustadas en tus recuerdos. Me hablaste del hotel con tanta nostalgia que yo pensé en el film “Hotel Budapest” tan lleno de coloridas e inimaginables aventuras y es que sin darme tregua vos quisiste regresar a otro de tus recuerdos de las cosas que te sucedieran durante aquellas vacaciones en las montañas andinas. No me lo creeréis, me dijiste, pero tuvo que ver con la lectura. Ya me habías informado sobre tus acercamientos a la mitología griega en el hotel de los nazis un par de años antes en Timotes, pero para aquellos días, los del terremoto, me explicaste que estabas leyendo “Los verdes años” de A. J. Cronin, y al comentarme sobre el escritor, un escocés me dijiste que también era el autor de “La ciudadela”,  libro sobre la medicina, el cual supe que leerías un par de años después. Es una novela clásica, me explicaste,  en la que Cronin relata la vida de un médico idealista luchando en una población de mineros de carbón. Yo te iba a interrumpir con un comentario cinéfilo pues vino a mi mente el film “Molly MacGuire” con Richard Harris y Sean Connery, sobre otros mineros del carbón, pero vos proseguiste para contarme sobre tus lecturas de aquellos días, con otras obras como Oliver Twist y David Copperfield de Dickens y algunas más menos clásicas, como Alegre de Hugo Wast, que para la época podrían no parecer adecuadas para un niño de diez años, pero que vos ya te las habías leído, gracias a una sana costumbre inculcada tempranamente por tu madre. También, recuerdo bien que vos mismo insististe en que querías que hablásemos sobre algo más que era, y me lo dijiste en inglés, precisándolo cómo “the last but not least” lo cual valía para decir que a pesar de haberlo dejado de último no te parecía el menos importante. Este fue el modo como iniciaste tu cuasi confesión de cómo te habías enamorado de una niña pequeña de estatura y morenita a quien también le gustaba de la lectura. Lo cierto es que lo que me decías, me sonó a cuento, especialmente cuando me explicaste que ella tenía tan solo ocho o nueve años. Ese es un cuento chino, te lo dije, y no obstante llegaría a aceptar tus recuerdos nebulosos en los que creería verlos, ambos cabalgando al paso o al trote, en el mismo caballo, hacia un río, o caminando de la mano por las calles del pueblo. Por tu relato, estoy convencido de que aquel cariño envuelto en girones de neblina habría nacido en medio de una inocencia absoluta, especialmente conociendo los empecinados esfuerzos que llenaban tu espíritu en aquellos años cuando estabas seguro de que ibas a ser misionero para salvar almas y llevarlas al empireum. Me confesaste que ese amor lo llevarías oculto platónicamente durante muchos años, sin haber sido nunca revelado ante nadie, e igualmente tampoco fue jamás correspondido. Te pregunté cómo cuadraba lo de la niña morenita con tu obsesionante idea de ser misionero en Calcuta, pero vos quisiste enfáticamente separar esos dos temas. Recuerdo que me dijiste. No me mezcléis las cosas  que la gimnasia no es magnesia. Esa fue tu respuesta directa. Luego de algunas cavilaciones, regresaste a otras remembranzas de tus vacaciones andinas, entre verdes montañas, rodando en el Buick azul. Sería en otra vacación, antes o después, no lo recordabas, tampoco estabas muy seguro de si sucedería en el mismo hotel de La Puerta, pero decidiste relatarme otro asunto. Me contaste que habías sentido una alegría especial cuando viste aparecer nuevamente a Ariadnita, a quien ya habías conocido en otra vacación andina y quien había crecido un poco más. Ella en realidad era un par de años mayor que vos, sin ser más alta y ambos estudiaban antes de iniciar el bachillerato. Te pedí precisión y vos le calculaste a la valencianita unos doce años. Me la describiste como una carajita delgada, bonitica, y ya me habías dicho que era muy conversadora. ¡Diantre vos si habláis!, eso fue lo que le dijiste vos mismo a volver a escuchar su parloteo. A tus tías, ella les parecía, un amor de niña pues era hija única y estaba nuevamente vacacionando con sus padres en la casa vecina, así que era imposible no verla. Entre santa y santo, pared de cal y canto. El refrán llegó a tu mente y me lo repetiste sonriendo complacido, rememorando el dicho en boca de una de tus tías santurronas, para luego informarme que tu primita y vos, tan solo habían tenido una especie de conexión literaria. Después para usar tus propias palabras, añadiste, con algunos mínimos rascabucheos.  Me reí solicitándote más información, pero después de la magnesia y la gimnasia con lo de la niña morenita, pensé que debería ser cuidadoso con el tema de tus conexiones con el sexo opuesto, Tan solo regresé al dicho aquel, “de cal y canto” y lo repetí  riéndome, al recordar que se refería a la pared entre dos santos, Vino a mi mente la pared de la esquina, aquella que denominábamos en el colegio, la maldita pared. Esa maldita pared, la tengo que romper algún día. Era imposible pensar en esa frase, sin recordar a Felipe Pirela, quien cantaba lo de la pared maldita todo el tiempo en la radio. Según me dijiste, todavía lo hacía dentro de tu cabeza, y unos años más tarde lo oirías siempre gimiendo desde una rockola. Supongo que no sería la misma, la de aquel hotel en los Andes, o si habría sido una que se derrumbó en el Tocuyo, o quién sabe si en otro sitio no tan santo, seguro estuve en aquel momento que más adelante me lo podrías aclarar. Regresamos a tus vacaciones y me informaste que por aquellos tiempos vos ni sabías de primas ni de hermanas, sencillamente porque no las tenías. Habías conocido a tu primita Ariadna en vacaciones, pero me explicaste que ni le parabas mucha bola puesto que vos lo que para la época querías era ser misionero. Leías mucho y jugabas de alero, eras el wing más rápido y certero de tu equipo. Quise hacer un recuento de lo de las niñas de tu infancia, y vos no me ayudaste mucho. A ver, te dije: estaba la morenita, pero ella era etérea, así que la única niña de carne y hueso venía a ser Ariadnita, tu prima. Las verdaderas mujeres eran más bien siempre ilusiones cinematográficas. Así me lo aclaraste para añadir. Una cosa era cierta. Ariadna hablaba sin parar. Es que estar con ustedes me fascina. Así dizque te decía sonriente en la casita que lindaba con un riachuelo de agua helada entre piedras blancas. A toda hora te buscaba, e iba parloteando sin parar en la cocina. Ella era para vos un fenómeno extraño. Para empezar, ni sabías vos que las mujeres podían leer de todo. Eso se lo dijiste. Las como yo, mujeres, te lo dijo ella misma, somos lectoras y muy buenas. Ven conmigo, acompáñame, ca´man boy. Sorpresa tras sorpresa, mientras la valencianita te repetía. Ven, vayamos hasta el río, y te repreguntaba, ¿y tú no quieres pescar hoy?, ¡son preciosas las truchas! Ambos sentados en la mesa, las arepas de trigo, la mantequilla, ¿quieres avena?, ponte el suéter que hay frío. Vos entonces, me contaste como le respondías. ¡Vos habláis más que una loca!, y ella riéndose te decía que sí. No sé por qué pero es que a mí me gusta andar contigo. Vos le planteabas que pudiese ser debido a lo del gusto por la lectura. ¿Vos no conocéis a Miguel Strogoff? ¡Ay chico, claro que me he leído a Julio Verne! Así eras vos, inquisitivo, y por eso  se te ocurrió decirle que nunca hubieses imaginado que existían niñas lectoras. ¡Niñas, jajá! Sí, debemos conocernos mejor, y tal vez si vivieras en nuestra ciudad, por que nosotras vivimos en Valencia que es ya bastante lejos. Vos le contaste entonces como era el asunto de vivir en tu ciudad de fuego, le hablaste del colegio, de tus libros, y ella te respondía sin darte tregua. Pero chico ¿sabes qué? Es que estamos muy lejos, y ¿Cuándo nos veremos?  ¿Quién sabe si tan solo una vez cada año? Pero a mí me encanta estar contigo. Pero, ¿cómo me dices que todavía no has podido leer a Dumàs? Vos creías que eran cuentos los que te echaba Ariadna, y así fue más o menos, como según me contaste, que iría tu conversa. Me comentaste remolón que finalmente llegaste a decirle. Es que hay ciertas lecturas, vos sabéis. ¿Que qué? ¡Pero bueno Ariadna!, mis fallas son de algunos libros que no logré leer, porque me estaban prohibidos. Ella alarmada te interrumpió para preguntarte con asombro. ¿Cómo que no te dejaban leer?, ¿a quién? Vos a la defensiva le respondiste entonces con francas evasivas. Es que, ya vos sabéis, ¿cómo te digo? ¡Ay mijito!, respondió tu primita. ¡Cómo que te tienen encerrado, mi amor! No puede ser. Era bastante complicada tu situación. Mientras ella seguía interrogándote, vos ibas parapeteándote…  Vai pues, esperate chica, es que esos eran algunos, ciertos libros, los indexados. Ella sin darte tregua volvía a la carga. ¿Qué te están prohibidos? Era que vos entonces hubieses querido acorralarla y argüías cualquier cosa. Mirá Ariadna, vos ni sabéis de que trata el index ese, te estoy hablando de algo muy antiguo, es una vaina religiosa, vos ni tan siquiera sabéis quienes son los hijos del capitán Grant, vos no conocéis al tigre de la Malasia, nunca como yo, vos ni sabréis nunca donde está el Estrecho de Torres. En tan literarios instantes, habría de haber intervenido yo mismo, lo pensé, pero no andaba yo entre montañas como vos, yo, quien ahora soy tu amanuense, me declaro también estupefacto sobre tus argumentos e intenté volver al asunto de la pared y de la literatura en los portales olvidados, llamémosla rupestre, pues no era cuneiforme, pero vos decidido a terminar tu historia, proseguiste para informarme que cuando tu prima Ariadna regresó a tu diatriba sobre el index literario, te tomó ambas manos y te dijo risueña. Jajajá, ¡ay mi amorcito lindo!, yo te cambio a mi Edmundo Dantés por tu Sandokán, y vos dizque molesto terciaste protestando. ¡No me queráis apabullar!, pero ella regresó para insistir. Mijo, pero es que tienes que saber qué hace ya muchos años, la Santa Inquisición dejó de ser, tú tienes que poder leer de todo, aunque ¿sabes algo?, eso a mí no me importa chico, ¿sabes por qué? ¡Porque me gustas mucho mucho, sí, me gustas mucho tú! ¡Ay mi primito! Vos entonces me confesaste que te sentirías mejor y hasta te atreviste a decirle. Vai Ariadnita decime vos si no te importa que te llame Julieta. Ella muerta de risa dizque te respondió. ¡Qué romántico eres!, y tú chico, ¿quieres ser mi Romeo? Vos saliste de nuevo a la defensiva. ¡Pero bueno chica!, ¿qué es lo que te pasa? ¿Cómo que te estáis burlando de mí? ¿Vais a empezar otra vez?, y ella… Pero amorcito lindo… Y vos. ¡Qué mi amorcitolindo del carrizo!, y ella muerta de risa. Pero mi Rodriguito lindo, no vamos a pelear por eso, ven acá. Está bien. Dame un beso, así, sí. Aquí... ¿Otro más? Vai pues.  ¿Así? Goloso...

Fragmento de una novela inédita, aún sin título...

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