Pedro Mairal nació en Buenos Aires en 1970. Su
novela "Una noche con Sabrina Love" recibió el Premio Clarín de
Novela en 1998 y fue llevada al cine en 2000. Publicó además las novelas
"El año del desierto" y "Salvatierra"; un volumen de
cuentos, "Hoy temprano"; y dos libros de poesía, "Tigre como los
pájaros" (Mención Premio Fortabat). y
"Consumidor final". Ha sido traducido y editado en Francia, Italia,
España, Portugal, Polonia y Alemania. En 2007 fue incluido, por el jurado de
Bogotá39, entre los mejores escritores jóvenes latinoamericanos. En 2011
condujo el programa de televisión sobre libros Impreso en Argentina.
El autor, hijo de uno de
los abogados argentinos de mayor prestigio - Héctor
Mairal, había escrito en la revista Brando, en 2006, un texto notable acerca de
las Tetas. Tras lo cual la revista Soho, de Bogotá, Colombia, le pidió que
escriba sobre el culo.
BOGOTÁ
(Soho). No suelo concordar
con el prójimo varón sobre cuál es el mejor culo. Noto un gusto general por el
culito escuálido de las modelos flacas. A mí me gustan grandes, hospitalarios,
macizos. Me gusta el culo balcón, que sobresale y se autosustenta como un milagro
de ingeniería. El culo bien latino, rappero, reggaetón, de doble pompa viva y
prodigiosa. Me salen versos cuando hablo
de culos. Quizá porque en los culos hay algo más antiguo y atávico que en las
tetas, que en realidad son una intelectualización. Las tetas son renacentistas,
pero el culo es primitivo, neaderthaliano. Con su poder de atracción
inequívoca, su convergencia invitadora, es un hit prehistórico. Despierta
nuestro costado más bestial: el del acoplamiento en cuatro patas. Las tetas son
un invento más reciente, son prosaicas. El culo, en cambio, es lírico, musical,
candencioso, indiscernible del meneo de caderas, del ritmo, la batida de la
bossa que retrata a la garota que se aleja en Ipanema. Porque el culo siempre
se aleja, siempre se va yendo, invitando a que lo sigan. Se mueve en dirección
contraria de las tetas, que siempre vienen y por eso suelen ser alarmantes,
amenazadoras, casi bélicas (me acuerdo de las tetas de Afrodita, la novia de Mazinger Z, que se disparaban como dos misiles). Las
tetas confrontan, el culo huye, es elegía de sí mismo, se va yendo como la vida misma y deja tristes a los hombres
pensando qué cosa más linda, más llena de gracia aquella morena que viene y que
pasa con dulce balance camino del mar. Las argentinas tienen orto, las
colombianas jopo, las brasileras bunda, las mexicanas bote, las peruanas tarro,
las cubanas nevera o fambeco, las chilenas tienen poto. O mejor dicho, las
chilenas no tienen poto, según mis amigos transandinos que se quejan de esa
falta y quedan asombrados cuando viajan por Latinoamérica. Yo mismo casi me
encadeno a la muralla del Baluarte de San Francisco, en el último Festival de
Cartagena de Indias, para no tener que volver y poder seguir admirando el
desfile incesante de cartageneras o barranquilleras cuyos culos altaneros
merecían no este breve artículo sino un tratado enciclopédico o un poemario
como el Canto General.
De las cosas que hacen las mujeres por su culo, la que más ternura me da
es cuando lo acercan a la estufa para calentarlo. No lo pueden evitar. Pasan
frente a una chimenea o un radiador y acercan el culo, lo empollan un rato. El
culo es la parte más fría de una mujer. Siempre
sorprende al tacto esa temperatura, el frescor del cachete en el primer
encuentro con la mano.
Durante el abrazo, se puede llegar a los cachetes de dos maneras. Una es
desde arriba, si la mujer tiene puesto un pantalón, pero es dificultoso y lo
ajustado de la tela impide la maniobra y la palmada vital. La otra forma es
desde abajo y eso es lo mejor, cuando se alcanza el culo levantando de a poco
el vestido, por los muslos, y de pronto se llega a esas órbitas gemelas, esa
abundancia a manos llenas. En ese instante se siente que las manos no fueron
hechas para ninguna otra cosa más que palpar esa felicidad, para sentir con
todos los músculos del cuerpo la blanda gravitación, el peso exacto de la
redondez terrestre.
Se suele pensar que, en el sexo, la posición de perrito somete a la
mujer. Pero hay que decir que abordar por detrás a una mujer de ancas poderosas
puede ser todo lo contrario: es como acoplarse a una locomotora, como engancharse en la fuerza de la vida, hay
que seguirla, no es fácil, uno queda subordinado a su energía, hay que
trabajar, darle mucha bomba, carbón para la máquina. Es uno el que queda
sometido a su gran expectativa, absorto, subyugado, vaciándose para siempre en la doble esfera viva de esa mantis
religiosa.
Una vez vi un hombre de unos 45 años dando vueltas al parque,
corriendo tras su personal trainer. Lo curioso es que era una personaltrainer,
y las calzas azules de esta profesora de gimnasia evidenciaban que tenía un
doctorado en glúteos. Como el burro tras la
zanahoria, el hombre corría tras ella sin pensar en nada más que ese
seguimiento personal. No me sorprendería que a la media hora hubiera un grupo
de corredores trotando detrás, en caravana. La música de los culos es la del
flautista de Hamelin. Los hombres, con su legión de ratones, van tras ella,
hipnotizados.
Las mujeres saben aprovechar sus recursos. Yo trabajé en una empresa en
el mismo piso que una arquitecta narigona (esas narigonas sexys) y con un
'tremendo fambeco'. Ella sabía que era su mejor ángulo y lo hacía valer, con
unos pantalones ajustados que dejaban todo temblando. Era una de esas oficinas
cuadradas, llenas de líneas rectas: el almanaque cuadriculado, la tabla
rectangular del escritorio, la ventana, los
estantes, las carpetas de archivos. Un lugar irrespirable de no ser por el culo
de la arquitecta que a veces pasaba camino a tesorería o a la fotocopiadora. Su
culo era lo único redondo en todo este edificio de oficinas. Lo único vivo yo
creo. Nunca intenté nada (se decía que tenía un novio), pero en una época yo
pensaba escribir una novela con los acoplamientos heroicos que imaginé con
ella. Una novela que iba a titular, con un guiño a Greenaway, 'El culo de una
arquitecta'.
No escribí ni dos líneas de esa novela, pero sí algunos poemas que
ella nunca leyó. Me acuerdo que la veía antes de verla, la intuía en un ritmo
particular que tenía el sonido de sus pasos, un peso, un roce de la cara
interna de sus muslos de falsa mulata. Cuando aparecía en el rabillo de mi ojo,
ya sabía plenamente que se trataba de ella. Y pasaba y todo se detenía un
instante, el memo, el mail, la voz en el teléfono, todo se curvaba de pronto,
no había más rectas, todo se ovalaba, se abombaba, y el corazón del oficinista
medio quedaba bailando. No exagero.
Además era plena crisis del 2002. Todo se derrumbaba, caían los
ministros, los presidentes, caía la economía, la moneda, la bolsa, caía el gran
telón pintado del primer mundo, caía la moral, el ingreso per cápita, todo
caía, salvo el culo de la arquitecta que parecía subir y subir, cada vez más
vivaracho, más mordible, más esférico, más encabritado en su oscilación por los
corredores, pasando en un meneo vanidoso que parecía ir diciendo no, mirame
pero no, seguime pero no, dedicame poemas pero no. Ojalá ella llegue a leer
esto algún día y se entere del bien que me hizo durante esos dos años con solo
ser parte de mi día laborable pasando con tanta gracia frente al mono de mi
hormona. Y ojalá se entere también que, cuando me echaron, lo único que lamenté
fue dejar de verla desfilar por los pasillos, respingando el durazno gigante de
su culo soñado.
Pedro Mairal
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