Elipse
6/27/2002Jorge García Tamayo
La figura del hombre escinde el aire denso del atardecer. Silenciosamente se escurre de su choza y perseguido por el ruido de sus pisadas sobre los apergaminados cadáveres de las hojas, corre hasta perderse en la intrincada ramazón. Su mirada aletea entre los árboles, secciona lianas y bejucos encontrando siempre el camino más corto. Alas de cuervo parpadeantes en sus hendiduras atisban husmeando, degustando casi los últimos reflejos de luz olvidados entre los espesos helechos y bajo los troncos leñosos. Saltan brillantes las chispas del río persiguiendo sus pasos, y él se apresura un poco, haciendo gemir la arena limpia entre las grandes piedras, y se detiene escuchando atento en la penumbra predecesora de la noche mientras permite que su cuerpo se dibuje en las charcas. En lo alto, los araguatos gritan imitando los perros. El suelo húmedo cubierto de vegetación exuda un vaho tibio que enturbia sus pensamientos y lo convida a descansar. Fluye el aliento de la tierra por sus poros y alumbra con pequeños relámpagos de fuego la oscuridad de la selva. En la lejanía se percibe el trepidar del cielo, entre los árboles, sobre la arena, contra las piedras, hasta estremecer bullicioso el silencio adormecido bajo la verde maraña. Súbitamente se detiene. Sus oídos han separado del chirrido impenetrable de las mil chicharras confundidas ante el rojo sangrante del atardecer, un murmullo profundo y distante. Trazos jaspeados de violeta y carmesí asoman entre el follaje. Arena y musgos parecen empapados de sangre viscosa teñida de un azul magenta que empegosta la hojarasca entre los árboles inmensos. Salpicadas sus piernas por el agua que baja por el cauce, su piel toda parece pringada con gotas bermejas. Percibe entonces los retorcijones del cielo más allá de la cima de las montañas. Husmea indeciso y su rostro se contrae. Va a llover. Un par de garzas cruzan la espesura ante sus dilatadas pupilas y van a perderse entre la bruma azul. De pronto, clavado en la arenisca del río observa angustiado en la oscuridad purpurina de la selva el parpadear de las miríadas de cocuyos, y todo estalla, como si le hubiesen golpeado en la nuca. Las garzas han desaparecido en la penumbra, centelleantes, pero allí está. El atisba la figura pálida de una mujer... Le observa, y él se imagina que el alma blanca de las aves le reclama, y se ahoga, se ahoga, sólo un instante, el tiempo necesario para creer que ha visto algo hasta sentir dentro de su pecho un salto helado que sin poder huir se escapa corriendo por su cuerpo. Casi enterrados sus pies en el cauce del río, él percibe en su rostro la caricia de un hálito espeso y su cuerpo todo se estremece violentamente... Ya no ve nada pero el golpeteo dentro de su pecho le martilla en las sienes. Su mirada ha quedado fija en un punto vacío en la temblorosa penumbra del anochecer impregnada de cocuyos titilantes. Piensa entonces en su chinchorro, cautelosamente recuerda a su mujer, casi puede ver la siembra de maíz, y uno a uno repasa a sus cinco hijos barrigones y sucios hasta sentir que confunde la realidad con sus recuerdos. Hendidos, sus ojos olisquean ascendentes por los helechos manchados de azul. Prendido de los bejucos va subiendo hasta las ramas más altas y en eso está, cuando el recuerdo del amargo sabor del hambre aplaca el latir de su corazón. Inspirando profundamente prosigue su rumbo, hundiéndose en la tupida maleza.
El aire está saturado de agua. Desde lo alto de la montaña, el viento trae el soplo frío de la lluvia; allá arriba, sobre las incontables hojas repiquetea una fina llovizna. A su alrededor sólo se ven las chispas intermitentes y él horada la penumbra, pero no logra ver las estrellas. Densos nubarrones han enrarecido el ambiente, filtrándose entre los árboles. El olor de la tierra mojándose gota a gota y la espesa oscuridad adormecen su mente. Cansado, reposa sobre una gran piedra del río mientras escucha el monótono sonido del agua. Un murmullo que ríe apretándose entre las peñas a sus pies, un suspiro cuando el viento riega las gotas silbando en sus oídos, un chapoteo a lo lejos, burbujeos en las charcas, un tono aflautado en lo alto... Rítmicamente los golpecitos desiguales de las gotas de lluvia en las bóvedas oscuras se van fundiendo en su cabeza, y confunde los tonos agudos del canto del agua con los timbres brillantes del repique en las piedras, el gorgoteo grave bajo las grandes hojas y entre las ramas, con el trepidar del barro que desciende buscando el cauce del río. Resuena musical gota a gota, infiltrando la arena, gota a gota, se confunde el silencio con el eco sonoro de la lluvia lejana, gota a gota...
Al entreabrir los párpados, una serena quietud le rodea. Ha cesado la lluvia y el gemido del viento. Las hojas han dejado de llorar. Entre el espeso follaje, vislumbra el parpadeo de las estrellas. A sus pies, el río turbulento y crecido arrastra desde la cima de la montaña troncos y ramas de los gigantes, que se hundieron, doblegados al debilitarse sus cimientos de barro. Lentamente se yergue, entumecido se estira, y procura espantar sus pensamientos. Su anciano padre... Suspira, aspirando en el sombrío recinto de la selva, lejanos y olvidados aromas, hasta sentir que la tierra comienza a danzar en derredor. El paisaje transformado por la claridad de la luna es un cambiante espectro de sombras separadas por finas pinceladas de plata. Del suelo humedecido emana una transparente neblina sucia y gris que se le enrosca entre las piernas. Toma el arco y las flechas largas, y su rostro siente la caricia del viento nocturno. El frío le hace pensar en sus hijos y en ese momento desde la profunda oscuridad azul logra escuchar el triste canto de un ave quejumbrosa... El no quiere regresar jamás a su conuco, ni dormir más en su chinchorro, ni pensar en la tierna y sumisa mirada de su mujer. Sacude la cabeza sin lograr ahuyentar los pensamientos. Sólo cuentos y tal vez unos trozos de metal en una pierna, como su padre... Más allá del río y de la gran montaña, más allá... ¿Tan solo para traer historias increíbles? El no regresará jamás.
Transformado por la luna en una sinuosa estela de plata, el río camina a su lado, acompañándolo un rato, desciende con él, y recorta su sombra silenciosa entre la irreal claridad. Las lianas y los bejucos dejan colar trémulos destellos que permanecen fundidos en la superficie del espeso musgo protector de los árboles. El chasquido del agua en las piedras del río despide un olor extraño. En algún momento la brisa le trae el aliento de un animal herido. Sus pies se hunden en la arena mojada y él se siente incómodo. En la soledad callada de la noche, bañado por la luz espectral de la luna, a pie por el húmedo cauce del río, se detiene un instante para mirar cautelosamente a su alrededor. Frunce el ceño y respira hondo. Cree haber visto pasar, herida por un rayo de plata, un ave de plumas blancas, flotando en el aire, lentamente, hasta desaparecer entre los árboles de la margen opuesta del río. Una mancha de luz, quizás dentro de sus ojos, ¿o en la oscuridad violácea de la noche? Y allí se ha quedado, de pie, sin sentir el agua fría que lame sus tobillos, sin pensar ni moverse, con su mirada clavada en la impenetrable penumbra azul, tan densa que desbarata su silencio y su misterio dentro del negro temblor de sus pupilas, esperando... Sus oídos sólo perciben el eco de los latidos rápidos dentro de su pecho. En la lejanía, el aleteo de algunas aves que abandonan sus nidos le distrae por unos segundos, y estos le bastan para encontrar entre las sombras la blanca figura. Inmóvil. Su cuerpo se estremece como queriendo salir de un sueño. Sus ojos no se apartan de la mancha blanca entre las ramas, respira rápidamente y siente algo caliente corriendo bajo su piel. Tiemblan los reflejos en el río y un soplo helado de carroña recorre su cuerpo. Sin saber si está fuera o dentro de él ese aroma de miedo, desvía su mirada en el momento mismo cuando las entrañas de la selva emiten un grito, ¿el canto de un ave?, ¿el gemido de algún animal?, él no lo entiende pero retumba dentro de su ser. En ese instante el rayo de la luna se le escapa, saltando entre los helechos y las piedras del río. Su figura, multiplicada en las charcas, tarda aún unos segundos en decidirse y emprende veloz carrera provocando una irreal aureola que le persigue envolviéndolo en encajes hasta la margen opuesta. Precipitadamente se lanza entre la maleza, corriendo desesperado, sin entender porqué va tras esa sombra brillante que él mismo no sabe dónde está, ni qué es, pero que él siente como lo atrae con un impulso irracional. El corre como una bestia enloquecida, se enreda, cae, se levanta y prosigue en la telaraña azul.
Perdió irremediablemente la cuenta de las veces que entre el barro y las hojas creyó atraparla. No es capaz de moverse, ni quiere recordar como creyó tenerla entre sus brazos. Sus manos ahora se clavan como garras en la tierra mojada. Está seguro de que al levantar la cabeza, ella estará allí, entre el tenue resplandor lunar, riéndose de su mirada de animal cansado. Completamente derrumbado, siente latir su pecho contra la arena y sus manos oprimen la tierra misma que golpea su cuerpo, una y otra vez, comunicándole su calor, llenándole con ese aire verde y espeso que rodea las hojas bajo los troncos y que se filtra entre las piedras. Inmóvil percibe como ese latido de la tierra se va fundiendo con su ser. Las garzas, la luna, una mujer, la caricia del viento, la lluvia, la carrera sin fin... Su cabeza parece querer estallarle. Lejos de su mujer y de sus hijos se siente invadido por una terrible y angustiosa soledad. Tendido en el barro, oculto entre la bruma amostazada del amanecer, percibe el amargo sabor del desamparo. El observa cansado cómo paulatinamente el aire negro se ha ido disolviendo entre el ruido luminoso de las aves y el trepidar de los insectos entre las hojas. Cuchillos de luz se filtran entre los árboles seccionando lianas y multiplicando puntos brillantes llenos de colores en la espesura, en cada piedra, en las gotas que finamente cubren las islas de musgo, sobre las capas verdes de helechos... El no necesita ponerse de pie para verlo todo. En un claro de la selva frente a sus ojos y entre la bruma rojiza que parece nacer del suelo, está su choza. En la puerta, atisba la cálida y triste sonrisa de su mujer, y uno a uno, van saliendo los hijos, el último a gatas, cuando ya no puede ver más que sombras porque el sol ha emergido frente a él, transformándolo todo en un líquido dorado y tembloroso que se agolpa en el ángulo de sus ojos rasgados.
Este artículo fue publicado en la edición número 22 de El Gusano de luz del año 2002
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