Jorge García Tamayo
Veníamos bordeando la cinta del mar desde Paraguaipoa cuando el helicóptero decidió depositarnos en aquella playa infinita. Finalmente habían precisado el sitio y era necesario recomenzar la búsqueda, quizás desde la falda de la lejana montaña. Mientras esperábamos por la Comisión, recordé su imagen en la pantalla chica. Esa gestualidad tan suya, y su sonrisa de oreja a oreja. ¡El quería ser presidente! A lo lejos se perdía el añil en la bruma caliza. ¡Les va a hacer un macuare! No hacía ni una semana que me lo habían pronosticado. Ahora la situación era preocupante.
Contemplando el mar recordé sus planteamientos sobre la importancia estratégica del Golfo. Ese era uno de sus temas favoritos por el cual los politiqueros lo acusaban de un exceso de nacionalismo. Eran muchos los intereses en su contra. El oleaje gris parecía orlado de azahares. ¿Un nuevo líder? No era un político de esos de partido, pero era carismático! El sabía como llegarle al pueblo y desde luego eso lo hacía muy peligroso. El encaje del mar era absorbido en segundos por los tornasolados gránulos de arena cubiertos cadenciosamente por el inexorable regreso de las olas.
Llegó la guardia, al fin!, y nos encaramamos en dos grandes camiones. ¡Yo estaba tan seguro de que seríamos los primeros! Cuando todavía en el aire escuchamos la funesta noticia radiada por la guardia fronteriza, estábamos convencidos de que nadie podría llegar hasta el sitio adelantándose a nosotros. Muy pronto los camiones se metieron tierra adentro. Penetramos en el espesor caluroso de la tarde. La brisa hirviente lamía las piedras y arañaba los cardones con un gusto salobre, como si quisiera encender en chispas los resecos pajonales que emergían tercos entre las dunas.
Era un asunto delicado. Sin duda alguna, el candidato venía diciendo demasiadas cosas y en el fondo, yo estaba convencido de que había sido amenazado... Dejamos muy atrás la playa, entre nubes de polvo y traqueteando fuimos cogiendo el monte. Después de un par de horas saltando y dando tumbos y bandazos descendimos al pie de las montañas. El lebrel y los hombres bien entrenados comenzaron a hollar la maleza y todos fuimos penetrando en la intrincada ramazón. Grandes resoplidos acompañaban al animal husmeante entre la cada vez más espesa vegetación. Una humedad salvaje parecía haber conquistado los secos pastos de la yerma Guajira e iba espesándose y multiplicando sus enredaderas tentaculares hasta transformar el encalado infierno de arena en un retorcerse de brotes tiernos. La vegetación agigantándose emergía sobre una húmeda hojarasca de esmeraldas amarillas y jades burbujeantes. Envueltos en una blanda y rastrera neblina gris avanzábamos respirando el soplo denso y asfixiante de la selva que iba empegostándonos hasta sofocarnos.
Nosotros los intrusos, insistíamos mancillando paso a paso las capas superpuestas de humus y detritus, buscando el sitio señalado. Yo iba íntimamente deseando no llegar a encontrarlo jamás. Recordé su expresión sonreída en la pantalla chica cuando nos proponía las soluciones lógicas. Hacía solo dos días al desaparecer la nave y declararla en emergencia, todos hicieron conjeturas. Se dijo entonces que el país no soportaría más marramucias.
Paso a paso íbamos avanzando durante horas con una exasperante lentitud. El lebrel se detenía por segundos olisqueando e instantes después, perseguido por nosotros continuaba adelante. Pensaba en sus mensajes por la tele, ellos le granjearon el respeto y el cariño del pueblo, él estaba sin ninguna duda desenmascarándolos. Un país de televidentes no soportaría otro cuento chino, era evidente, un siniestro nunca podría considerarse un accidente...
En lo alto, el cielo estaba fragmentado en hojas acuchilladas por la luz. El aliento ácido de la tierra emanaba como un vaho denso y fosforescente. Destellos de arco iris seccionaban las lianas multiplicándose entre los troncos leñosos y bajo los inmensos helechos llenos de silentes recovecos umbríos, salpicados de turquesa, con trazos de celestes ignotos e índigos indescifrables. El lebrel inquieto, atendía a un lado y al otro, levantaba su testa negra y brillante, alzaba su hocico mojado y su jadear constante nos contagiaba con una desesperante incertidumbre. Se detenía, husmeaba y proseguía su búsqueda incansable. Las piedras eran negros espejos arropados con líquenes y musgo blando. Rollizos hongos bermejos, amarillos y grises lloraban gotas nacaradas aplastados por nuestras botas.
Comenzaba ya a caer la tarde cuando los lagartos decidieron todos asomarse entre los montones de florecillas malva, campánulas purpúreas, clavellinas moradas y violetas magenta. Ellas se separaban y les dejaban ver el sol revolcándose entre las cenizas del atardecer. Se agitaron inquietos los machorros y los gordos tuqueques silbadores al percibir el intenso chirriante estridor de las chicharras creando una sinfonía increscendo. Ensimismado como estaba en su olisqueante búsqueda, el lebrel no parecía prestarles la menor atención.
El día se estremeció agonizando entre los últimos candiles del sol de los venados. El animal súbitamente se detuvo. Su cola tensa, una pata delantera en el aire, parecía una sombra chinesca presintiendo lo irremediable. Mariposas cansadas regresaban a posarse en la tibia humedad de las grandes hojas, aleteando suavemente, sin querer despertar a los cocuyos durmiendo aún entre parásitas y helechos. Abejorros plateados y libélulas orladas de un halo azul eléctrico zumbaban fijando su posición ante el astro incandescente.
Haces de fuego se colaban entre las ramas impregnadas por una bruma de naranjas pasadas. Sentíamos ulular el viento sobre los árboles centenarios. Estrías rosadas y manchones violáceos remplazaban la luz empapando los cenicientos algodones de la noche inminente. Ya no veíamos ni nuestras propias manos. Yo solo percibía el brillo de las pupilas del lebrel y podía escuchar su incesante jadeo cuando súbitamente ladró. Fue un estruendo horroroso que provocó decenas de ecos centuplicados en la oscuridad de la selva.
Decidimos acampar en aquel sitio, porque la noche inmisericorde se nos había arrojado encima. Yo casi no dormí a pesar del cansancio. Las horas se me confundieron y pensando en la imagen de nuestro candidato y en sus proyectos, temía elucubrar sobre el próximo día. La madrugada todavía transpiraba un azul de maleza y rocío y se podía vislumbrar un titilar de estrellas entre las hojas, arriba, muy en alto, cuando percibí una vaharada de carroña y gasoil.
Estaba aún despertándome pero podía sentir la hedentina en mis narices y supongo que fue entonces cuando escuché los gemidos del lebrel. Era un quejido sordo, doliente, sonaba muy lejano. Me levanté en silencio y me dejé conducir por el eco lastimero del animal aullando. Así fue como casi sin darme cuenta llegué hasta el sitio. La cabina de plexiglas brillaba herida por los primeros destellos del amanecer. Habíamos acampado casi a un tiro de piedra del sitio del siniestro y podía ver las aspas de uno de los motores Allison y una parte de un ala.
Entonces los pude detectar bastante bien, lucían sus boinas terciadas, e iban uniformados de camuflaje, algunos descendían en rapell desde los árboles, otros se desplazaban silenciosamente en el claro abierto en medio de la verde maraña. En ese instante, desde el fondo de la maleza vi el fogonazo y abruptamente cesó el aullido del lebrel. Todavía humeaba su arma cuando de la espesura surgió el comisario. Venía rodeado por sus subalternos e iban todos de lo más pertrechados. Pude incluso, notar el brillo de sus prótesis dentales e imaginé la Escarpa Mutia, no sé porqué pero pensé en el marfil de los colmillos de los elefantes cuando iban a morir al propio sitio donde Tarzán y yo nos conocimos en mi infancia.
Un hilo blanco todavía emergía en la boca del silenciador de su magnum. Se acercaron hasta las retorcidas piezas del aparato y él, aún sonriente, le asestó una patada a la mancha negra e inerte del lebrel desmadejada sobre la tierra llena de sangre. Pronto los hombres sacaron entre aquella chamusquina de hierros y de planchas metálicas, lo que andaban buscando. Entonces se alegraron. Pude notarlo, lo percibí en los gestos y el eco de las risas. Ellos usaban guantes, simulando ser títeres en la escena de un macabro teatro.
El dio la orden: nos largamos! Los guoquitoquis creaban ruidos muy extraños dentro de aquel aterrador paisaje donde como un dinosaurio herido emergía entre el follaje, terso y plateado el fuselaje de la nave. El comisario señaló el camino. Misión cumplida se dijeron, estoy seguro de que logré escucharlo! Se dieron media vuelta, a rastras se llevaron la sombra ensangrentada del lebrel y desaparecieron en el acto. Allí quedé, tan solo a una pedrada de distancia, maniatado de furia nuevamente y además convencido de que todos los hechos estaban irremediable y tristemente consumados.
Este artículo fue extraido de la edición número 9 año 2001 de “El gusano de luz”
Este artículo fue extraido de la edición número 9 año 2001 de “El gusano de luz”
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