Cipriano Castro es operado
Respirando
los efluvios del éter que empapa la mascarilla, Cipriano ha cerrado los ojos y
siente que desciende por un largo y oscuro túnel, como si retrocediera en su
vida. ¡Hay tanto frío! Regados están los granos de café, llenan los sacos de
fique, pero hay que cuidarse de las ratas. Es que hay bastante frío, aunque es
tan solo una mañana capachera. Con la llovizna luce el pasto muy verde y hay
miles de gotas de rocío...
Es
ese olor a café que se difunde ante el gran silencio de la montaña, pero este
frío ya se me mete hasta en los huesos; el humo seguramente me ha penetrado. ¡Falta pólvora General McPherson! ¡Ah, es
humo de combate! Huele a sangre. ¡Sí mi General Pelayo! Oigo el restallar
del foete contra el cuero de las polainas, pero éste, es un crujido helado,
aquí en mis huesos, y yo lo siento como un desgarrarse de carnes, separarse las
nubes que se van con el viento, y súbitamente puedo presentir el chirrido de un
rayo y después vendrá el trueno ensordecedor que retumbará. Pero huele a
pólvora negra...
Sentís
como que flotás en el espacio, pero súbitamente andás en tu mula zaina y girás
vertiginosamente para detenerte en el tiempo. ¿Acaso
estás viviendo en la época cuando el General Evaristo Prato había invadido el
país desde Colombia y la lucha armada era la causa de todos en la frontera?
Recordás aquellos días cuando la vida se había transformado en un torbellino,
una locura que había hecho presa de los hombres, sin darles paz ni sosiego... Vas en tu mula entre los cañaverales y te
circundan las abejas zumbando y el cielo es azul pizarra.
Piedras blancas y
cujíes polvorientos te acompañan bajo el sol y con el calor ya hasta comienzan
a fastidiar las moscas. Sitiado por las
fuerzas del gobierno, Capacho se las había jugado de todas, todas, y allí
estabas vos, los esperabas, mientras los otros querían venir a darles la
puntilla final... Tal vez por eso,
era como si el pueblo pendiera de un hilo y todos se sintieran emocionados al
escuchar los cascos de los caballos que venían acercándose, montaña abajo, y el
tropel se hizo visible, y creció la nube amarillenta en el camino...
Ya sentís el hedor
profundo de los pozos humeantes, de las aguas tibias, tu mula y los cujíes y
tus pestañas están todas cubiertas de azufre, sudás acalorado, sentís las gotas
correr. Trepidaba la tierra con el trote de las bestias y los
hombres adivinaban en el ambiente un olor a Lobatera, casi el presentimiento de
que iban a estremecerse otra vez las montañas... Ya llegaste y las piedras blancas asoleadas se refrescan con el
encaje movedizo de los cujíes, ya estás en Aguas Calientes.
Escuchás los pájaros
mieleros y los turpiales trinando bajo el sol inclemente, cerrás los ojos… ¿Cuánto
hace que te juites? Ni tantico así había
transcurrido, cuando irrumpieron por la calle central los hombres y las bestias
con Juan Vicente a la cabeza. Ruido de herraduras, tintineo de espuelas, todos
tropezándose, un repiqueteo sobre las lajas, e iban hacia la plaza, los
estampidos y el humo blanco de la pólvora emergió de la boca de los fusiles en
manos de los hombres del gobierno... Varias
cuadras más abajo, vos mismo lo viste acercarse. Estabas vos solo y eras vos
mismo, ese pequeño sujeto, allí de pie ante los hombres. Tu barba era de un
negro intenso y brillaba tu mirada rutilante; moreno, aindiado, te empinabas
para hablarles y al final les gritabas. ¡Capacheros!
Desde tu corta estatura, aquella arenga concluyó a gritos... A lo lejos, en el calor del mediodía, lo
sentís y creéis escuchar el contrapunteo de la paraulata.
Y té detenés para
contemplar el cascabeleo del Torbes que centellea a lo lejos como si jueran
puntos suspensivos. Crispada
la mano, enarbolando el machete, el brazo en alto, marchaste adelante. Se
desbocó la turba por una calle lateral. Hay que tomar la plaza. ¡Capacheros adelante!... Sabías
que eras el hombrecillo que iba al frente y en un instante vino la lucha cuerpo
a cuerpo. Sentías el olor del miedo y ya no había más tiempo. Macheteros de
Capacho y vos, allí todos en el medio de aquel olor a sangre. En un momento
callaron los fusiles y los del gobierno se dispersaron. Goterones bermejos
tiznaron las piedras de la plaza. Cesó el ruido. Flotaba un olor a muerto.
Algunos lamentos, unos gemidos y el comentario en un susurro. Nos salvamos, ya
se acercan los hombres en las bestias...
Venís descendiendo en
tu mula desde Llano é Luna y andás entre las hojas de los grandes helechos,
adentrándote en el platanal, bajo la sombra verde de las matas, entre los
racimos cargados, y se va aquietando tu cabalgadura. Cipriano. Estás allí,
otra vez de pie. Tu machete escurriendo la sangre que ya se ha tornado negra.
Juan Vicente en su mula te caracolea alrededor... Los ojillos rasgados del
corpulento andino están fijos en vos, no se despegan ni un instante de tu
pequeña figura. Su bestia suda y piafa, bufando y relinchando. Desde arriba te
ves más insignificante. Indio pequeño y cetrino...
Té adentrabas por
Madre Juana entre los cañamelares y el agua de la acequia iba saltando a tu
lado hasta que entrás en la vaquera.
Destellos extraños despiden tus ojos, Cipriano. Vos también mirás al jinete. Él
tasca su yegua y te caracolea dándote vueltas. Entre la negra espesura de tu
barba, súbitamente dejás asomar otra vez tu blanca dentadura. No hacía tanto
tiempo que le habías conocido... Fue en la gallera de los Rojas Fernández. Allá
en Rubio... Tu mula cabecea pidiendo
agua cuando llegás al pozo de la laja, pero andás muy de prisa, como que se te
va a hacer tarde…
Entraste
haciendo alarde. Llegaste con dos patarucos terciados y Juan Vicente se te
quedó mirando con curiosidad. Las plumas sedosas, negras, brillantes, el cuello
rojo, el silencio de los rubieros y tu mirada escrutadora. Eras ya vos,
Cipriano, y te paseabas entre ellos y acariciabas tus patarucos, sin ocultar el
goce del triunfo presentido en el próximo encuentro. Alas, míreme al muérgano que le vació los ojos al gallo de José Alipio.
Oras, si vino con el gallito que mató a espuela é plata. Cómo le parece que ese
jué el mismo que despachó a los dos gallos de Justo Rojas. ¡Usted no le irá a
apostar a unos gallos capacheros!... Y
dejás que tu mula beba, no es acaso el Torbes mismo el que te ofrece toda esa
agua presurosa, cristalina, la que habés acompañado a la hondonada.
Juancho
y su hermano se acercaron al grupo que curioseaba la fina estampa de los gallos
de los Rojas Fernández. Alas, Juanchito,
presentámelo, que quiero ver si es verdá que es el gallero más bragao de los
Capachos... ¿Usted le jugaría a esos
gallos? Y Juancho sin dejar de mirar tu sonrisa jactanciosa le respondió. Mire Juan Vicente, vea usted, yo me jugaría
en ese gallo, hasta dos buenas hembras. Detrás estaba el catire Eustoquio
quien se rio a carcajadas...
¡Alas!
¿Té acordás cuando eras zute? Es la misma chorrerita que se rodea de musgo en
el medio de la calle. Caracoleaba la mula en tu alrededor Cipriano,
cuando te acordaste de los gallos de aquella tarde en Rubio, pensaste en ellos
cuando le sonreías, mirándolo, vos machete en mano. Después transcurrió solo un
instante, una ñinguita así de tiempo, y vos pensaste… Vamos a llegar lejos Juan
Vicente, usted y yo, llegaremos muy lejos. Goteaba todavía el machete apretado
en tu mano... Y mirás el Torbes henchido y pujante que viene
descendiendo ruidoso y te llegará la brisa que levanta tu bayetón azul y rojo y
agita los faldones de tu cobija.
¡Me late que es a café negro lo que huele! ¿Cómo que
estoy en Cordero? ¡Ora pues, deme café caliente! Aquí llegué. Sí, hasta Tononó,
pero necesito protegerme de esta helada llovizna, que se me está metiendo hasta
el tuétano de los huesos. El bayetón lo siento muy pesado, el cojinete me
chorrea, y mi yegua piafa, sus belfos humeantes se agitan sonoros. Me corre por
el rostro una helada llovizna, y ya me envuelve la niebla paramera… Y tenés que
embozarte, necesitás la ruana. Ya
descienden las sombras de la noche y la neblina. Ya estás en la cima, cuando
mirás la cuesta de Anacahuita, y sentís como resopla tu mula. Vas llegando…
¡Tachirenses avanzaremos, Queniquea está aquí mesmo, montaña abajo! Se abre ante tus ojos como un teatro de nubes y
puedes ver los duraznos, los manzanos y cientos de puntitos rojos y morados que
ondulan suavemente con la brisa. El agua de los arroyos y las acequias baja
cristalina. Helada, desciende desde el páramo. Sos vos mismo Cipriano quien
recapacita y quiere regresar. Estoy calado hasta la médula, envuelto entre
estos trapos fríos, mojados, chorreando agua estoy… ¡Capacheros el enemigo se ha declarado en retirada, avanzaremos hasta
la victoria final... Bajás entonces por la
ovejera hasta que comenzás a ver el puñado de techos desordenados y los
claveles que salpican de rojo los patios traseros. Estás entrando en Capacho viejo, ya llegaste
a tu Capacho.
Ráfagas de viento levantan nubes y el humo y el
polvo y el incienso, y te quedás vos solo, helado pero más tranquilo ahora...
Es que es mi gente, y ellos vienen conmigo. Me quieren, yo lo sé. Entonces te
decís para animarte. ¿Cómo que creo que si seré capaz de abrir mis ojos? Ya me
siento mejor. ¿Acaso podré mirar tantico así? ¿Volveré a ver? Como que se me
está organizando todo dentro de la cabeza. Entreabrís los párpados y por el
ventanal oteás las hojas de los uveros que se mueven al soplo de la brisa
matutina. Más allá está el mar de un azul verdoso, y vos lo imaginás frío y
profundo, abismal, escuchás su sonido, y pensás que respira o que, seguramente
también duerme. Con los ojos cerrados querés descomponer el rumor del oleaje en
la playa, sus notas... Pero ya estás despierto.... Hay calor, y estoy mojado. Estoy
sudando y me siento helado, las cortinas se agitan con la brisa, las siento
temblar sin verlas. Está amaneciendo. No me moveré. ¿Me rajarán los matasanos?
¿Qué me habrán hecho? Comienza a molestarme en el costado una punzada maldita y
tengo ganas de orinar. Me curaré, me operarán y me restableceré. No puedo
continuar en cama, el país me necesita. Ya se entreabre la puerta, una hendija
de luz silenciosa se filtra hacia la habitación ¿Todavía estaré soñando? Será
Zoila, seguramente...
El texto es de mi novela “El movedizo encaje de los uveros” (Ediluz,
2003).
Maracaibo,
lunes 4 de abril del año 2022
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