lunes, 4 de abril de 2022

Cipriano Castro es operado

 Cipriano Castro es operado      


Respirando los efluvios del éter que empapa la mascarilla, Cipriano ha cerrado los ojos y siente que desciende por un largo y oscuro túnel, como si retrocediera en su vida. ¡Hay tanto frío! Regados están los granos de café, llenan los sacos de fique, pero hay que cuidarse de las ratas. Es que hay bastante frío, aunque es tan solo una mañana capachera. Con la llovizna luce el pasto muy verde y hay miles de gotas de rocío...

 

Es ese olor a café que se difunde ante el gran silencio de la montaña, pero este frío ya se me mete hasta en los huesos; el humo seguramente me ha penetrado. ¡Falta pólvora General McPherson! ¡Ah, es humo de combate!  Huele a sangre. ¡Sí mi General Pelayo! Oigo el restallar del foete contra el cuero de las polainas, pero éste, es un crujido helado, aquí en mis huesos, y yo lo siento como un desgarrarse de carnes, separarse las nubes que se van con el viento, y súbitamente puedo presentir el chirrido de un rayo y después vendrá el trueno ensordecedor que retumbará. Pero huele a pólvora negra...

 

Sentís como que flotás en el espacio, pero súbitamente andás en tu mula zaina y girás vertiginosamente para detenerte en el tiempo. ¿Acaso estás viviendo en la época cuando el General Evaristo Prato había invadido el país desde Colombia y la lucha armada era la causa de todos en la frontera? Recordás aquellos días cuando la vida se había transformado en un torbellino, una locura que había hecho presa de los hombres, sin darles paz ni sosiego...  Vas en tu mula entre los cañaverales y te circundan las abejas zumbando y el cielo es azul pizarra.

 

Piedras blancas y cujíes polvorientos te acompañan bajo el sol y con el calor ya hasta comienzan a fastidiar las moscas. Sitiado por las fuerzas del gobierno, Capacho se las había jugado de todas, todas, y allí estabas vos, los esperabas, mientras los otros querían venir a darles la puntilla final... Tal vez por eso, era como si el pueblo pendiera de un hilo y todos se sintieran emocionados al escuchar los cascos de los caballos que venían acercándose, montaña abajo, y el tropel se hizo visible, y creció la nube amarillenta en el camino...

 

Ya sentís el hedor profundo de los pozos humeantes, de las aguas tibias, tu mula y los cujíes y tus pestañas están todas cubiertas de azufre, sudás acalorado, sentís las gotas correr. Trepidaba la tierra con el trote de las bestias y los hombres adivinaban en el ambiente un olor a Lobatera, casi el presentimiento de que iban a estremecerse otra vez las montañas... Ya llegaste y las piedras blancas asoleadas se refrescan con el encaje movedizo de los cujíes, ya estás en Aguas Calientes.

 

Escuchás los pájaros mieleros y los turpiales trinando bajo el sol inclemente, cerrás los ojos… ¿Cuánto hace que te juites? Ni tantico así había transcurrido, cuando irrumpieron por la calle central los hombres y las bestias con Juan Vicente a la cabeza. Ruido de herraduras, tintineo de espuelas, todos tropezándose, un repiqueteo sobre las lajas, e iban hacia la plaza, los estampidos y el humo blanco de la pólvora emergió de la boca de los fusiles en manos de los hombres del gobierno... Varias cuadras más abajo, vos mismo lo viste acercarse. Estabas vos solo y eras vos mismo, ese pequeño sujeto, allí de pie ante los hombres. Tu barba era de un negro intenso y brillaba tu mirada rutilante; moreno, aindiado, te empinabas para hablarles y al final les gritabas. ¡Capacheros! Desde tu corta estatura, aquella arenga concluyó a gritos... A lo lejos, en el calor del mediodía, lo sentís y creéis escuchar el contrapunteo de la paraulata.

 

Y té detenés para contemplar el cascabeleo del Torbes que centellea a lo lejos como si jueran puntos suspensivos. Crispada la mano, enarbolando el machete, el brazo en alto, marchaste adelante. Se desbocó la turba por una calle lateral. Hay que tomar la plaza. ¡Capacheros adelante!... Sabías que eras el hombrecillo que iba al frente y en un instante vino la lucha cuerpo a cuerpo. Sentías el olor del miedo y ya no había más tiempo. Macheteros de Capacho y vos, allí todos en el medio de aquel olor a sangre. En un momento callaron los fusiles y los del gobierno se dispersaron. Goterones bermejos tiznaron las piedras de la plaza. Cesó el ruido. Flotaba un olor a muerto. Algunos lamentos, unos gemidos y el comentario en un susurro. Nos salvamos, ya se acercan los hombres en las bestias...

 

Venís descendiendo en tu mula desde Llano é Luna y andás entre las hojas de los grandes helechos, adentrándote en el platanal, bajo la sombra verde de las matas, entre los racimos cargados, y se va aquietando tu cabalgadura.  Cipriano. Estás allí, otra vez de pie. Tu machete escurriendo la sangre que ya se ha tornado negra. Juan Vicente en su mula te caracolea alrededor... Los ojillos rasgados del corpulento andino están fijos en vos, no se despegan ni un instante de tu pequeña figura. Su bestia suda y piafa, bufando y relinchando. Desde arriba te ves más insignificante. Indio pequeño y cetrino...

 

Té adentrabas por Madre Juana entre los cañamelares y el agua de la acequia iba saltando a tu lado hasta que entrás en la vaquera. Destellos extraños despiden tus ojos, Cipriano. Vos también mirás al jinete. Él tasca su yegua y te caracolea dándote vueltas. Entre la negra espesura de tu barba, súbitamente dejás asomar otra vez tu blanca dentadura. No hacía tanto tiempo que le habías conocido... Fue en la gallera de los Rojas Fernández. Allá en Rubio... Tu mula cabecea pidiendo agua cuando llegás al pozo de la laja, pero andás muy de prisa, como que se te va a hacer tarde… 

 

Entraste haciendo alarde. Llegaste con dos patarucos terciados y Juan Vicente se te quedó mirando con curiosidad. Las plumas sedosas, negras, brillantes, el cuello rojo, el silencio de los rubieros y tu mirada escrutadora. Eras ya vos, Cipriano, y te paseabas entre ellos y acariciabas tus patarucos, sin ocultar el goce del triunfo presentido en el próximo encuentro. Alas, míreme al muérgano que le vació los ojos al gallo de José Alipio. Oras, si vino con el gallito que mató a espuela é plata. Cómo le parece que ese jué el mismo que despachó a los dos gallos de Justo Rojas. ¡Usted no le irá a apostar a unos gallos capacheros!... Y dejás que tu mula beba, no es acaso el Torbes mismo el que te ofrece toda esa agua presurosa, cristalina, la que habés acompañado a la hondonada.

Juancho y su hermano se acercaron al grupo que curioseaba la fina estampa de los gallos de los Rojas Fernández. Alas, Juanchito, presentámelo, que quiero ver si es verdá que es el gallero más bragao de los Capachos... ¿Usted le jugaría a esos gallos? Y Juancho sin dejar de mirar tu sonrisa jactanciosa le respondió. Mire Juan Vicente, vea usted, yo me jugaría en ese gallo, hasta dos buenas hembras. Detrás estaba el catire Eustoquio quien se rio a carcajadas...

 

 ¡Alas! ¿Té acordás cuando eras zute? Es la misma chorrerita que se rodea de musgo en el medio de la calle. Caracoleaba la mula en tu alrededor Cipriano, cuando te acordaste de los gallos de aquella tarde en Rubio, pensaste en ellos cuando le sonreías, mirándolo, vos machete en mano. Después transcurrió solo un instante, una ñinguita así de tiempo, y vos pensaste… Vamos a llegar lejos Juan Vicente, usted y yo, llegaremos muy lejos. Goteaba todavía el machete apretado en tu mano...  Y mirás el Torbes henchido y pujante que viene descendiendo ruidoso y te llegará la brisa que levanta tu bayetón azul y rojo y agita los faldones de tu cobija. 

 

¡Me late que es a café negro lo que huele! ¿Cómo que estoy en Cordero? ¡Ora pues, deme café caliente! Aquí llegué. Sí, hasta Tononó, pero necesito protegerme de esta helada llovizna, que se me está metiendo hasta el tuétano de los huesos. El bayetón lo siento muy pesado, el cojinete me chorrea, y mi yegua piafa, sus belfos humeantes se agitan sonoros. Me corre por el rostro una helada llovizna, y ya me envuelve la niebla paramera… Y tenés que embozarte, necesitás la ruana.  Ya descienden las sombras de la noche y la neblina. Ya estás en la cima, cuando mirás la cuesta de Anacahuita, y sentís como resopla tu mula. Vas llegando…

 

¡Tachirenses avanzaremos, Queniquea está aquí mesmo, montaña abajo! Se abre ante tus ojos como un teatro de nubes y puedes ver los duraznos, los manzanos y cientos de puntitos rojos y morados que ondulan suavemente con la brisa. El agua de los arroyos y las acequias baja cristalina. Helada, desciende desde el páramo. Sos vos mismo Cipriano quien recapacita y quiere regresar. Estoy calado hasta la médula, envuelto entre estos trapos fríos, mojados, chorreando agua estoy… ¡Capacheros el enemigo se ha declarado en retirada, avanzaremos hasta la victoria final...  Bajás entonces por la ovejera hasta que comenzás a ver el puñado de techos desordenados y los claveles que salpican de rojo los patios traseros.  Estás entrando en Capacho viejo, ya llegaste a tu Capacho.

 

Ráfagas de viento levantan nubes y el humo y el polvo y el incienso, y te quedás vos solo, helado pero más tranquilo ahora... Es que es mi gente, y ellos vienen conmigo. Me quieren, yo lo sé. Entonces te decís para animarte. ¿Cómo que creo que si seré capaz de abrir mis ojos? Ya me siento mejor. ¿Acaso podré mirar tantico así? ¿Volveré a ver? Como que se me está organizando todo dentro de la cabeza. Entreabrís los párpados y por el ventanal oteás las hojas de los uveros que se mueven al soplo de la brisa matutina. Más allá está el mar de un azul verdoso, y vos lo imaginás frío y profundo, abismal, escuchás su sonido, y pensás que respira o que, seguramente también duerme. Con los ojos cerrados querés descomponer el rumor del oleaje en la playa, sus notas... Pero ya estás despierto.... Hay calor, y estoy mojado. Estoy sudando y me siento helado, las cortinas se agitan con la brisa, las siento temblar sin verlas. Está amaneciendo. No me moveré. ¿Me rajarán los matasanos? ¿Qué me habrán hecho? Comienza a molestarme en el costado una punzada maldita y tengo ganas de orinar. Me curaré, me operarán y me restableceré. No puedo continuar en cama, el país me necesita. Ya se entreabre la puerta, una hendija de luz silenciosa se filtra hacia la habitación ¿Todavía estaré soñando? Será Zoila, seguramente... 


El texto es de mi novela “El movedizo encaje de los uveros” (Ediluz, 2003).

Maracaibo, lunes 4 de abril del año 2022

 

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