RABIA
Jorge García Tamayo
Jorge García Tamayo
3 de mayo: Una polvareda gris se eleva creando remolinos
desde la tierra, se acumula en forma de arena fina sobre los visillos de las
ventanas, en el quicio de las puertas, entre las grietas del cemento pulido,
sobre los hilos de los chinchorros, en los flecos y en las cabulleras, en el
fondo mismo de las amarillentas hamacas. Gime y susurra cálido el vaho del
viento. Los chamizos son bolas reticulares que saltan y vuelan como fantasmales
esqueletos vegetales, van rebotando elásticos, ruedan alocados sobre la tierra
seca y agrietada queriendo escapar entre las bocanadas grises de polvo
caliente. A lo lejos, entre una y otra estertorosa expiración, se dejan ver las
casas terrosas de Quisiro. Pueblo soleado, pleno de viento y soledad, de gentes
que madrugan para el rudo trabajo en los arrozales. Sus habitantes no existen,
no se ven ya, nadie se mueve entre las casas, tan solo un hálito de fuego y
gres se retuerce creando tolvaneras para dispersarse como lluvia de fina arena
cubriéndolo todo. Al final del día, con el silencio del atardecer, vendrá la
noche y solo entonces cesará el viento. En medio de la calma, si acaso hay luna
llena, se verán merodear los perros y en la oscuridad se escucharán desde lejos
sus ladridos, o trémulos aullidos. Desde el interior de las habitaciones
caldeadas, muy quedamente, susurradas, las historias sobre espantos y espíritus
nacerán de las agrietadas cavernas sin dientes de arrugadas ancianas. Ellas
esculcanrán los socavones de la memoria para rememorar los tiempos de la guerra
federal y la llegada de los hombres a caballo, con él al frente, bigotudo,
enteco, de pómulos salientes, el general del pueblo soberano...
Así era Quisiro
el nefasto día cuando en el solar de la casita de Chinca Soto se metió el perro
aquel. Un can flaco, sarnoso, desesperado, pelando, los dientes y brotando los
ojos, soltando espumaradas de baba, ronco porque ya casi ni le salían los
ladridos. El animal estaba azuzado por una turbamulta de chiquillos, agotado
por las carreras y las pedradas y los palazos de aquella jauría de muchachos,
sus perseguidores. Allí en el patio había de estar la pequeña Yamelis Josefina,
sentadita en la tierra, jugando con la muñeca plástica a la que le faltaba un
brazo porque se lo había arrancado Wilmer, y ella casi ni sintió llegar al
perro. Solo fue un grito, luego verse la manito y el brazo sangrante y los
muchachos chillando, llamando a Chinca y cayéndole a pedradas y dándole palazos
al perro, hasta que lo sacaron al solar y la algarabía retumbaba y ellos iban
lanzando piedras, y todos se perdieron entre un polvero más allá de los cujíes
y del cardonal.
Más de cincuenta años tenía el profesor Pasteur
cuando se quedó ensimismado, mirando al perro, lanudo, de mirada triste,
encerrado en su jaula. El animal aquel le observaba como si quisiera decirle
algo. Él lo pensó por un momento y durante unos segundos creyó que podría
entenderle. Luego, el animal volvió a gruñir, un estridor sordo que se
transformó en un ladrido afónico, entonces se perdió la tristeza de sus ojos y
dio paso al brillo alucinado del mal de rabia. Con infinita paciencia y gran
cuidado el profesor tomó un tubo de vidrio y comenzó a chupar por un extremo
pegado a una manguerilla que acercó a las fauces del perro. El profesor
era químico, se había transformado en un
experto en la fermentación de la remolacha, conocía los secretos de los males
que afectaban a los gusanos de seda y había inventado una suerte de vacunas que
acabaron de una manera casi mágica con el carbunco que diezmaba a las ovejas
francesas. ¿La rabia? Pues allí estaba el profesor Pasteur, e iba chupando la
saliva espumosa del animal y antes de que llegara a su boca, la colocaba en un
frasco de vidrio. El perro se movía inquieto tratando de morder el extremo del
tubo. Aquel hombre no era médico, pero estaba en esos menesteres, mientras iba
recapitulando escenas de su infancia lejana. Los campesinos de Artois mordidos
por perros rabiosos y el hierro candente haciendo chisporrotear la carne de las
heridas y los alaridos de dolor, y el olor a chamusquina, y siempre la
muerte... Después de todos los esfuerzos, y los sufrimientos de aquellos
hombres, habría de sobrevenir la muerte de la que nadie escapaba. Al lado del
profesor estaban Roux y Chamberland, ellos eran sus colaboradores, ellos
trasladaban la saliva del perro a otros frascos y luego pacientemente harían
las inoculaciones subcutánea e intramuscular, en los conejos y los acures y
también en otros perros que esperaban enjaulados. Después vendría la espera, los
días y las noches hasta ver aparecer los primeros síntomas del mal de rabia y
finalmente, la muerte...
5 de mayo: Detrás de su escritorio en el Dispensario rural,
el doctor Gutiérrez recibió a la señora Soto y le pidió que pasara adelante.
-¡Pero usted es
Aurora, la abuelita de Yemelis! Yo creí que vendría Chinca ¿Y donde está ella?
Se abre un
paréntesis, porque resulta que la madre no quiere que le puyen a la hija y
menos ponerle “un pocotón de empolletas en la barriga”.
-¡No mijito!
-¿I que vais a hacer
Aurora?
El médico
insistirá en que es importante, que es urgente, es necesario, le dirá a la
abuela que no hay tiempo que perder, tratará de hacerla entrar en razón, pero
ella le responderá que ella no es la madre, que ella está preocupada por su nieta,
pero, que puede hacer ella?, ella le promete, y le promete...
-Mirá, si no
nos dejáis ponerle las ampolletas en la barriga, se te va a morir tu nieta.
¿Vos no entendéis?
Aurora lo mira,
ella si le entiende al doctorcito, le entiende y ya casi hasta le cree, pero no
hace más que estrujar nerviosamente la tela de florecitas de su batolón, porque
piensa que ella, no puede, ella no controla a su hija, es verdad...
-¿Que queréis
que haga yo criatura? Vos sabéis como es Chinca de terca, a ella se le metió en
la cabeza que Yamelita tiene que esperar por su padre. Ella dice que antes de
hacerle nada a Yamelis, es su padre el que tiene que decidir. Ella dice que su
padre es quien la va a traer al Dispensario, vos sabéis que él es policía, ella
dice que él tiene que saber de eso, y además, que él es su padre, vos sabéis
como son las jaibas... ¡Ay doctorcito!
¿Como hacemos con Chinca?
-Mirá
Aurora, no podemos esperar que venga el padre de Yamelis desde Lagunillas, ¡que
mamón!, tendríamos que aguantarnos hasta el sábado y serán casi cinco días, eso
será demasiado, mucho tiempo, ¿me
entendéis? Mirá Aurora, haceme vos el favor, traete a Yemelis Josefina porque
sino yo mismo te la voy a buscar a que Chinca y le pongo las ampolletas en la
casa. ¿Vos no sabéis lo que es el mal de rabia? ¿Ah?, si sabéis!, entonces,
explicáselo a Chinca, vai, haceme la caridad...
Los bigotes engominados del doctor Vulpin se
erizaban y su cara enrojecía al escuchar la historia que pausadamente le
relataba el profesor Pasteur. Aquella tarde Vulpin estaba con su colega
Grandier y ambos, sentados en la salita de espera de la rue d`Ulm, oían de boca
del investigador, del químico de la barba entrecana, la historia de Joseph. Era
un cuento sobre un perro y el niño Joseph, para quien Pasteur había solicitado
la consulta a sus amigos médicos. Ellos esperaban para examinar y atender al
muchacho quien habría de llegar al laboratorio a las tres en punto. Un momento
después y a la hora convenida, tocó la puerta una joven señora con su hijo en brazos.
En la tarde del día anterior, la señora Meister de Meissengott con su hijo
Josep habían visitado al profesor Pasteur. El pequeño había sido mordido en las
piernas y en un brazo por un perro rabioso y sus heridas estaban todavía
abiertas. Pasteur las había curado superficialmente pero sabía que requerirían
de la atención de un médico y para ello les había pedido ayuda a sus amigos
Vulpin y Grandier. El pequeño Josep fue tendido en un diván y en medio de su
llanto estremecido y de sus sollozos, los doctores examinaron y curaron una a
una las dentelladas y arañazos en la delicada piel del niño. Ellos conocían al
profesor y habían llegado a un acuerdo previo. Por eso fue completamente a
conciencia cuando decidieron inyectarle en el tejido subcutáneo al niño, aquel
líquido que provenía de la saliva del perro y de cultivos de animales
rabiosos...
9 de mayo: Chinca está toda atribulada porque a Yamelis le
empezó a dar calentura y ella ha ido hasta el Dispensario a discutir la
situación con el doctor Gutiérrez.
-¡Fijate, que
menguao!. Nada más lleva tres empolletas y ya se me está prendiendo en fiebre!
¡Yo lo sabía, sí, yo te lo dije! Esa puyaera en la barriga no puede ser buena.
No te la voy a traer más. Me voy a ir pa Lagunillas a buscar al papá de Yamelis
y que él decida lo mejor pa ella.
-Chinca por favor, entendeme, vos no le
podéis suspender las vacunas. Si te vais a llevar a Yamelis pa Lagunillas,
tenéis que ir a la Sanidad
de allá y que sigan vacunándola. Dejame que te voy a dar una orden escrita.
Fijate que la vida de tu hija va a depender de que me hagáis caso. ¿Me estáis
entendiendo lo que te estoy explicando? ¡Chinca, por Dios!
Un mes después de la inoculación subcutánea de los
cultivos con saliva de perros rabiosos, ya el niño no tenía fiebre y sus
heridas habían cicatrizado. Josep parecía estar curado del mal de rabia. Un par
de semanas más tarde él y su madre regresarían felices a su pueblo en las
afueras de Paris...
18 de mayo: Es domingo en Quisiro, pueblo de entendidos en
espiritismo y de facultos en brujería. El padre Ocando ya cumplió con su deber,
estuvo en la iglesia, ofició la misa, y repasó el catecismo con los
muchachitos. En el Dispensario acaba de terminar la consulta de puericultura
dominguera y la plaza ya se está quedando sola pues es hora de que las madres
regresen a sus caseríos. El sol cae verticalmente sobre las casas. El viento
hace casi media hora que ha dejado de soplar. Con su maletín negro, el doctor
Gutiérrez camina por las polvorientas calles de las afueras del pueblo. Se
dirige hacia los cujíes y el cardonal que rodea la casita de Chinca Soto.
Alrededor de él saltan varios niños y dos perros creando una nube de polvo gris
amarillento que se disipa para dejar entrever su figura. Bajo la resolana
destaca su blusa blanca con botones a un lado. Debajo del matapalo que está
frente a la casa está sentado Ramón Zabala. Sin su uniforme de policía se ve
como un paisano más. A su lado en unos taburetes están sus amigos José
Cubillán, Arnulfo Prieto y Ruperto Peña. Todos tienen en la mano derecha una
botellita de color ámbar y a un lado, en la tierra, está una caja de plástico
roja con letras doradas que dice Regional.
- Nas tardes
doctorcito.
- Buenas Ramón,
vengo a saber de Yamelis...
- ¡Chinca vení
y traete a Yamelis que aquí está el doctor Gutiérrez! La madre temerosa, luciendo un pañolón rojo
en la cabeza, se asoma a la puerta. Detrás de ella la pequeña niña se esconde
entre los pliegues de la falda.
- ¿Cuando
regresaron? Chinca, vengo a que me contéis como te fue en la Sanidad de
Lagunillas... El viento trae los trinos
de los turpiales anidados en el frondoso matapalo. El polvo se ha quedado en el
suelo al cesar el viento y la casita con sus paredes de azul añil y de blanco
nube, brilla casi incandescente bajo el sol. Aurora, la abuela ha salido y
estruja su blusa de un negro verdoso. Los niños regresan al pueblo brincando
con sus dos perros, se divisan a lo lejos, y en el matapalo
continúan trinando los turpiales. Es la abuela quien se decide a hablarle. El
policía Zabala se levanta y le ofrece una cerveza al doctor. El no la acepta...
-
Están friítas. Quédese quieto que nada va a pasarle a Yamelita, ya usted lo
verá mi doctor, ella ya está bien, solo fue la calentura de las empolletas lo
que la enfermó. Estese tranquilo doctorcito que ya Don Simón la vio y con unas
cataplasmas que le puso se le pasó todo, venga
y tómese una frías, o si quiere nos acompaña en una partidita de
bolas... De nada valieron las explicaciones del doctor Gutiérrez, no sirvió
querer enojarse con Ramón y con Chinca. Tampoco sirvieron sus amenazas, y todo
se le fue convirtiendo en un un gran dolor y un nudo en la garganta al mirar
los grandes ojos de Yamelis, condenada a muerte. Medio en serio y medio en
broma, lo corrieron de la casa para que los dejara pasar el domingo en santa
paz.
Los diecinueve mujics con sus trajes sucios, sus
gorros de piel y sus barbas empegostadas llegaron a Paris desde Smolesko por
tren. El viaje desde la lejana Rusia había durado casi una semana y ya cinco de
ellos no podían ni caminar. Quince días atrás, una manada de lobos furiosos les
había cercado. Todos ellos habían sido mordidos y estaban condenados a morir
del mal de rabia. Pero allá lejos, a oídos de alguien había llegado la fama del
profesor Pasteur y ahora, en un vagón del tren en la estación de San Lázaro en
la ciudad luz, entre pieles, vendajes y tazas de té caliente, veían
esperanzados el cielo azul radiante de la capital francesa. Ya en manos del
profesor Pasteur, tan solo tres rusos habrían de fallecer, los demás se iban a
salvar. El profesor recibiría una carta de agradecimiento del zar de Rusia, por
haberles permitido seguir viviendo, a unos campesinos rusos quienes atacados
por lobos rabiosos no perdieron totalmente la esperanza de salvarse de la
rabia.
20 de mayo: Don Simón es el de las cataplasmas y el de los
sinapismos. Don Simón es sobador y usa caraña y tacamaca, unta suelda con
suelda y sangre de drago y para las fracturas preconiza el ron de culebra. A
Don Simón no le gusta que le digan brujo, pero todos saben que él es faculto...
“Mis esfuerzos y mi insistencia han sido en vano
y no he logrado persuadir a la señora Chiquinquirá Soto ni al agente Zabala que
es el padre de la criatura, del perjuicio que le están causando”... Don Simón
es quien receta los parches porosos y pone los emplastos de antiflogistina
caliente con semillas de mostaza. A Don Simón le gusta usar el kerosén frotado
con aceite de eucaliptus en las plantas de los pies y acostumbra a colocar
parchos de caraña en el ombligo... “Quisiera
exigirle como máxima autoridad de la
Sanidad en el Municipio el que a través de la Policía del Estado traten
de convencer al agente Zabala de su error, pues al fin y al cabo, él es el
padre de la niña y es él quien nos impide llevar a cabo cualquier procedimiento
médico que pueda beneficiar a la pequeña
Yemelis Josefina Soto”... El doctor Gutiérrez mira la
esquela escrita con su bolígrafo y piensa nuevamente en Don Simón...
La controversia sobre la vacunación de la rabia
había aumentado y se había hecho virulenta con el correr de los años. En 1888
Pasteur sufrió un nuevo ataque de parálisis y se vio obligado a abandonar
definitivamente sus estudios experimentales. Si hubiera podido trabajar unos
años más habría visto que sus hipótesis
se acercaban cada vez más a la verdad.
25 de mayo: Se ponía toda morada Yamelis cuando era atacada
por las convulsiones. Estaba cianótica hasta la raíz de las uñas cuando se la
llevaron al doctor. En el Dispensario se escuchan murmullos y quejidos y el
garrapateo de una nota escrita con mano temblorosa por el doctor Gutiérrez. Es
para su colega Eligio Salazar, allá en la Unidad Sanitaria
de Maracaibo. Los ojos húmedos del joven médico miran desalentados a Yamelita
quien yace respirando pesadamente entre una y otra convulsión. Al oír los
gemidos de Chinca se le hace un nudo en la garganta pero él no sabe si es de
rabia o de dolor. Los desgarradores gritos de Aurora, segura de perder a su
nietecita del alma, continuarán sonando en sus oídos hasta mucho después de haber
salido la ambulancia para la capital del Estado.
En el patio del Instituto Pasteur está la estatua del valiente Jupille,
un joven pastor del Jura, quien luchó con un lobo rabioso para salvar a sus
compañeros y a sus ovejas. El muchacho tendría la suerte de recibir la segunda
vacunación subcutánea del profesor Pasteur y se salvaría de las garras de la
muerte. Ahora está luchando con un lobo, en bronce, en el centro de un patio en
el Instituto Pasteur, en Paris, muy lejos del Zulia y de Maracaibo y de Quisiro
donde hay muchos espíritus y el viento levanta nubes de polvo gris...
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