Medicina
rural
Jorge García Tamayo
Jorge García Tamayo
El cine de Casigua a lo que más se parece es a un gallinero. Sillas de
tablitas, tres bancos de listones desiguales, incomodísimos, venidos de una
placita del pueblo desmantelada a finales de la dictadura gomecista; tres
sillas de paleta bajo el limonero y el piso todo el día abonado por los patos,
gallinas, yaguazas y las dos guacharacas de Argimiro Fuentes. En Diciembre y
Enero, el cielo lleno de estrellas brilla y la proyección cinematográfica
pareciera detenerse cada vez que surca el firmamento un astro incandescente,
fulgor sucedido de tres deseos que casi nunca se materializan. En otros meses
el techo está formado por tumultuosos nubarrones, a veces parecen desgarrados y
descubren resplandores precursores de lluvia y cuando llega, ella viene en
inmensas gotas heladas y hay súbita interrupción de la función. En ciertas y
determinadas noches se le ocurre asomarse a la arepa de luz y henchida tras
algodonosas motas grises, brilla en las sábanas de la mujer de Argimiro para
fastidiar a los asistentes quienes esperan un reacomodo de las nubes para
disfrutar otra vez de las imágenes en blanco y negro en el fondo del solar.
Véngase doctor Ferrer, era lo único que le habían dicho, y él sin que
mediaran más explicaciones se calzó sus pantalones de caqui, se trenzó las
botas y en un dos por tres estaba en la camioneta con los hijos del viejo
Brígido. Un rato después, la luz de los faros de la pickup se reflejaba en la
ribera encharcada, brillando contra el rojo de la curiara. Detrás, en el más
allá oscuro, se adivinaban las sombras tumultuosas del gran Catatumbo. Emidgio
venía pensando en plantas medicinales, raíces y yerbas, todos aquellos secretos
desvelados por el viejo Brígido, en los días cuando empezaba a ejercer la
medicina en Casigua. Cuán útiles le habían sido los consejos del hombre, y
cuantas veces él, médico recién graduado, llegó a usar aquellos récipes
naturales. En ese entonces todavía Brígido no se había asentado en su conuco y
permanentemente merodeaba con su burro y sus frascos por la medicatura
vendiendo menjurjes y pociones con propiedades milagrosas. Ahora, lo menos que
Emidgio podía hacer por él era atender a su llamado. Ya hacía casi un año que
no le veía la cara y sus hijos se notaban muy preocupados por el estado de su
salud. Siguiendo a los dos muchachos en la oscuridad, saltó sin mojarse dentro
de la curiara y se alejaron de la orilla a golpes de canalete. Unos minutos
después, la lámpara de carburo encendida en la proa era el único signo de vida
humana sobre las aguas del río. No quería comenzar a clarear todavía, sin
embargo curiosamente, él recordó como el gallo había cantado varias veces en el
patio de la medicatura cuando arreglaba las cosas en su maletín. Aún no
amanecía cuando Emidgio notó a sus espaldas el cielo palpitando con un extraño
resplandor. Comenzaba a cambiar de un azul pizarra a violeta y el fondo era
magenta y negro tachonado con parches rosados.
En la noche de "Aquí está el detalle", sin lluvia ni luna,
el doctor Ferrer se carcajeó hasta más no poder con las interminables reláficas
de Cantinflas. En la oscuridad se le apelotonaban entre el chirrido de las
chicharras los recuerdos de su infancia y adolescencia... Al final de la
película, los bombillos incandescentes se hallaban rodeados por hormigas
voladoras y había sonrisas. Véngase doctor y échese un palo. Abrazo cálido de
hombres sencillos. Tengo que volver a la medicatura. ¡Solo un lamparazo! De pie
en la tierra de la media calle. Tengo trabajo pendiente. Una vueltica hasta la
pulpería de Lucio Portillo. Bueno vamos. Febril pasión la de la investigación.
Paqueche su conversaíta. Láminas y frotis esperándolo. ¡No me se haga rogar mi
doctorcito! El microscopio de Crisanto Navarro. Solo un rato compá Ramón, un
rato nomás amigos. ¡Ese si es mi gallo! Vacuolas en los leucocitos, conteo de
células blancas. Sin palitos, eso sí, tengo trabajo. ¡Anjá! Mascada y salivazo
sepia que se arropa de arena. El comentario sano de la gente del campo en
alpargatas. ¡Tantas cosas vistas en las sábanas de la mujer de Argimiro! Otra
vez a discutir sobre "El peñón de las ánimas". Tres semanas en eso y
ni los chistes de Cantinflas daban fin a la contienda. Inquebrantable posición,
sin tregua, los extrapoladores insistían, aquellos eran hechos calcados de la
vida del pueblo. La contrariedad del grupito purista. Impúdico era buscar
semejanzas. Peligroso mezclar el prestigio de las hermanas y de las sobrinas,
nunca las hijas ni las esposas. Era el honor de las mujeres y no debían
conversarlo en la pulpería. Resquemores de familias enteras, alusiones veladas.
Rancheras, huapangos y corríos lo atestiguaban. Una historia real para unas
gentes de carne y huesos. Pero Casigua era un pueblo de machos. Jorge Negrete
estaba bien respaldado. Nunca me haga busté una comparación. En la rockola de
Brinolfo Morales se escucha… “De piedra ha de ser la cama, de piedra la cabecera”...
Las hembras en los botiquines de las carreteras, las mujeres del
pueblo en sus casas. ¡No me joda no joda, si viene busté y me jode yo lo jodo,
no joda! Emidgio se empinó su botella de refresco casi a temperatura ambiente y
en el camino hacia la medicatura meditó sobre la afinidad peculiar de su gente
para con aquella música. Venidos del lejano piedemonte, muchos de ellos eran
muy andinos en el fondo. En el decir de Don Rafael Osuna, emigrado de las
montañas muchos años atrás, la explicación radicaba en la identificación de la
idiosincrasia cordillerana con todo aquello que cantaban las rancheras y los
corríos mexicanos. Esos son, pensó Emidgio, los valores fundamentales de sus
vidas. El honor, el amor por la tierra, la defensa de sus mujeres y el suspirar
por las hembras. ¡Por ellas aunque mal paguen y venga y nos echamos el otro!
Cariño por el aguardiente. Sombrero de paja de ala ancha, mascada de tabaco, en
las malas y en las piores...
Todo el paisaje empezó a pintarse de colores tenues y el rosado
violáceo parecía dominar entre las ramas retorcidas de los mangles . Se habían
metido por una serie de caños cubiertos con un intrincado encaje malva que
creaba galerías y túneles en el manglar. Al apagar la lámpara, Emidgio pudo
divisar desde la curiara, todavía a lo lejos, el rancho del viejo Brígido con
sus paredes blanqueadas sobre el bahareque y el techo de palmas. Los hijos de
Brígido eran jóvenes y fuertes, remando, iban acercando la curiara por el caño.
No tendrían más de doce y quince años, expertos remeros en el gran Catatumbo,
también lo eran seguramente ayudando a su padre en las labores de tala, la
quema y la siembra del conuco... Una claridad anaranjada los rodeaba cuando el
doctor tomó su maletín y se adelantó con pasos rápidos hacia la casita. Del
rancho salía un estimulante olor a café recién colado. En la puerta la mujer de
Brígido le tomó del brazo. Mirando los ojos de la joven y robusta indígena
comprendió Emidgio con cuanto anhelo le esperaban.
Sentado en el oasis que había creado en la medicatura, aquella noche
le costó trabajo al doctor el sumergirse en sus frotis teñidos con Giemsa y con
Wright. Pensaba en su amigo Crisanto Navarro y en su mujer, Yolanda, lejos en
su ciudad del lago. Por la ventana llegaba como un susurro la música lejana. …
“era valiente y arriesgado en el amor”... Bostezo y restregar de ojos. “Un día
domingo que se andaba emborrachando, a la cantina le corrieron a avisar”… La
oferta de Don César Cuello era buena, irse fuera… “se lo echaron a montón”…, no
le había dicho nada a Yolanda, él también quería casarse, y seguro estaba de
que ella nunca se vendría a un pueblo como Casigua… Con una beca la cosa
cambiaría, podrían irse fuera, estudiar, investigar sobre las infecciones
virales de los niños, en uno de esos sitios de los que le hablaba el doctor
Navarro, quizás en el Centro de Investigaciones de Atlanta, en los Estados
Unidos... “En una choza muy humilde llora un niño y las mujeres se aconsejan y
se van”… Yolanda podría especializarse en obstetricia, eso le gustaría a ella,
y él, a prepararse haciendo investigación. Ilusión codiciada por años, mirando
a su profe Crisanto… “de Juan ranchero charrasqueado y burlador”, bostezó
nuevamente y retiró sus ojos de los oculares del microscopio.
El paciente todavía tenía ánimos para sonreír y tendido en un camastro
bajo su chinchorro se quejaba. Todo le dolía. Eran varios días con calentura, y
estaba como envarado. Ahora casi no puedo comer. Eso le dijo. Sí doctor, le
cuesta hasta abrir la boca. Era la mujer quien le hablaba. Emidgio lo examinó.
Había trismo incipiente. En un pie encontró una herida mal cuidada. El doctor
Ferrer sabía que en los hospitales de beneficencia del Zulia no se aceptan
tetánicos… Mientras auscultaba el tórax pensaba rápidamente como si quisiera ganar
tiempo y recuperar horas perdidos, pero no había ninguna esperanza de
hospitalizar al viejo, y él lo sabía. Así es la vida, pensó. ¡Cuan injustos son
los reglamentos de la Sanidad!
Me lo llevaré a Casigua y en mis predios lo defenderé. Sí, en Casigua lucharé
con la pelona. Veremos si el viejo aguanta. Confiemos en que ella no pueda más
que yo... Con palabras sencillas se lo explicó a la mujer y a los hijos. No
tiene más remedio. Ellos aceptaron la situación. Confiaban en el doctor. Si se
queda se les muere y no podemos llevarlo hasta Santa Bárbara o hasta Cabimas,
no lo aceptarán, tiene tétanos y eso es muy grave, puede que no se salve, vamos
a ver como lo podemos ayudar en Casigua, tengo que llevármelo ya. Entretanto
había preparado la inyectadora con un sedante y varias dosis de toxoide
tetánico. ¿Me entendéis viejo? Me tenéis que acompañar a la medicatura, allá
vamos a ponerte un tratamiento, pero vais a tener que dejar de trabajar unos
días, no te preocupéis por Tairuma que tus hijos la cuidarán bien. La mirada
angustiada de Brígido se dirigía hacia su mujer. Vamos muchachos ayúdenme a
improvisar una camilla para trasladarlo a la curiara. Ya se avecina una
tormenta...
Había terminado el corrío. Emidgio pensó en Rafael Rangel. Estaba
acariciando la platina del microscopio y pensó cuanto le gustaría ser un
investigador de verdad… ¿Cuantas veces conversó con el profe Crisanto sobre el
bachiller Rangel y sus luchas? Rafael había nacido a finales del siglo XIX, era
trujillano, había estudiado bachillerato en Maracaibo y a comienzos del siglo XX se fue a Caracas y nunca se graduó
de médico. Tampoco Louis Pasteur había sido médico... Pero al bachiller lo
acosaron… El mejor, el único investigador de verdad que ha tenido el país. Le
hicieron la vida imposible. ¡La política! Unos decían que eran cosas de
racismo. No. Era la política, eterna mala compañera, ¡politiquería!. Yolanda
esperaba por él. ¿Hasta cuándo ese afán? Casarse, tener hijos, tal vez sentar
cabeza. La voz del hombre del mechón blanco le llegó con el viento... “Tú y las
nubes me traen muy loco, tú y las nubes me van a matar”... Me voy a dormir. “Yo
parriba volteo muy poco tú pabajo no sabes mirar”. Tras otro bostezo apagó la
luz de la lámpara.
Ya se fue la noche
pero el sol no sale, parece que no quiere brillar hoy. Ya venía como tan bonito
cuando despuntaba el día, pero ahora cuando todavía es muy temprano y ya se ha
escondido tras grises nubarrones que presagian lluvia. Ya han colocado al viejo en la curiara cuando
comienzan a caer como piedras las gotas heladas. Ya en medio del balanceo
Emidgio lo cubre parcialmente con un mantel plástico de cuadros rojos y con ese
impermeable de emergencia, remando de un lado y del otro y achicando con unas
latas de leche, ya se van hacia la medicatura, remontando la corriente del gran
Catatumbo.
Texto ligeramente
modificado de “La Peste
Loca” novela publicada por la Secretaría de Cultura
de la Gobernación
del Estado Zulia en 1997
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