viernes, 12 de julio de 2013

Medicina rural





Medicina rural
Jorge García Tamayo  


El cine de Casigua a lo que más se parece es a un gallinero. Sillas de tablitas, tres bancos de listones desiguales, incomodísimos, venidos de una placita del pueblo desmantelada a finales de la dictadura gomecista; tres sillas de paleta bajo el limonero y el piso todo el día abonado por los patos, gallinas, yaguazas y las dos guacharacas de Argimiro Fuentes. En Diciembre y Enero, el cielo lleno de estrellas brilla y la proyección cinematográfica pareciera detenerse cada vez que surca el firmamento un astro incandescente, fulgor sucedido de tres deseos que casi nunca se materializan. En otros meses el techo está formado por tumultuosos nubarrones, a veces parecen desgarrados y descubren resplandores precursores de lluvia y cuando llega, ella viene en inmensas gotas heladas y hay súbita interrupción de la función. En ciertas y determinadas noches se le ocurre asomarse a la arepa de luz y henchida tras algodonosas motas grises, brilla en las sábanas de la mujer de Argimiro para fastidiar a los asistentes quienes esperan un reacomodo de las nubes para disfrutar otra vez de las imágenes en blanco y negro en el fondo del solar.

Véngase doctor Ferrer, era lo único que le habían dicho, y él sin que mediaran más explicaciones se calzó sus pantalones de caqui, se trenzó las botas y en un dos por tres estaba en la camioneta con los hijos del viejo Brígido. Un rato después, la luz de los faros de la pickup se reflejaba en la ribera encharcada, brillando contra el rojo de la curiara. Detrás, en el más allá oscuro, se adivinaban las sombras tumultuosas del gran Catatumbo. Emidgio venía pensando en plantas medicinales, raíces y yerbas, todos aquellos secretos desvelados por el viejo Brígido, en los días cuando empezaba a ejercer la medicina en Casigua. Cuán útiles le habían sido los consejos del hombre, y cuantas veces él, médico recién graduado, llegó a usar aquellos récipes naturales. En ese entonces todavía Brígido no se había asentado en su conuco y permanentemente merodeaba con su burro y sus frascos por la medicatura vendiendo menjurjes y pociones con propiedades milagrosas. Ahora, lo menos que Emidgio podía hacer por él era atender a su llamado. Ya hacía casi un año que no le veía la cara y sus hijos se notaban muy preocupados por el estado de su salud. Siguiendo a los dos muchachos en la oscuridad, saltó sin mojarse dentro de la curiara y se alejaron de la orilla a golpes de canalete. Unos minutos después, la lámpara de carburo encendida en la proa era el único signo de vida humana sobre las aguas del río. No quería comenzar a clarear todavía, sin embargo curiosamente, él recordó como el gallo había cantado varias veces en el patio de la medicatura cuando arreglaba las cosas en su maletín. Aún no amanecía cuando Emidgio notó a sus espaldas el cielo palpitando con un extraño resplandor. Comenzaba a cambiar de un azul pizarra a violeta y el fondo era magenta y negro tachonado con parches rosados.

En la noche de "Aquí está el detalle", sin lluvia ni luna, el doctor Ferrer se carcajeó hasta más no poder con las interminables reláficas de Cantinflas. En la oscuridad se le apelotonaban entre el chirrido de las chicharras los recuerdos de su infancia y adolescencia... Al final de la película, los bombillos incandescentes se hallaban rodeados por hormigas voladoras y había sonrisas. Véngase doctor y échese un palo. Abrazo cálido de hombres sencillos. Tengo que volver a la medicatura. ¡Solo un lamparazo! De pie en la tierra de la media calle. Tengo trabajo pendiente. Una vueltica hasta la pulpería de Lucio Portillo. Bueno vamos. Febril pasión la de la investigación. Paqueche su conversaíta. Láminas y frotis esperándolo. ¡No me se haga rogar mi doctorcito! El microscopio de Crisanto Navarro. Solo un rato compá Ramón, un rato nomás amigos. ¡Ese si es mi gallo! Vacuolas en los leucocitos, conteo de células blancas. Sin palitos, eso sí, tengo trabajo. ¡Anjá! Mascada y salivazo sepia que se arropa de arena. El comentario sano de la gente del campo en alpargatas. ¡Tantas cosas vistas en las sábanas de la mujer de Argimiro! Otra vez a discutir sobre "El peñón de las ánimas". Tres semanas en eso y ni los chistes de Cantinflas daban fin a la contienda. Inquebrantable posición, sin tregua, los extrapoladores insistían, aquellos eran hechos calcados de la vida del pueblo. La contrariedad del grupito purista. Impúdico era buscar semejanzas. Peligroso mezclar el prestigio de las hermanas y de las sobrinas, nunca las hijas ni las esposas. Era el honor de las mujeres y no debían conversarlo en la pulpería. Resquemores de familias enteras, alusiones veladas. Rancheras, huapangos y corríos lo atestiguaban. Una historia real para unas gentes de carne y huesos. Pero Casigua era un pueblo de machos. Jorge Negrete estaba bien respaldado. Nunca me haga busté una comparación. En la rockola de Brinolfo Morales se escucha… “De piedra ha de ser la cama, de piedra la cabecera”...

Las hembras en los botiquines de las carreteras, las mujeres del pueblo en sus casas. ¡No me joda no joda, si viene busté y me jode yo lo jodo, no joda! Emidgio se empinó su botella de refresco casi a temperatura ambiente y en el camino hacia la medicatura meditó sobre la afinidad peculiar de su gente para con aquella música. Venidos del lejano piedemonte, muchos de ellos eran muy andinos en el fondo. En el decir de Don Rafael Osuna, emigrado de las montañas muchos años atrás, la explicación radicaba en la identificación de la idiosincrasia cordillerana con todo aquello que cantaban las rancheras y los corríos mexicanos. Esos son, pensó Emidgio, los valores fundamentales de sus vidas. El honor, el amor por la tierra, la defensa de sus mujeres y el suspirar por las hembras. ¡Por ellas aunque mal paguen y venga y nos echamos el otro! Cariño por el aguardiente. Sombrero de paja de ala ancha, mascada de tabaco, en las malas y en las piores...

Todo el paisaje empezó a pintarse de colores tenues y el rosado violáceo parecía dominar entre las ramas retorcidas de los mangles . Se habían metido por una serie de caños cubiertos con un intrincado encaje malva que creaba galerías y túneles en el manglar. Al apagar la lámpara, Emidgio pudo divisar desde la curiara, todavía a lo lejos, el rancho del viejo Brígido con sus paredes blanqueadas sobre el bahareque y el techo de palmas. Los hijos de Brígido eran jóvenes y fuertes, remando, iban acercando la curiara por el caño. No tendrían más de doce y quince años, expertos remeros en el gran Catatumbo, también lo eran seguramente ayudando a su padre en las labores de tala, la quema y la siembra del conuco... Una claridad anaranjada los rodeaba cuando el doctor tomó su maletín y se adelantó con pasos rápidos hacia la casita. Del rancho salía un estimulante olor a café recién colado. En la puerta la mujer de Brígido le tomó del brazo. Mirando los ojos de la joven y robusta indígena comprendió Emidgio con cuanto anhelo le esperaban.

Sentado en el oasis que había creado en la medicatura, aquella noche le costó trabajo al doctor el sumergirse en sus frotis teñidos con Giemsa y con Wright. Pensaba en su amigo Crisanto Navarro y en su mujer, Yolanda, lejos en su ciudad del lago. Por la ventana llegaba como un susurro la música lejana. … “era valiente y arriesgado en el amor”... Bostezo y restregar de ojos. “Un día domingo que se andaba emborrachando, a la cantina le corrieron a avisar”… La oferta de Don César Cuello era buena, irse fuera… “se lo echaron a montón”…, no le había dicho nada a Yolanda, él también quería casarse, y seguro estaba de que ella nunca se vendría a un pueblo como Casigua… Con una beca la cosa cambiaría, podrían irse fuera, estudiar, investigar sobre las infecciones virales de los niños, en uno de esos sitios de los que le hablaba el doctor Navarro, quizás en el Centro de Investigaciones de Atlanta, en los Estados Unidos... “En una choza muy humilde llora un niño y las mujeres se aconsejan y se van”… Yolanda podría especializarse en obstetricia, eso le gustaría a ella, y él, a prepararse haciendo investigación. Ilusión codiciada por años, mirando a su profe Crisanto… “de Juan ranchero charrasqueado y burlador”, bostezó nuevamente y retiró sus ojos de los oculares del microscopio.

El paciente todavía tenía ánimos para sonreír y tendido en un camastro bajo su chinchorro se quejaba. Todo le dolía. Eran varios días con calentura, y estaba como envarado. Ahora casi no puedo comer. Eso le dijo. Sí doctor, le cuesta hasta abrir la boca. Era la mujer quien le hablaba. Emidgio lo examinó. Había trismo incipiente. En un pie encontró una herida mal cuidada. El doctor Ferrer sabía que en los hospitales de beneficencia del Zulia no se aceptan tetánicos… Mientras auscultaba el tórax pensaba rápidamente como si quisiera ganar tiempo y recuperar horas perdidos, pero no había ninguna esperanza de hospitalizar al viejo, y él lo sabía. Así es la vida, pensó. ¡Cuan injustos son los reglamentos de la Sanidad! Me lo llevaré a Casigua y en mis predios lo defenderé. Sí, en Casigua lucharé con la pelona. Veremos si el viejo aguanta. Confiemos en que ella no pueda más que yo... Con palabras sencillas se lo explicó a la mujer y a los hijos. No tiene más remedio. Ellos aceptaron la situación. Confiaban en el doctor. Si se queda se les muere y no podemos llevarlo hasta Santa Bárbara o hasta Cabimas, no lo aceptarán, tiene tétanos y eso es muy grave, puede que no se salve, vamos a ver como lo podemos ayudar en Casigua, tengo que llevármelo ya. Entretanto había preparado la inyectadora con un sedante y varias dosis de toxoide tetánico. ¿Me entendéis viejo? Me tenéis que acompañar a la medicatura, allá vamos a ponerte un tratamiento, pero vais a tener que dejar de trabajar unos días, no te preocupéis por Tairuma que tus hijos la cuidarán bien. La mirada angustiada de Brígido se dirigía hacia su mujer. Vamos muchachos ayúdenme a improvisar una camilla para trasladarlo a la curiara. Ya se avecina una tormenta...



Había terminado el corrío. Emidgio pensó en Rafael Rangel. Estaba acariciando la platina del microscopio y pensó cuanto le gustaría ser un investigador de verdad… ¿Cuantas veces conversó con el profe Crisanto sobre el bachiller Rangel y sus luchas? Rafael había nacido a finales del siglo XIX, era trujillano, había estudiado bachillerato en Maracaibo y a comienzos del  siglo XX se fue a Caracas y nunca se graduó de médico. Tampoco Louis Pasteur había sido médico... Pero al bachiller lo acosaron… El mejor, el único investigador de verdad que ha tenido el país. Le hicieron la vida imposible. ¡La política! Unos decían que eran cosas de racismo. No. Era la política, eterna mala compañera, ¡politiquería!. Yolanda esperaba por él. ¿Hasta cuándo ese afán? Casarse, tener hijos, tal vez sentar cabeza. La voz del hombre del mechón blanco le llegó con el viento... “Tú y las nubes me traen muy loco, tú y las nubes me van a matar”... Me voy a dormir. “Yo parriba volteo muy poco tú pabajo no sabes mirar”. Tras otro bostezo apagó la luz de la lámpara.



Ya se fue la noche pero el sol no sale, parece que no quiere brillar hoy. Ya venía como tan bonito cuando despuntaba el día, pero ahora cuando todavía es muy temprano y ya se ha escondido tras grises nubarrones que presagian lluvia.  Ya han colocado al viejo en la curiara cuando comienzan a caer como piedras las gotas heladas. Ya en medio del balanceo Emidgio lo cubre parcialmente con un mantel plástico de cuadros rojos y con ese impermeable de emergencia, remando de un lado y del otro y achicando con unas latas de leche, ya se van hacia la medicatura, remontando la corriente del gran Catatumbo.



Texto ligeramente modificado de “La Peste Loca” novela publicada por la Secretaría de Cultura de la Gobernación del Estado Zulia en 1997

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