Texto fragmentado…
Dimitri Yakolev se acercó hasta la casa del profesor Silvester Korzeniowski el día sábado 4 de diciembre. Llegó en su auto, un Mazda plateado un poco antes de las once de la mañana. Silvester le recibió en la cocina donde burbujeante en una greca, hervía el café. Sirvió dos tazas grandes y le invitó a sentarse. Dimitri de inmediato quiso reiterarle su interés en la invitación que el profesor le hiciera la noche anterior. –Después del mediodía espero que podamos ir a almorzar en un restaurante que me han recomendado. Es por aquí cerca. Me han contado que es de unos peruanos, pero la especialidad es la comida criolla. Me dijeron que pidiéramos los… ¿bollitos pelones?, son, ¿cómo dicen aquí?... ¡Mundiales! También supe que la vista desde el sitio es sensacional, me dijeron que se ve el puente sobre el lago de Coquivacoa muy cerca…
… En el restaurante en la ribera del lago de Coquivacoa el profesor Silvester y su amigo bieloruso habían bebido cerveza y luego almorzaron con plátano verde asado, con queso “de años”, y “bollitos pelones”. En esa oportunidad Dimitri se había mostrado como nunca interesado en el trabajo sobre la lepra que llevaba adelante el profesor Korzeniowski. Silvester más confundido que sorprendido por el súbito interés de su amigo por temas de ciencia e investigación, no logró una explicación lógica…
… Silvester entonces pareció querer desviar la conversación hacia los supuestos intereses literarios de Dimitri y pasó a preguntarle por el libro que escribía con las historias de las familias de polacos venezolanos que sobrevivieron al Holocausto. Mirándolo también fijamente el anciano investigador le comentó. –Esa sí que me parece una tarea titánica, puesto que ya casi todos estamos, iba a decirte muertos, pero mejor será, como dicen por aquí, más de allá que de acá. Entonces Dimitri le aseguró que estaba ya todo bastante adelantado…
En realidad Silvester no se sentía bien. Había despertado tarde. La prolongada plática de la noche anterior le había revuelto viejas vivencias de su infancia y adolescencia que cual si fuesen parte de un mal sueño, todavía ensombrecían su espíritu. Bebiendo sorbos de café, escuchó divagar a Dimitri mientras en el fondo su mente volvía sobre viejos afectos y pensó entonces en su difunta mujer, Ángeles, y percibió borrosas imágenes de Kopel y sus partisanos. Por un momento llegó a recordar también a Nadja y a Irina, y a sus nietos. Era evidente que no deseaba escuchar más nada de lo que Dimitri le comentaba. De repente pareció salir de su mutismo cuando el teniente Yakolev le dijo con la mayor franqueza, que esperaba por lo que él mismo le había prometido la noche anterior. Cuando reiteró su deseo de que se pudiese dar ese mismo día… Silvester se preguntó a sí mismo, ¿de qué me habla ahora este hombre?... -¿Quizás después del almuerzo?. Es que no aguanto la curiosidad de visitar su Laboratorio en la Cañada de Urdaneta...
Al final del almuerzo pidieron dos cafés, un marroncito y un guayoyo. Miraste hacia el puente y súbitamente te sentiste envuelto en un aura de tristeza, y sin saber por qué entonces pensaste en Ángeles y te viste tú, humedeciéndole los labios con un algodón mojado en agua fría. Dimitri de momento se había levantado para hacer una llamada telefónica. Él no aceptó hacerla desde tu teléfono móvil y al quedarte solo, de nuevo regresaste a la imagen de Ángelita agonizando, mientras te hallaste atisbando el puente tras unas palmeras, ella rodeada de tubos y de luces que titilaban en aparatos alrededor de su cama de hospital. Tomaste un sorbo de agua y recordaste cuanto le gustaba a ella el agua de los ríos, aguas límpidas, de esas que bajan saltando presurosas, aguas creando remolinos entre las piedras blancas. Al cerrar los ojos imaginaste un río de Los Andes y la viste nuevamente; su figura calcada en un remanso límpido rodeada de nenúfares y Ángeles allí, ella que volteará para sonreírte, acariciada por la brisa fresca que desciende de las montañas. Mirarás hacia el fondo del restaurante y verás en el mostrador del bar a Dimitri, de espaldas hablando por teléfono. Una sensación de incomodidad te embarga y sin saber por qué volverás a pensar en tu mujer ya fallecida, la pobre Ángeles… Cómo evolucionó el cáncer en ella, tan rápidamente, cruelmente… La recordaste en la casa, ella quien tan poco tiempo antes era tan fuerte, de pronto la hallabas deambulando en su bata de florecillas, de un lado a otro, como extraviada, yendo del armario con su ropa a la cocina, y del sillón a la cama, sin poder evaluar tú, si realmente era su dolor tan intenso que la llevaba a comportarse de aquella manera, o si estaría haciendo una metástasis cerebral, o tal vez, lo pensaste en aquellos días, era todo provocado por algún cambio metabólico, algo que la llevaba a perderse en una niebla, una terrible neblina cancerosa, donde apenas un rictus lograba al tratar de insinuar una sonrisa ante la caricia de tu mano, y aquel tener que llorar hacia adentro, tú, mientras llegaba el momento de una nueva inyección para aliviar su dolor…
Fragmentos del texto del Capítulo 16 de mi novela “El año de la lepra” Colección Salvador Garmendia, de la Edit elotro@elmismo (2011).
Maracaibo 19 de mayo de 2018
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