Las hijas de Chelita
Jorge García Tamayo
Jorge García Tamayo
La madre de Chela había
trabajado en uno de los caserones en el sector de Los Haticos, de esos con
romanillas blancas en todas las ventanas, unas hermosas mansiones que daban su
cara al lago, no creo que fuesen alemanes sus dueños, pero, sin duda era de una
familia pudiente. Así fue como Chelita creció en aquellos ambientes finos, pero
los reservados a la servidumbre, claro está, allí fue aprendiendo de su madre
la importancia del orden, de la limpieza y la compostura. En fin, en Los Haticos
vivió Chelita hasta los doce años cuando se hizo mujer. Para la época, la
familia acomodada se mudó, se fue a Europa o vendió la casa, no lo sé, pero
Chela y su madre no quisieron dejar el vecindario y se emplearon como la
cocinera y su pinche en la casa de otra familia, seguramente de menores
recursos. María Polanco para ese entonces le decía a su hija que ella era la
viuda desconsolada de un tal Antonio, un padre que la niña nunca conoció y a
pesar de las increíbles historias inventadas por su madre, a ella nunca le hizo
falta. En la cocina duraron meses, hasta el momento cuando Chelita le informó a
su madre que el señorito de la casa había intentado abusar de ella. A los doce
años Chela era espigada y muy linda, con ojos de almendra tostada, la piel como
la canela y alrededor de ella siempre flotaba un hálito floral de jazmines y de
rosas. María Polanco se la llevó del sitio, pero no quiso abandonar aquellos
predios en la vecindad de las brisas lacustres donde habían sido tan felices,
por lo que decidieron mudarse cerca, pero del otro lado de la carretera, en la
margen opuesta a las playas. En esos días estaba creciendo un caserío que se
encaramaba por unos cerros de arcilla rojiza, con calles de tierra donde
remolinos de viento creaban tolvaneras de polvo rojo como tiza. Ya el agua del
acueducto había llegado para aplacar aquellos ventisqueros, por lo que los
vecinos luchaban para regar las matas y ver crecer los mangos y los nísperos
mientras intentaban crear jardines en los patios traseros. En esos cerros que
luego la gente comenzaría a llamar “Los Haticos por arriba”, se ubicaron las
dos mujeres, muy cerca de una bodega bien surtida y de un taller mecánico
frecuentado por trabajadores picapedreros y conductores de camiones de volteo.
Los hombres rudos venían desde un muelle cercano donde desembarcaban gabarras y
barcazas llenas de piedra caliza traída desde las canteras de la isla de Toas,
en la desembocadura del lago. Toas era una ínsula ubicada en el sitio donde las
aguas del mar Caribe se insinúan desde el Golfo de Venezuela en el lago de
Coquivacoa. Allí, en Los Haticos, y viviendo cerca del sitio donde
transcurriera su niñez, Chela conoció al chino Chón. El hombre trabajaba en el negocio de las
piedras y era un camionero, andino, gordo y bonachón. Era chofer de un “volteo”
y asiduo degustador de las empanadas de carne molida y de los pasteles rellenos
de papa y queso que él ingería saturados de ají picante en leche, con los que
las Polanco se habían iniciado en el productivo negocio de la venta de comidas.
Con los años, María Polanco transformaría la venta de empanadas en una parada
obligada para camioneros y transeúntes que desearan desde muy temprano y hasta
después del mediodía, deleitarse probando un buen mondongo, un sancocho, o un
mojito de corvina en coco. A orillas del lago, y en la vecindad de la barriada,
crecería, un gran parque público con un zoológico que se fue llenando de
animales y cada vez era más visitado, por lo que la concurrencia en las mesas
de las Polanco fue en aumento, sobretodo en los días de fiesta. Los camioneros
hacían una parada obligada antes de irse hacia el sur de la ciudad donde
funcionaba una gran fábrica de cemento que trituraba los terrones venidos desde
las canteras de la isla. Chon, era en realidad el apodo de José Alipio Chacón,
quien era ciertamente achinado, por su condición de andino indiano y por su
simpática gordura, por eso no había quien no le conociera como el chino-Chon. A
él no le molestaba el apodo, antes por el contrario prefería ese sobrenombre al
de “andino cara e cochino” o peor aún el de, “er cochino purgao”, como le
decían en ocasiones sus compañeros de trabajo, amigos de las bromas
pesadas. En realidad el chino era un
gordo simpático, muy correcto y la primera vez que vio a Chela el corazón le saltó
en esquirlas y se quedó petrificado, pues desde ese instante estuvo seguro de
que ese éxtasis iba a durarle hasta el final de su vida. Chela le coqueteaba
inclemente, pero no le daba esperanzas pues estaba convencida de que podía
aspirar a otro candidato con más prestancia y que además fuese alguien que las
ayudase a mejorar la situación familiar. Por estos motivos, Chela había
decidido estudiar con gran dedicación por las noches, lo cual no le impedía
volver al día siguiente a moverse como un pez en el agua causando estragos en
el corazón de los rudos camioneros degustadores sibaritas de las comidas que
preparaba su madre. Chon siguió cortejándola con gran compostura y con el rigor
que solo un andino de pura cepa podía gastarse en aquellos menesteres, y esto,
tal vez era lo que precisamente mantenía en el fondo del alma de Chelita un no
sé que, muy especial, por Chon, o como ella misma le llamaba, su chino gordito.
Cansada de la cocina, la jovencita acordó con su madre una tregua y se fue a
buscar suerte en la ciudad de fuego. Cerca de la Aduana lacustre, se empleó
para trabajar en una gran mansión colonial que luego resultó ser la Universidad. Así
fue como del oficio de limpiar los pisos, muy pronto y gracias a su constancia,
su buena presencia y quizás sobretodo a su buena letra, Chelita progresó. El
método Palmer de Caligrafía Comercial le había costado muchas noches de
trabajo, pero milagrosamente puesto que ella era zurda, lo había desarrollado a
la perfección, de tal manera que todas estas circunstancias le abrieron las
puertas para un rápido ascenso como secretaria de la Escuela de Letras de la Universidad. Con
un sueldo apreciable, una posición estable, y un futuro promisor, de pronto a
Chela, se le ablandó el corazón y flaqueó ante su chinito. Fue por esta época
cuando el chino la preñó y afortunadamente ella no perdió su empleo, pero
tampoco aceptó casarse con quien habría de ser, según él mismo le decía
convencido, el amor de su vida. Chon estaba mudándose a su tierra montañosa en
Coloncito y le prometió darle una casa y todas las comodidades para que no
tuviese que trabajar más nunca, pero Chelita era obstinada y no aceptó sus
propuestas. Chon le trajo papeles que demostraban la certeza de sus propiedades
y las patentes que lo señalaban como el único dueño de tres camiones con los
que se iba a dedicar a comerciar con hortalizas. Se tuvo que ir decepcionado a
vivir en los Andes. Cuando Chon conoció a su hija MariaAntonia, ella ya había
cumplido el año y vivía con su madre y con su abuela, en Los Haticos. Todavía
eran famosas por el renombrado “Restorante de las Polanco”. Chela estaba
trabajando en la
Universidad y permitió que el padre de su primogénita, quien
había mejorado considerablemente de situación económica, las visitara varias
veces, pero los negocios le obligaron pronto a regresar a sus neblinosas
montañas andinas. Un mes después, cargado de regalos, el chino volvió a
presentarse decidido a sitiar aquella fortaleza inexpugnable, en la seguridad
de que con paciencia y salivita, lograría ablandar el corazón de lomito de su
amada. Ella estaba cada día más despierta, más linda y para él, no existía en
el mundo nadie más apetecible que la hermosa Chelita. Descuidó sus negocios
durante varios meses, logró algunos avances, volvieron a salir juntos y en dos
oportunidades logró Chon hacerle el amor a Chela hasta quedar ambos saciados.
Pero él quería algo más, y ese su empeño desquiciado, lo condujo al final del
asunto. Luego de una pelea furiosa, llegó a escuchar de la boca de Chela la
confirmación de sus temores. Le advirtió que tuviera muy claro que nunca, pero
jamás de los jamases, se casaría, ni con él ni con nadie, porque ella no quería
estar atada a ningún hombre. Chon se largó enfurecido y decidido a no volver
más nunca a pisar la ciudad de fuego, por lo que no se llegó a enterar de que
siete meses después nacería Antonieta su segunda hija, ni tampoco logró saber
de cómo se le complicó el parto a Chela, ni de la operación que le impediría
volver a tener hijos. Ella al pasar toda aquella catástrofe, juró que sus hijas
nunca serían Chacón y habrían de ser Polanco, como su madre, las nietas de Doña
María, la dueña del mejor restaurante de “Los Haticos por arriba” en las
inmediaciones del parque zoológico de la ciudad de fuego.
Crecieron ambas hermanas,
estudiaron la primaria y terminaron el bachillerato. Eran aventajadas en sus
estudios, especialmente la mayor MariaAntonia quien se graduó de Contaduría
Pública y estudiaría Economía en la Universidad. La verdad sobre el regreso del chino
Chon, es interesante, pues ya mayor, no tan gordo pero sí muy rico, volvió a
aparecer en la ciudad de fuego y pudo conocer al fin a sus dos hijas, ya
adultas, estudiosas y muy buenas mozas. Pero más turulato habría de quedarse el
chino, cuando la todavía hermosa Chelita, aceptó sin chistar irse a vivir con
él a las montañas del Táchira. Para la época ya la abuela Doña María había
muerto y ni tan siquiera existía el restaurante en Los Haticos frente al parque
zoológico, al sur de la ciudad de fuego. La historia de las hijas de Chela y
del chino Chon, y el final de telenovela que parecía querer rubricar entre
montañas y apacibles nublados, el ocaso de la vida de sus padres, es otra. La
versión fidedigna, es curiosa. Cuando la madre de MariaAntonia y Antonieta, ya
entrada en años y seguramente cansada de preparar comidas, y de lidiar con
niños decidió aceptar la propuesta del chino José Alipio Chacón alias Chon, e
irse a vivir con él en un pueblo metido en las montañas del Táchira, sus hijas
se indignaron. El viejo camionero andino había sido el único amor en la vida de
Chelita, pero sus hijas opinaban que ese cariño tardíamente nacido entre sus
padres era algo inaceptable, inconcebible, y por demás indecente y hasta sucio.
En pocas palabras consideraban ambas que la decisión de sus padres, de unirse
para disfrutar juntos los últimos años de sus vidas, eran una afrenta contra
ellas y contra la moral pública, y en suma, solo podía solo verse como “una
cochinada”. MariaAntonia quien era la más recalcitrante en sus opiniones, lloró
de la furia y pataleó airada, recordándole a su madre como al camionero Chacón
cuando era joven lo denominaban “er cochino purgao” y juró no volver a
dirigirles la palabra si se largaban los dos juntos y las dejaban de su cuenta
a sus hijas, con sus nietas incluidas. Ella insistía en la falsedad de aquel
romance otoñal que Chela decía estar viviendo. La hija gritaba que nadie les
iba a hacer creer a ellas ese cuento, que era solo una historia de amores
impúdicos, y que no podía existir ningún cariño ni nada parecido. En última
instancia, decía ella que todo era solamente un asunto de apareamiento, de
ociosidad entre dos ancianos morbosos que solo querían ayuntarse para saciar
sus instintos animales dando rienda suelta a sus más bajas pasiones, y
finalmente, que todo aquello los llevaría a todos quién sabe que tipo de
cochina maldición. Como pronta y efectiva respuesta a esta opinión, vociferada
impulsivamente por su hija mayor, Chela le asestó un bofetón que la dejó
sentada, y esa fue la última vez que se hablaron. Años después, Antonieta sería
capaz de recapacitar y considerar como en el fondo pudiese haber existido otra
razón. Me relató como era que la abuela Chelita cuidaba de cuatro nietas, dos
hijas de cada una de ellas, y quién sabe si la desesperación de perder la ayuda
de su madre, las había llevado a extremos de desesperados insultos. Pero “ya
era clavo pasado”. Ese fue el corolario terminal. Sobre ese tema, nunca más
volvieron a hablar las hermanitas Polanco. En fin. Sabemos que ambas dos,
estaban bien preparadas, especialmente MariaAntonia, graduada de Contaduría
Pública y de Economista, y Antonieta tenía también varios cursos de
Secretariado Comercial, aunque en realidad ella se dedicaría a ser la esposa de
su marido, un joven abogado de la ciudad de los crepúsculos a donde se marchó a
vivir la pareja en el 76, un año después de haberse casado tras un breve
noviazgo. El año 1975 cuando recién inauguraban un Instituto de Neurologia y
Psiquiatría de la ciudad de fuego, el director conoció a MariaAntonia, la hija
mayor de Chela y descubrió en ella a una mujer con una personalidad fuerte y
decidida, con una eficiencia ejecutiva poco común y a toda prueba. A
MariaAntonia no le fue difícil transformarse en el cerebro pensante de las
finanzas de aquella institución. En realidad, hablar sobre la hija mayor de
Chelita, me obliga a asociarla con la música y especialmente con los boleros.
Esto puede parecer extraño, puesto que ella es una fiel exponente de su signo
astrológico, Libra, exageradamente equilibrada, precisa hasta hacer impensable
una equivocación en cualquier renglón de su vida, y menos aún en el desempeño
de su trabajo. Esta mujer con una capacidad de trabajo y un espíritu
aparentemente ponderado, poseía un alma romántica, y fue silenciosamente
víctima de una pasión melomaníaca incurable por Julio Díaz el chofer de una línea de taxis. Julio era un sujeto moreno,
alto y delgado, de labios gruesos y con una voz de locutor de radio que lograba
tonos sedosos y registros profundos, acariciantes, sobretodo al desplegar su
sonrisa, permanente e impecable, de una blancura nívea. Reconocido como un tipo
particularmente elegante, vestía siempre con un flux de pana gris y usaba
corbatas de colores radiantes, lucía un sombrerito adornado con una pluma de
loro y fumaba “Camel” o “Chesterfield”, pero nunca en su sitio de trabajo.
Desde hacía una década, era chofer exclusivo de una línea de taxis de las más
antiguas y prestigiosas de la ciudad de fuego, de manera que fue en su diario
trajinar “haciendo carreras”, donde Julio había conocido a MariaAntonia
Polanco. En aquellos tiempos ella era estudiante de la Universidad. Ya se
había graduado de Contabilista, y estaba empleada en la Tesorería de la Municipalidad, pero
MariaAntonia estudiaba de tarde y de noche Ciencias Económicas, y era asidua
cliente de la línea “Concordia”. Sus gastos por traslados desde la Tesorería en la plaza
Bolívar hasta la
Universidad, eran costeados por el tesorero del Municipio, un
viejo amigo de la señora Chela, su madre, quien de paso sea dicho, abrumaba a
la hija con sus propuestas y galanteos. Para la época, la hija mayor de Chela
Polanco tenía veinticinco años, y se había transformado, de una linda jovencita
en una bella mujer, sin que sus amigos le hubiesen conocido novio fijo ni
duradero. A pesar de no haber querido nunca comprometerse, asegurando que
primero estaban sus estudios, MariaAntonia era una enamorada de la música
romántica y aseguraba conocer la letra de todos los boleros. Además, los
cantaba magistralmente. Su hermanita, Antonieta, un año menor que ella, era
mucho más liberal, le encantaban las fiestas y había tenido una larga lista de
pretendientes habiendo estado a punto de casarse un par de veces. Por su buena
educación, fluida conversación, y su natural elegancia, Julio Díaz, fue día a
día, envolviendo con su charla a la estudiante. Viaje tras viaje, en rumorosa
trama, el moreno arrullaba a la despierta muchacha, quien comenzó queriéndolo
como un buen amigo. Lentamente, el elegante y conversador chofer, casi una
década mayor que ella, se atrevió a insinuársele, y posiblemente él fue el
primer sorprendido cuando la hija mayor de Chela Polanco aceptó su propuesta
matrimonial. Antonieta objetó a aquel señor viejo, ¡de casi treinta y cinco
años!, y con una sospecha pendiente sobre su vida, por el hecho curioso de no
existir ni una mácula en el historial del cumplido chofer de la línea
“Concordia”. A pesar de los resquemores y de los chismes, Doña Chela les dio su
bendición, y se casaron en la iglesia de San Judas Tadeo, para irse a vivir en
una casita del Barrio Obrero, en el sector de Sabaneta, una populosa barriada
de la ciudad de fuego.
Estabas viviendo el amor de tu
vida. Habías hallado en Julio algo especial, un no sé que antes no conocido.
Enamorada, cantabas las canciones de Benny Moré, preguntándote que como había
ocurrido todo aquello... “Como fue,
no sé decirte como fue, no sé explicarme que pasó, pero de ti me enamoré”. Así llegó hasta ti la felicidad, y
se querían como locos, y se respetaban con una seriedad casi de personas
mayores, y se amaban en el inmaculado apartamento del Barrio Obrero. Eran almas
gemelas en el orden y en la pulcritud, en lo metódicos y comedidos, en lo
desenfrenados en la cama, y era que no podías olvidar sus palabras, con
aquella, su voz melodiosa de terciopelo, y por tantas cosas como eran, le
creíste, confiaste en él con los ojos cerrados... “ Muy juntitos los dos hallaremos un rincón cerca del cielo”, con un amor que prometía ser
eterno, o al menos para toda una vida, “estaría contigo, no me importa en que forma ni como ni donde pero
junto a ti”, y
cantabas todo el tiempo, emocionada, “
sin un amor, la vida no se llama vida, sin un amor, le falta fuerza al corazón,
sin un amor el alma muere derrotada, desesperada en el dolor, sacrificada sin
razón, sin un amor no hay salvación”.
Ellos eran, la pareja perfecta. Salían casi todos los fines de semana,
tomados de la mano y se iban a sitios diferentes. Les encantaba tomar cerveza,
o bailar, y se miraban lánguidos, perdidamente enamorados. No faltó la
oportunidad de cantar a duo. “Cuando se quiere de veras, como te quiero
yo a ti, es imposible mi cielo, tan separados vivir”... Ya les conocían
como la parejita romántica en varios sitios nocturnos de la ciudad de fuego.
Con tanto amor y romanticismo,
vivías tus boleros, emocionada... “Por
algo está el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo, no habrá una
barrera en el mundo que mi amor profundo no rompa por ti...” En tu casa, jugando entre las sábanas, le
decías a Julio... “Tus besos se
llegaron a recrear aquí en mi boca, llenando de ilusión y de pasión mi vida
loca... tus labios me enseñaron a sentir lo que es ternura y no me cansaré de
bendecir tanta dulzura”. Tú y Julio parecían estar convencidos de que, “una vez nada más, se entrega el alma, con
la dulce y total renunciación, y cuando ese milagro realiza el prodigio de
amarse, hay campanas de fiesta que cantan en el corazón”.
Así llegaron al embarazo y a la fecha cercana al nacimiento de Julimary, cuando
en medio de tanta felicidad se produjo el accidente. Un camión con parachoques
tipo “mataburros”, de esos usados para transportar ganado en zonas fronterizas,
atropelló por detrás al LTD de la línea “Concordia” conducido por Julio Díaz y
el atildado chofer habría de pasar varios meses en cama y luego otros tantos
envarado, con un collarín, sin poder regresar a su trabajo. El seguro pagaría
los daños del auto y sus gastos médicos, pero en la larga convalecencia, Julio
comenzó a salir con varios amigos. Al nacer Julimary, todavía estaba
incapacitado para conducir, mas no así para empinar el codo y para opinar con
unas cervezas de más, que él hubiese querido un varón como su primer hijo y no
aquella bebé morena y regordeta. Como era de esperarse, estas cosas
descontrolaron a MariaAntonia quien se sintió muy afectada por el
comportamiento de su marido. Él, continuó llegando tarde con tragos encima, y
ella comenzó a pelear, de manera que las cosas fueron empeorando. Antonieta
estimulaba la querella mientras la abuela Chela suspiraba y la madre sufrida
cargaba a su hija todo el tiempo dándole de mamar, y se pasaba las noches en un
ir y venir, llorando, examinando camisas en busca de señales y husmeando la
ropa de su marido quien dormía a pierna suelta con trepidantes ronquidos.
MariaAntonia a pesar de que comprendía que algo anormal estaba sucediéndole a
su Julio, no quería aceptar que los curiosos vahos que desprendían su ropa
interior y sus camisas, pudiesen tener algo que ver con otra mujer. Ella seguía
por lo bajito, cantando... “Entre tu amor y mi amor, debe existir la
verdad, ya no podemos jugar, con nuestras almas los dos”... Pero era
evidente que algo más que unos amigos y unas cervezas estaban trastornando la
vida de su marido. Algo estaba creando un conflicto en la pareja, y ella no
sabía como hacer para intentar una reconciliación. MariaAntonia cantaba
amargada... “La distancia entre los dos es cada día más grande, de tu
amor y de mi amor no está quedando nada, sin embargo el corazón no quiere
resignarse, a escuchar el triste adiós que sea tu retirada”...
Estaba dándole la teta a Julimary cuando una vecina chismosa vino a
contarle que era una negra. Una negra grandota, más alta que él, ¡ y así de
doble!, ¡así!, le decía su amiga de lo más expresiva, mientras ella lloraba en
silencio convencida de que hasta allí había llegado su linda historia de amor y
de cariño sincero. Pasaron varios días hasta la noche cuando Julio, medio
borracho, con la camisa pintada “de creyón de bemba” como le dijera
MariaAntonia, llegó, y sin escucharla se derrumbó rendido en la cama, antes de
que ella tomase una decisión trascendental. Cargó con su hija y se fue de la
casa sin decirle ni una palabra más. Esa misma noche desaparecería de la ciudad
de fuego. En un pueblo lejano y muy distante, en Punta Cardón, en la península
de Paraguaná a orillas del mar Caribe, se fue a vivir MariaAntonia sin decirle
nada a nadie. Sola con su hija pequeña, en la casa de una prima casi olvidada
de su familia. Allí, frente al mar, criando Julimary lloró hasta que el llanto
se le secó con el sol, la sal y el yodo, para interminablemente continuar “canturreando
las canciones más tristes, le diré a todo el mundo lo que tú me quisiste”...
Sin poder olvidarlo, algunas veces pensaba... “Doquiera que tu vayas, si te
acuerdas de mi, la pena que me invade, en sol se ha de convertir, fatalidad ya
no existe, tu recuerdo será, resplandor en las noches doquiera que tú vas”...
Fuiste tomando color con tanto sol
y te gustaba cantar los boleros tristones de Felipe Pirela y las canciones de
puro despecho de Julio Jaramillo. Te divertía imaginar que tu Julio, lejos, en
algún sitio, quizás también cantaría... “Yo sufro lo indecible si te entristeces, no quiero que la duda te haga
llorar, hemos jurado amarnos hasta la muerte y si los muertos aman después de muertos amarnos más”... En
las noches y ante la luna que se elevaba rielando en el mar, cantabas imitando
a Blanca Rosa Gil... “Tengo el
corazón hecho pedazos”..: “noches y más noches sin descanso” ... y luego, con lágrimas en los ojos
decías para ti... “Más frágil que
el cristal fue tu amor por mí”... Mirabas el astro de la noche para
gimotear... “Luna, ruégale que
vuelva y dile que lo quiero, que por ti
lo espero a la orilla del mar... Luna tú que lo conoces”... Seguías amándolo, y buscabas justificarlo,
pero siempre en silencio, mientras sin poder ocultar tu dolor entonabas... “Estoy sola, irremediablemente sola... Hoy te has ido para siempre de mi vida y has
abierto una herida, que jamás ha de cerrar”... ¡Ay Julio mío! “A tu amor mi cariño se aferró
desesperadamente y no sé por qué tus labios pronunciaron, el adiós”. En aquella soledad con el viento salobre del
Caribemar pensaste que cada día transcurría como un mes y cada mes ya te
parecía un año... “Un siglo de
ausencia” y cantabas
desgarrada de amor... “Tan separada
de ti, pensar que no he de verte otra vez, fingir que soy feliz sin tu amor,
llorar con mi dolor”...
Pero todo tiene un final, hasta los dolores nacidos de amores
contrariados, se acaban, y MariaAntonia pareció recapacitar. Con Julimary ya
caminando, regresó un día a su casa del Barrio Obrero en Sabaneta. Allí se
encontró otra vez con la sombra del Julio que ella había amado, un Julio
arrepentido, enflaquecido, quien había sido despedido de su trabajo y vegetaba
solo y contrito, en su casa, que parecía un mudalar de escombros. MariaAntonia
volvió para hacer una limpieza profunda, y para tomar las riendas. En esa
oportunidad fue cuando se entrevistó con el doctor quien estaba a punto de
abrir un Instituto de Neurología y Psiquiatría en la ciudad de fuego, y
necesitaba una administradora que le llevara las cuentas y le organizara todo
lo relacionado con el personal que estaban contratando. MariaAntonia nunca
pensó que en aquel cargo habría de durar más de quince años, y menos aún que
sería ella quien en muchas oportunidades habría de llevar las riendas para
guiar y tascarle el freno a quienes trabajarían y debatirían sus vidas en
aquella casa de locos. Una de las críticas que siempre pesaron sobre la gestión
de MariaAntonia, fue la protección que desde su posición directiva, ejerció
sobre su hermana menor. Cuando la contrataron, ella le consiguió un cargo como
secretaria y quizás afortunadamente, Antonieta decidió casarse varios meses
después y se fue a vivir en la ciudad de los crepúsculos con su marido nuevo,
un flamante abogado más joven que ella con unas agallas de escualo depredador.
Después de varios años y ya con dos hijas habidas del matrimonio, un buen día
el sujeto le dijo a su señora esposa quien ya estaba enterada que las cosas no
andaban bien: “¡muérete que chau!” Ella había dejado de participar en la vida
social activa del pequeño círculo de amigos creado alrededor de las actividades
profesionales de su marido, en parte por que le parecía que algunas de “sus
movidas” no eran legales. Pero cuando comenzó a notar que la reina María Lionza
estaba de por medio, la cosa comenzó a descomponérsele. Existía una vieja
leyenda entre las tribus indígenas que habitaban las montañas cercanas, sobre
una doncella de quien se había enamorado el dios de las aguas, el gran
Anaconda. El dios surgió de las profundidades de un lago y la pretendía. Cuando
el padre de la india trató de separarla de la gran Serpiente, esta creció y
desbordó los ríos arrasando con las aldeas y con sus gentes. Desde entonces, María
Lionza, la diosa protectora de las aguas dulces, de los bosques y de los
animales silvestres, aparece en la selva montada sobre una gran danta o tapir. La hermosa fábula no relata muchas cosas sobre
los poderes actuales de la diosa. Nada dice del control que ejerce sobre
quienes le rinden un extraño culto que parece ser una mezcla de vudú y de
santería. Tampoco habla de ciertos ritos misteriosos que se cumplen en oscuros
parajes de las montañas de Sorte. Antonieta prefirió creer que su marido era
víctima del embrujo de la diosa de las aguas. Le bastó entrar en conexión con
varios personajes facultos, quienes le recomendaron para ejercer una-contra,
que tendría que ser fuerte y luchar contra la diosa con sus mismas artimañas.
Por allí comenzó Antonieta a buscar el desquite de las trastadas de su marido.
Siempre había tenido con que hacerlo. En 1982, con dos hijas, de 5 y de 3 años,
regresó a vivir con su madre, Chela Polanco, en el restaurante de Los Haticos.
Más pronto que tarde, MariaAntonia lograría para su hermanita el cargo de
secretaria en la biblioteca del INP, donde tendría bastante tranquilidad y
además, sobrado margen para incumplir los horarios supervisados por su propia
hermana. Antonieta, comenzaría muy pronto en el Instituto de los locos, a hacer
de las suyas. Nadie hubiese pensado que su conducta disipada era, ¡casi nada!,
el instrumento usado para luchar contra el conjuro de una diosa que andaba
entre tupidas malezas sobre una danta. No obstante, en el decir de Vitico
Chourio, el “office boy” del INP, Antonieta lo que estaba era, comenzando, “a
dar más funciones que El Variedades”. Por todas estas circunstancias, durante
el intenso período de rebullicio, que giró alrededor del regreso de Antonieta,
la vida ordenada y metódica que MariaAntonia había consolidado al retomar las
riendas de su hogar y alrededor de su importante posición laboral, comenzó a
sufrir un nuevo percance. Julio, después de una larga temporada, que él
denominaba risueño, “de paro forzoso”, consiguió un nuevo trabajo, como
supervisor de planta para el personal en una conocida fábrica de cerveza de la
ciudad de fuego, situada precisamente en Los Haticos. MariaAntonia no había
necesitado hacer de tripas corazón cuando perdonó a Julio y regresó a vivir con
él. No estaba dispuesta a criar a Julimary sola y las letras de sus boleros la
hacían cantar... “Esta vez, ya no soporto la terrible soledad, ya no te
pongo condición, harás conmigo lo que quieras bien o mal”. Ella
volvería a poner todo su empeño para olvidar los efluvios de la negrota inmensa
que le había desquiciado a su marido, y se repetiría constantemente que tenía
que creer en él, que necesitaba amarlo como antes... “Llévame si quieres
hasta el fondo del dolor, hazlo como quieras por maldad o por amor, pero esta
vez, quiero entregarme a ti en una forma total, no con un beso nada más, quiero
ser tuya sea por bien o sea por mal”. Un año después nacería
otra niña, y Julio quería llamarla Zulay, pero se impuso MariaAntonia para
ponerla Yolanda, como la de la canción de Pablito Milanés. “Si me faltaras no voy a morirme, si he de
morir quiero que sea contigo, mi soledad se siente acompañada por eso sé que a
veces necesito tu mano, tu mano, eternamente tu mano”... Julio trabajando en la cervecería, tenía la tentación al alcance
de la mano... Entonces ella habló en su trabajo y pidió dos semanas de
vacaciones. Sabía que necesitaba reflexionar y regresó a Cardón. Otra vez se
hallaba frente al mar. Con sus dos hijas pensó que estaba en una nueva
disyuntiva con su Julio y de nuevo cantó cuanto quiso, pero esta vez no lloró
como antes lo había hecho. “Me
tienes, pero de nada te vale, soy tuya, porque lo dicta un papel, mi vida la
controlan las leyes, pero en mi corazón, que es el que siente amor tan solo
mando yo”... Miraste el mar hasta que los ojos se te cansaron de otear la
línea del horizonte, y pensaste... “Permíteme igualarme con el cielo, que a ti
te corresponde ser el mar”... No sabías porqué, pero tú no podías
dejarlo de querer. No obstante, Julio ya
se había atrevido a sincerarse. Te lo había dicho, había perdido el interés en
tu vida, y en tus cosas...
Aunque ni Julio ni ella
se querían divorciar el distanciamiento entre los dos fue cada día más
grande... Ella confiaba en un milagro, pero sabía que él se sentía muy mal,
porque su sueldo no era ni la mitad del de ella, y la argumentación de ella
insistiendo en que esa era una actitud machista que debía superar,
supuestamente era escuchada, mas no atendida. Ella sabía que sus palabras ya no
surtían ningún efecto sobre Julio. Al regresar MariaAntonia de Punta Cardón,
Julio comenzó a perderse de la casa por temporadas. A ella no le interesaba el
divorcio, y argumentaba que no quería dejar a sus hijas sin padre. Antonieta
discutiría con su hermana hasta cansarse. Había jurado que la convencería, y la
invitaría reiteradamente, e insistiría en que tenía que salir, que conocer a
otros hombres. Ella al fin aceptaría sus sugerencias y saldría una noche, y
bebería hasta sentirse achispada, y su pareja que sería un hombre serio que
ella bien conocía, un divorciado que sabía lo que buscaba, no era suficiente, y
al final ella no se atrevería, y lo rechazaría, ella no aceptaría sus
propuestas, ¿como imaginarlo? En la madrugada habría de regresar a su
habitación y sería un llorar interminable, amargamente, porque definitivamente
ella estaría convencida de que la sombra negra de Julio no le dejaría vida,
nunca más...
Pero de todas aquellas cosas, querida MariaAntonia, lo que
más furia te daba, ciertamente, era pensar en Julio todo el tiempo,
constantemente. Era oírte a ti misma, musitando en las noches, “en
la multitud, busco los ojos que me hicieron tan feliz, y no logro hallar en
otros labios la ilusión que ya perdí”... Era, imaginarte a Julio,
con su melodiosa voz de terciopelo como otrora, diciéndote al oído. “Me
da pena que sigas sufriendo tu amor desesperado, yo quisiera que tú te
encontraras de nuevo otro querer”. Era ya el colmo, y en
medio del trabajo, que era tu único aliciente, peor resultaría tener que
enterarte cada semana de una nueva historia de tu hermanita. Te enervaba saber
que la hermosa Antonieta, día a día, bajo tu control, y tu supuesta
supervisión, estaba cortando en su trabajo, rabo y orejas, o como ella misma descaradamente
lo decía, tumbando las chiritas por el cogote, iba tirándole palo a todo
mogote, dándole por donde era a tutilimundachi, no importándole para nada nadie
y haciendo su personal revolución, y que ninguno se le resbalara si el muñeco
llevaba pantalones, ella iba felizmente cumpliendo con los designios de la diosa
de la danta, dándose jamones, con Raymundo y todo el mundo…
La
historia de las hijas de Chelita no tiene un final pues mientras ambas siguen
en la lucha diaria, su madre y el chino Chón felizmente viven en su casita de
Colón. Me consta que Maria Antonia, está considerando la posibilidad de cantar
profesionalmente y pronto saldrá su primer CD, la menor, la habilidosa
Antonieta tiene embobado a un gordinflón gerente hotelero de una isla antillana
y están los dos a punto de tirarse al agua de nuevo, para surcar el Caribe,
viento en popa, a toda vela…
Publicado originalmente en "el gusano de luz", es parte del texto de la novela "Ratones desnudos" de la Editorial elotro@elmismo (2012)
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