Oficio de escribir
Él cerró
los ojos y comenzó a recapitular. Se confundía con viejas historias, las
escuchadas brotando de las cavernas edéntulas de tristes ancianas
apergaminadas, ¿hacía cuantos años?, otras tal vez relatadas por los habitantes
de aquellos desolados pueblos. Los cuentos eran cotejables con los documentos
que él aún poseía. Durante la última semana se había empeñado con afán febril
en armar de nuevo todo el rompecabezas. Tenía que llenar cuartillas en blanco,
extraer las ideas, ¿de su imaginación?, o quizás, se trataba de dejar
constancia ciertos datos, fechas, notas, lugares y personajes. Lo lamentable,
pensó, es que nadie sabe donde comenzó todo esto. ¿Cómo era aquello de un pueblo
sin historia? ¿Tradiciones o traiciones? Cerró los ojos y con el balanceo del
chinchorro creyó ubicarse sobre una mula, como si hubiese sido él mismo uno más
del grupo, y espantó las moscas con el cabestro. ¿Era un jueves o un viernes?
Un viernes era…
Ante el aparato que había caído fulminado desde el cielo, les
vio descender. Los apodados felinos llegaron chapoteando en un barrizal
sangriento, con el comisario al frente, otros descendían, en rappel e iban
reptando. Dirigiendo el grupo estaba el hombre de las planchas de marfil, y él,
oculto, desde la hondonada, le vio sonreír en medio de la selva. Atisbó como
acariciaba la cacha de su machete. Después,
volvió a sentir las riendas de cuero en su diestra poco diestra, rugosas, un
paso y otro, la cincha rozaba su entrepierna, volteó a mirarles, todos iban
bien pertrechados, armados hasta los dientes. ¿Hasta la cacha? Con suficiente
bastimento. Entonces fue cuando se acercaron hacia los árboles, bajo la colcha
movediza y ondulante de los cujíes, y mientras la brisa refrescaba, se metieron
hombres y bestias bajo las ramas, en el monte.
En oleadas le llegaban los
recuerdos. Todos dirían que había sido un accidente. Era más fácil, así… Sin
querer abrir los ojos, él se meció en el chinchorro hasta sentir el leve soplo
colándose deliciosamente entre la urdimbre. Hojitas de cují, verdes, amarillas,
infinitas, flotando, en el suelo, secas, enanas, delgadas, con su nervadura
individual, partidas, un minúsculo encaje vegetal tembloroso. Después de andar
toda la mañana sobre las mulas, la aridez del terreno iba desapareciendo y el
ramaje sombreaba denso, más azul si andaban bajo los cedros y las ceibas.
Pasaron entre frondosos guásimos, luego debajo de gigantescos matapalos,
copudos cotoprices, mamones cargados, nísperos impregnados de miel y leche.
Disminuían poco a poco los cujíes y ya casi ni se escuchaba el tintineo de los
entorchados platanicos dorados cargados de semillas entre los millares de
hojitas verde tierno, ellos colgando sonoros, o las negras cimitarras de las
cañafístolas golpeando en el aire o crujiendo bajo los cascos de las bestias,
entre las sombras de los caimitos. Avanzaban. En un claro el sol les deslumbró.
A un lado grandes aceitunos y guásimos, les rodeaba un bosquecillo con arbustos
que les cerraban el paso entre guayabales e hicacos y más lejos aún, parecía
existir una selva infinita de mangos. Entonces fue cuando llegaron hasta ellos como
una nube de plumas, piando y aleteando, cientos de pájaros bulliciosos. Volaban
desde el bosque de mangos y el aleteo o quizás los trinos alborotaban el
perfume dulzón de las frutas. Cercados por aquella nube revoloteante, pudieron
salir de entre los hicacos y bajo los guayabales dejando atrás con el bullicio
el olor de las guayabas que impregnaba el confín de las tierras llanas.
Estaban
frente a las imponentes montañas violáceas de la serranía cuando él se quedó
mirando a los pequeños arbustos cuajados de gomosos y brillantes caujaros.
Frutillas de murciélagos, pensó. Esperan por las ratas aladas, esto dijo y sonrió
al recordar a Yoleida y su pasión por los desarrollados quirópteros degradados
en roedores alados por efecto de la tomadera de pelo, cuantos recuerdos vividos
en aquellos días de las investigaciones sobre los reservorios de la rabia
paralítica. Las ratas salvajes eran los reservorios de la peste loca, pero
nunca fueron hallados. Las de la peste bubónica urbana fueron ratas guaireñas,
las combatidas por el bachiller Rangel. Ratas aladas, eso simulaban ser los
vampiros de la rabia. No más ratas, no más vampiros chupasangre, ni murciélagos
comecaujaros, ¡qué rabia! Todo aquello se había paralizado, estaba perdido para
siempre jamás... Mientras él tan solo rememoraba ante las cuartillas en blanco,
miraba las páginas, una tras otra, para ser llenadas, garrapateadas, él pensó...
Aparecerán rasantes, crepusculares y quizás entonces ellos con vertiginosos
giros, regresando en un atardecer sangriento, les señalarían la entrada de la
caverna infernal. Un fragor debajo de la tierra les detuvo. Se miraron entre
ellos y descendieron de sus cabalgaduras. Esperaron un rato hasta escuchar un
nuevo rugido. Estaban en el Paso del Diablo.
El leve balanceo del chinchorro le
distrajo por un momento. Hizo memoria. Cuando de la espesura surgió el
comisario. Venía rodeado por sus subalternos e iban todos de lo más pertrechados.
Pudo notar el brillo de sus prótesis dentales e imaginó la Escarpa Mutia, no sé
porqué pero él pensó en el marfil de los colmillos de los elefantes cuando iban a
morir al propio sitio donde Tarzán y yo nos conocimos en mi infancia.
Entristeció por un momento. No era para menos, yo me puse nostálgico.
La lluvia estaría arreciando. Un vapor de
tierra húmeda lo impregnaba todo. Los guásimos, los aceitunos y hasta los caimitos
de la plazoleta simulaban dormir bajo la llovizna. Más allá, los almendrones
lavados tremolando bajo el soplo de la lluvia fina mostrarían tiznes rojizos
entre las hojas verde tierno. Los goterones fueron pesando cada vez más,
desgajándose de las nubes. Arrastrándose casi, los uveros se retorcían bajo el
peso del aguacero. La lluvia se había precipitado aquella vez antes de que él
decidiera regresar a su covacha y no había tenido más recurso que refugiarse
bajo el alero. Hacia el poniente se notaba desleída una banda oleaginosa, color
caramelo, y él recordó la mirada de la gringa. Los reflejos ambarinos siempre
le revolvían la bilis y regresaba inexorablemente a los ojos seductores de la
rubita.
Es por la humedad, pensó él. Luego se meció nuevamente y
estremeciéndose cerró sus párpados. Al sentir las gotas salpicando su rostro
desde el alero los abrió de nuevo para mirar hacia abajo y notó como su
pantalón iba empapándose con el escupiteo pringante desde las charcas grises.
Oía el repiqueteo saltarín, agudo, asincrónico y mirando a lo lejos imaginó
como brincarían las gotas de lluvia en el techo de zinc. La llovizna arreciaba
lavando la plaza. Fue entonces cuando él recordó los tiempos de su vida rural,
en Casigua del Cubo, con aquella pluviosidad inclemente de las tierras al sur
del lago, la corriente encrespada del Gran Catatumbo, grandes troncos flotando
río abajo, una curiara, cargada de plátanos verdes. Las gotas reventaban como
piedras en el techo de latón corrugado y para no mojarse, él se incrustaba en
el vano de la puerta. Nadie le abría. Ni una hendija. Si por lo menos se
hubiese podido refugiar en un zaguán.
Su mirada se perdió borrosa muy lejos. Entonces
suspiró. De nuevo creyó olisquear su presencia. Como quisiera poder nuevamente amanecer
abrazado a ella. Se había acostumbrado a escuchar el rumor de la lluvia en la
madrugada, tantísimas veces, ellos fundidos en un solo ser. Suspiró muy hondo
queriendo creer que ella regresaría y quiso extasiarse admirando los hilos de
agua que espiralados descendían del alero. Chorritos, eso son, se dijo a sí
mismo e intentó sonreír. Añoraba el calor de su piel morena. ¡Oh Me he vuelto
un viejo! Lo musitó, pensando en sus adoloridas coyunturas e imaginó que sus
huesos eran unas esponjas que absorbían y acumulaban la lluvia, una garúa
helada de siglos y siglos. El agua lentamente había disuelto el color de todas
las cosas. Comenzaba a soplar una brisa gélida cuando él salió del refugio.
Emergió entumecido y se dirigió a su casa sintiendo cuchilladas de frío en las
costillas. El rumor del viento creaba aullidos entre los vidrios rotos de las
casas vacías. Cuando entró en el jardincito del frente, a pesar del chubasco y
de la lluvia prolongada, percibió el vapor de los nardos. Huele a muerto,
rezongó para sí mismo y luego guiñando los ojos miró por última vez hacia la
plaza. Entonces se dijo en voz baja. Estas son las vainas de llegar a viejo.
Lo
recordaba perfectamente. Cuando había cesado la lluvia, una brisa comenzó a
soplar refrescando una madrugada de calma chicha, los zancudos venían desde las
ciénagas buscando alimento, sangre tibia las hembras, polen de flores y mieles
de frutos los machos con sus palpos engalanados de pelos y de plumas. En la
quietud silenciosa, a él le dio por pensar en Ramos Sucre, en Blanco Fombona,
en Bello y en Simón Rodríguez. Después su mente se detuvo en El Cabito, el
presidente capachero de los sesenta y de los nuevos ideales. ¿Era acaso otro
Ulises aquel diminuto andino que jamás pudo regresar? Sin volver a Itaca. Su
imaginación relinchaba viajando hasta San Pedro Alejandrino con la imagen ojerosa
y enflaquecida de Simón Antonio, después fueron los rascacielos neoyorquinos y
José María enfermo y decepcionado, también estaba José Antonio, tocando violín,
¿un centauro anciano trastocado en músico?, luego percibió el amargo sabor de
un pulque hirviente y se sintió en un recodo del camino hacia Cuernavaca, ¿un
auto transformado en amasijo de hierros para Andrés Eloy?
Volvió a pensar en la
avioneta y los felinos del hombre de las planchas de marfil. Los hombres sacaron entre
aquella chamusquina de hierros y de planchas metálicas, lo que andaban buscando
y entonces se alegraron. Pude notarlo, lo percibí en los gestos y el eco de las
risas. Ellos usaban guantes, simulando ser títeres en la escena de un macabro
teatro. El hombre de la risa sardónica dio la orden, ¡nos largamos! Los
guoquitoquis creaban ruidos muy extraños dentro de aquel aterrador paisaje
donde como un dinosaurio herido emergía entre el follaje, terso y plateado el
fuselaje de la nave. El comisario señaló el camino. Misión cumplida se dijeron,
estoy seguro de que logré escucharlo. Se dieron media vuelta y desaparecieron
en el acto. Allí quedó, tan solo a una pedrada de distancia, maniatado de furia
nuevamente y además convencido de que todos los hechos estaban irremediable y
tristemente consumados.
Esto, era siempre lo mismo, o era otra cosa, ¿o
siempre había sido lo mismo?, la sonrisa y los lentes del que quiso ser
presidente lo acechaba, su imagen pujante había sido un paradigma de esperanza.
Así al querer regresar al hilo perdido, nuevamente el fantasma de Ulises lo
estremeció. Entonces, él mismo se vio sobre su mula y pensó que todo era un
absurdo pues a él no le correspondía estar jugando ningún papel, aquella no era
su historia. Es un asunto serio esto de ponerlo todo por escrito. Es un oficio,
como otro cualquiera, escribir, escribir, escribir... Parecía como si La
verborrea exagerada y los delirios de escritor de su amigo posiblemente eran culpables
de aquel disparate. Seguramente él escribiría sobre Penelope. Sí, ambos eran amantes
de la mitología, pero, él leía a Joyce. ¿Qué demonios podía saber él mismo
sobre esas cosas?, si él era, escasamente un médico con pretensiones de
ser investigador. Recordó a Mike Nelson,
y entonces se dijo a si mismo que él nunca podría imaginarse como su amigo,
leyendo a Proust, a Elliot y menos a Ezra Pound.
Él era diferente. Él era
un tipo normal, uno que casi tan solo conocía aquello de "cuando venga el
hombre de las sillas negras", y esto porque lo había leído hasta
aprenderlo caletreado cuando era niño. ¿Cómo se iba a ver escribiendo ahora?
Muy capaz era sí, de mezclar a Hegel con Rama, o al maestro Cabrujas con
Bretch. En su silencio obligado, pobre y carcomido de recuerdos, ahora ¿iba a
ponerse a reunir trazos y deshechos para relatar viejas historias? ¡Ese no era
él! ¿Qué diablos hacía queriendo transformarse en un escribidor de oficio?
¿Interpretando el papel de algún pobre exilado? ¿Acaso había sido él un
político? ¿Un hombre de partido? ¿Un banquero o un testaferro haciendo grandes
negocios? ¿Un claretero metido a redentor? Ni siquiera eso. No poseía lo que
llaman, un verbo encendido, ni era un luchador social como otros...
Era más que
ridícula la obligada situación que le mantenía en el destierro, que lo
acogotaba todo el tiempo y lo envolvía transmutándolo en un Cipriano Castro de
pacotilla sin haber nunca disfrutado ni de sus poderes ni de sus placeres. ¿Él?
Precisamente él, quien se había apropiado por motus propio del rol de Rangel,
intentando dedicar su vida a la investigación. ¿Él? ¿Escribano de oficio?
Amanuense gratuito, quizás. Era absurdo encontrarse ahora, por obra y gracia de
su curiosidad morbosa, en esta lejanía, enfrentando cuartillas. En absoluta
soledad. En un pueblo costero, de la tierra de nadie, donde no pudiesen
hallarlo... ¡Escondido! ¡Cobarde situación! ¿Por qué no enfrentar la muerte
buscando la verdad de frente? ¿Por qué no ir tras la verdad y abrazarla con guadaña,
mortaja y todo? Aquel afiche que tuvo durante tantos años en su cuarto de joven
lo expresaba bien, “morir de pie o vivir arrodillado”.
Se es o no se es, decía
Marcos Vargas. ¡Como era uno de iluso! Niñez, juventud, años sesenta, una
década, dos décadas, ¿tres? ¿Cuántos años? ¿Qué edad tendría el año dos mil
veinte? Cada quién posee una verdad diferente. ¿Conveniencias? Cabeceó y creyó
dormirse. ¿Falsedades? Estaba decidido. Estaba conminado a ser escribidor,
formal y decidido. Se meció nuevamente impulsándose con el pie que colgaba
fuera del chinchorro. Dormir, soñar, morir…
Se le confundían las ideas. Cuando
despertó en la madrugada pudo percibirlo sin dificultad alguna. Lo husmeaba y
estaba debajo de su lengua. Era almizcle. El frío viento del norte le traía el
aroma de ella. Ha vuelto, pensó él, y vacilante se levantó acercándose a la
ventana. Los penachos de las palmeras azules se mecían con suave y susurrante
vaivén. Todavía el titilar de escasas estrellas mortecinas chispeaba sobre el
escaldado pueblo costero. Temprano estuvo recordándola mientras degustaba la
noche persiguiendo el periplo lunar. Ahora sentíase obligado a creer en lo
irreal de aquel sutil aroma, tan incongruente como el viento fresco que le
estremecía al amanecer. Regresó al chinchorro. Pronto la luz se encargaría de
transformarlo todo. Volvería ser entonces uno más de los sudorosos moradores de
aquel caserío frente al mar. Abrasado de sal, el pueblo estaba circundado por
ciénagas infinitas, por manglares inmensos cubiertos de pistias, bora,
nenúfares y eneales que se perdían a lo lejos. Sus márgenes saladas estaban
demarcadas por miríadas de medusas nacaradas y brillantes, como gigantescas
perlas. Anémonas rosadas y aguasmalas violáceas con estrías sangrientas que difuminaban
sus gelatinosos límites hacia el poniente. Las casas se habían dejado envolver
en una bruma fosforescente que se extendía más allá del mar hasta los confines
del horizonte. Tan lejos de su suelo nativo estaba, y no obstante, nuevamente pensó
en ella. Recordó el olor dulzón de su cabellera, el perfume cálido de sus
axilas y creyó sentirla al alcance de su mano, más no se atrevió a abrir los
ojos. Permaneció en la oscura y silenciosa penumbra de sus recuerdos. Daba
rodeos jugueteando, por el temor de ser incorporado a la terrible y desoladora
realidad. Cuando sintió el frío penetrando sus huesos decidió levantarse y
encender el quinqué. Disfrutó entonces con las imágenes del humo, haciendo
volutas desde la pita y la vaharada a infancia lejana que le traía el kerosene.
Se puso los lentes y sus manos temblorosas acariciaron las hojas de papel. Entonces
tomó asiento frente al abultado manuscrito. El cielo comenzaba a impregnar las
motas algodonosas con un tinte rosado purpurino.
Con algunas modificaciones, este
texto ha sido extraído de “La
Peste Loca”, novela publicada por la Secretaría de Cultura
de la Gobernación
del Estado Zulia en 1997, recientemente por Windmills Edts, está en en Amazon
books.
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