LAS ORDALÍAS
Jorge
García Tamayo
Bocanadas grises de vómito descendían
del cielo salpicando la tierra e impregnando las piedras porosas del
campanario. Los prebendados en el refectorio pugnaban por olvidar las siete
cabezas de la bestia asomadas entre la espuma del mar y se entretenían
saboreando las aceitunas rellenas, husmeando las lonjas de carne de ovejo,
revolviendo con sus manos desnudas los palominos al salmorejo y dispersando
descuidadamente los granos del arroz con ají, pimientos, almendras y perejil.
El ventanal empañado por el aroma burbujeante de la espesa salsa que hervía en
el caldero, trepidaba con los embates de la lluvia. Silenciosos, los clérigos
escanciaban botellas de licor de toronjil y garrafones de vino de ciruela de hueso,
sin prestarle mucha atención a las monsergas que desde la cabecera de la mesa
repetía el obeso prelado envuelto en el muaré purpurinoescarlata de su fino
balandrán. Empecinado en recordar para todos los singulares poderes de
simulación que caracterizan al Maligno, la voluminosa figura lograba estremecer
a los menos distraídos, quienes de reojo le veían orlado por sangrientos
destellos, entre el parpadear de los candiles frente a él y el brillo helado de
los trazos que surcaban de un lado a otro el vitral a sus espaldas.
En el sótano maloliente no se sentía la
tormenta. El viejo bergante, prior del Santo Oficio, miraba a las negras
recorriendo calenturiento sus redondeces; iba de las ancas a las nalgas
calipígicas, pasaba de las tetas a las piernas y a las entrepiernas y regresaba
lúbrico el tonsurado, a los ojos brillantes, a las blancas dentaduras, los
gruesos labios entreabiertos, el aliento tibio, las lenguas rosadas. Su braga
goteaba un semen tibio y espeso como el del mismísimo diablo. Envuelto en su
jubón que olía a macho cabrío, mezcla de ajos y chorizo rancio, emanaba un
hálito de carroña y almizcle. ¡Qué rico sabor debe tener tu leche y como ha de
ser espesa tu miel, mambisa! Con un tremor fino, las manos del viejo somormujo
llenas de tofos gotosos y bubas sarmentosas tomaron el látigo.
-Negras, peste maldita, ¡venid a mi follones!,
azotazdlas, ¡fueteazdlas sin compasión!
Ha dado la orden, y los azores están
enjaulados y los altanares confiscados y ya cercados estaban los mandingas,
pues habían hecho presos a casi todos los esclavos. Aquella jauría de podencos
que el capitán de los arcabuceros arrojara sobre los negros, latía afuera bajo
la lluvia. La soldadera los había convertido en un amasijo de carne, estropajos
y ahora era él mismo quien los retenía. Estaban a la orden del prior... Miraba
oblicuamente a las niñas, a las zambas jovencitas, a las mulatas carnosas, a
todas ellas, apelmazadas, semiocultas entre los cimarrones corpulentos,
capturados todos durante la interminable madrugada de aquel ansiado sabath.
Ahora en el foso pestífero, donde no se escuchaba el fragor lejano de la
tempestad, tan solo rumoroso se sentía como un eco, congolá, congoró, ae,
otalám ochúm, obalá, batubáeaee. Los esclavos que lograron escapar, seguramente
se escondieron en sus cumbes...
Los mofletudos monaguillos y los
pajizos sacristanes escuchaban de pie, recostados a la pared de piedra del
refectorio el sartal de anatemas teologales, mezcla de zalemas y charadas
crípticas, sobre la conjura de los cimarrones y la señal ominosa del Maldito
amenazando el orbe desde la orilla del mar. El estridor de un trueno lejano
hizo temblar los vitrales y Monseñor elevó el tono de su voz evacuando horrores
sobre súcubos y cambiones, profiriendo airados improperios, vituperios y
vitriólicas imprecaciones contra Lucifer y sus huestes mandingas. Por un
instante se detuvo para tomar aire y en aquel momento de suspenso, todos
pudieron reconocer lejano el golpe de la kukurbata. Crujieron goznes y
postigos, se santiguaron los sacristanes, cerraron sus párpados los monaguillos
y con los ojos en blanco, los prebendados oyeron el estruendoso crujido del
ventanal golpeando contra las piedras y el viento helado que espasmódicamente
traía el tam tam, tam tam, impregnado de una lluvia espesa como mazamorra.
Foete en mano el anciano inquisidor
aullaba vociferante, él estaba persuadido de que ese era el día y esa la hora,
pues la luna llena tenía que estar saliendo roja como una inmensa gota de
sangre y las ordalías se estaban dando sin detenerse y no importaba que vientos
de galerna parecieran agitarse por encima de la abadía encrespando el incienso
de los aquelarres.
-Por Lucifer y sus mil demonios, os digo que hay un
cimarrón que tiene a todos estos grifos endiablados y no está aquí, es lo que
presiento. ¡Coños! ¡Hallázdmelo! Revolved cielo y tierra si es necesario pero
traezdlo aquí. ¡Encended los candiles, triglifos! Es la hora del conjuro. ¿A
quién ofreceréis vuestros bebedizos? Mandingas cachidiablas, ¡mojigatos!,
¡granujas!, Cimarrones sediciosos, brujas, negras brujas...
Tam tam, tam tam, tam tam a lo lejos, tam tam como un
eco, tam tam la plegaria, tam tam libertario, tam tam arrullante, tam tam
filtrándose en las piedras porosas hasta el tuétano, hasta el fondo del foso...
Cerraron las hojas de roble, los
truenos se aletargaron y en sordina se dejó oír el lamento vibrante de los
cumbes lejanos. Los acólitos trajeron nuevas botellas de licor, mientras
imperturbable el prelado proseguía su perorata aleccionadora sobre la lujuria y
las triquiñuelas de Asmodeo. Salmodiando les informaba sobre los estigmas de
las huestes de Belial, piernas de grifo, grandes manos negras de seis dedos,
mandingas del color del infierno, salamandras de cuero cambiante, el olor de la
peste, el color del ojo de los escorpiones venenosos, negros... Rebosante en
las jícaras, el manjar blanco era cuchareado y degustado con deleite por los
calóndrigos que se chupaban los dedos empingorotados de grasa y volvían a meter
la mano en el vientre de los corderos rellenos con pasas y picadillo de carne
de cerdo y esculcando el interior de los cabritos de carapacho rosado y
humeante desbordaban el guiso con desparpajo desparramándolo sobre las
bandejas... El obeso príncipe escarlata mascullaba sobre felones abyectos e
impúdicos faunos del Averno, deteniéndose tan solo para propinarle voraces
dentelladas a su pata de chivo asado que deglutía con sorbos de vino desde el
borde mismo de su gran copa dorada.
El viejo prior, anegado en el
estercolero del foso no deseaba escuchar más el maldito tam tam tam y aullaba
dando órdenes a diestra y siniestra.
-Venid a mí, ¡azotazd a estas negras
brujas,¡farfollas!, que entiendan que yo soy el Orden Divino, marranas, brujas
cornudas, mulatas espolonas, eructazd vuestro condumio... Es la carne,
murmuraba airado mientras su mirada libidinosa recorría los cuerpos. Se sentía
rijoso el vejete y entretenido acariciaba el foete cuando apretando el cuero lo
esgrimió en alto y chilló a todo pulmón.
-Arrancazdles esos trapos, dejazd en cueros a estas
mujerucas pedorras, azotazd a los machos, es la hora de Lucifer, diablas
ladinas, degollzdlos si es preciso, escuchazd como gruñen, ¿graznan?, ¿que
hacéis?, ¿cantáis si?, por San Vito ¡bribones!, fueteazdlos ya, quiero una
danza macabra, zambos inmundos, mestizos chivatos, ¡pero coños!, es que quiero
verlas sangrar, ¡así coños!, así, ¡cricas de sus madres!
El tam tam llegaba siseante, escindía la oscuridad
del sótano, hendía con espasmos el aire opaco del foso. El prior lo sentía
latir sin remedio y se enfurecía más aún...
-Negro, ¿qué me miras?, ¿es que acaso me entiendes?,
¡ojos de basilisco! ¿Cuál lengua del infierno habláis? Por Belcebú.
¿Confesaréis acaso? ¿Habréis de explicarme como es que estabais todos en esta
conjura? ¡Oh greñudas! ¡Ah posesas de Satán! Yo os he visto remontar el vuelo
por las noches, yo os conozco negras brujas del demonio, os escondéis bajo la
carne de Satanás. ¡Sabandijas! Confesad de una buena vez. ¡Jolines! ¡Hablazd
ya!
El tam tam murmuraba tropezando y
devolviéndose entre los resquicios pétreos de las fétidas galerías y llegaba
acezante al foso. Asombrado el prior miraba a sus bestezuelas de color,
aquellas sus mujerucas infernales capturadas por lebrel, podencos y arcabuceros,
ellas, ¡pardiez!... ¡Las brujas y los
bribones zambos se abrazaban! Los cimarrones rasgados por el foete se
restregaban contra ellas, se unían a ellas... El prior les veía apelotonarse,
¡los corpulentos mandingas se fusionaban con ellas!, y ya no emitían quejidos
por efecto de los latigazos, gemían con tibios suspiros, ellos las protegían
con sus anchas espaldas y perlados todos de sudor se besaban, se daban largos
besos, se intercambiaban tibios besos, besos húmedos, ellas les besaban sin
pudor alguno, allí, frente al prior quien observaba todo boquiabierto, las
caricias, como les lamían sus heridas, como los succionaban con sus lenguas
rosadas, sorbían con estrépito sus partes endurecidas, se tropezaban entrellos
y poco a poco procedían a chuparlos con arrobadora ternura y suavidad insólita
en medio del tumulto y el prior trataba de gritar espantado, llamaba en
silencio a sus arcabuceros, pero tan solo escuchaba dentro de sí el tam tam,
tam tam y musitaba silente… -Venid a mí garduños cagados hideperras. Sin emitir
ni un ronquido, vacilaba estremeciéndose cuando reviró para convocar a sus
alguaciles, más ellos en un solo embeleco no hacían ni decían cosa alguna, tan
solo escuchaban el tam tam y procedían a estrujarse rascándose sus verijas. Los
órdagos del Oficio babeaban desorbitados cual súcubos indigestos sintiendo como
latían sus ingles y se reventaban sus cojones y se chorreaban sus jubones y sus
bartolas de mezclilla, contemplando alelados, cual si algún poder oculto les
obligase a ello, sin desear otra cosa en el fondo que ser un conjurado en el
foso y poder participar en el apelotonamiento de carne húmeda y sudorosa,
sentirse oliendo a sábila, henchidos de dolor y de deseo.
- ¡Idemil cagadas! ¡Al aire los trinquetes y tirazd a
matar! ¡Disparazds ya coños! ¡Por mil cojones!
Mas nadie actuaba. Existía una parálisis petrificante
y muy pronto estuvieron los arcabuces por el suelo y en un instante una media
docena de tonsurados reventaron felices salpicándose entrellos la esperma
luciferina en tanto que escalofriantes aullidos retumbaban dentro de la cabeza
del anciano prior de la
Santa Orden. El tam tam y la miel, el tam tam y la leche,
anegadas en un charco ambarino, las siete cabezas languidecían. El tam tam
estremecía a los seniles cachondos calóndrigos y monaguillos y sacristanes que
venían de atiborrarse en el refectorio y eructaban zaheridos por el tam tam
maldito, descendieron pasitrotando por las escalinatas hasta el foso para
quedar asombrados y en autos. Rápidamente fueron los prebendados ahogándose
cual zamacucos de mierda y los más bisoños se comportaban como una mismísima
chusma de las mil leches, erizados y enhiestos o flácidos ya, no cesaban de
contemplar la gemidora turbamulta que suspiraba escuchando aquel tam tam
inclemente, tam tam incesante, tam tam susurrante, tam tam, tam tam, tam tam.
Su ilustrísima, irguiéndose entre los cojines se enredó en su roja batola
de seda y casi gateando salió del refectorio para descender renqueando hasta
las profundidades del foso. Cuando sintió el característico aroma del
estercolero ya había comprendido la sinrazón de los designios del Maligno y
racionalizó el como y el porque era el tam tam el Alfa y el Omega del orbis
revolutionibus. Ante todo el absurdo desatino, especie de broma del destino y
expuesto frente a él aquel espectáculo grotesco del desencajado inquisidor, se
fue deapatrás, literalmente hablando se cayó de culo y no obstante, a pesar del
golpe de su mullida chocozuela con el duro pisopetreo, su edéntulo rostro se
hendió de oreja a oreja y comenzó a carcajearse con espasmos cuasiorgásmicos
ante la dicha de los cimarrones y de sus mujeres, frente el temblor empegostado
de los calóndrigos y la complacida apariencia de los acólitos, sacristanes y
monaguillos y era tal su dicha que se ahogaba de la risa con emocionada
opresión precordial al ver la desmadejada figura del prior con su faz cetrina,
la pelambre en desorden, su mirada extraviada y sobre todas las cosas, el verle
llorar copiosamente emitiendo lúgubres y desgarradores gimoteos.
-Hideputas, gilipollas, upf, pazguatos de la mierda,
¡hipff!, ¿que no veis acaso que es Lucifer quien os ciega?, ¡groof!, os da un
soponcio por cualquier pipirijaina que inventa Luzbel, ¡hupff!, que la peste os
lleve a todos, por Belcebú, ¡hipf!, que se os transmute en pus hirviente toda
vuestra leche, ¡froff!, que os llenéis de incordios, ¡orghf!, mil cagadas, que
un rayo del coño os parta y os achicharre, ¡arghf!, hidecricas malparidos,
¡hipf, hupf, ofgssz!...
A lo lejos, el golpe de la kukurbata comenzó a ceder. El latido lentamente
fue palideciendo con el amanecer y sonreída la bestia satisfecha margullose
rebulléndose en las profundidades de la mar océana. Cuando amainó la tormenta,
un fino rocío de plata sustituyó la espesa lluvia y bruñó los negros riscos que
orlados de espuma brotaban en la orilla. Sin cesar, el tam tam siguió sonando
per omnia secula...
Tomado de Trípticos, ( aún inédito ) con 39 relatos de
Jorge García Tamayo.
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