viernes, 10 de febrero de 2023

Amores de manicomio


El análisis de numerosas cintas magnetofónicas y de varias libretas con anotaciones sobre mis conversaciones con Ágatha Gallegos, me ayudaron a reconstruir la verdadera historia de su prolongada relación afectiva y profesional con José Asunción Carloni.

Corría el año 1959 cuando el doctor José Asunción Carloni comenzó a trabajar como médico-interno en el Manicomio de la ciudad de fuego. En esa época tenía tan solo 24 años y para él, tener que lidiar con dementes era una novedad. Se había graduado en Medicina a finales del mes de julio de 1958 y en el mes de octubre se casó con Ana María Acurero, una niña de 17 años, estudiante de bachillerato. Ana María era la hija de una señora vecina de los Carloni quien fungía como enfermera en la atención y el cuidado del viejo Andrés Carloni-Corso.

El sindicalista padre de Cheo estaba parcialmente inválido por una apoplejía que lo había fulminado en la celda de la prisión donde estuvo confinado desde 1957 cuando fue apresado y torturado en los días que precedieron al plebiscito y el fraude electoral perpetrado por el dictador Marcos Evangelista Pérez Jiménez. El dirigente sindical fue hecho preso en su casa de habitación, y ruleteado por la Seguranal hasta que su familia terminó por perderle la pista. Cuando las autoridades policiales lo entregaron, liberado del todo, fue tan solo porque creyeron que se iba a morir víctima de un aparatoso derrame cerebral. La familia Acurero y los Carloni eran viejos amigos, vecinos del barrio Los Valles Fríos, y Anita, desde que tuvo uso de razón estuvo enamorada de Cheo.

Para la época cuando se graduó de médico, él era un joven alto, delgado y casi bien parecido. Cuando el nuevo médico-cirujano de la República se enteró de que Anita estaba embarazada, decidió comportarse a la altura de su responsabilidad y fue así como ambos jóvenes se casaron tempranamente, en una sencilla ceremonia, donde Andrés Carloni-Corso, asistió en silla de ruedas y los bendijo con la esperanza de ver nacer pronto a su nieto; sin embargo, un mes después, el inválido enfermo fallecería por un nuevo accidente vascular cerebral.

En esos días, ya el dictador había sido derrocado y al entierro del viejo dirigente sindical asistió mucha gente, políticos de diferentes tendencias y los líderes del partido del pueblo. Esta circunstancia estrechó los vínculos de Cheo con dirigentes de los sindicatos petroleros y con políticos de garra quienes comenzaban a destacarse como la clase directiva de la Confederación obrera de un nuevo país. Se estaba incubando un nuevo sistema, la democracia.

Con sus nuevos amigos logró Cheo los contactos para conseguir su pronta ubicación en el Manicomio local, y más adelante se beneficiaría de estas influencias con una beca para hacer un postgrado en la especialidad que siempre había soñado, la psiquiatría. Fue ese mismo año, 1959, cuando a través de sus contactos con jueces y abogados, Cheo se cambió el apellido y dejó de ser Carloni Paicarán para adoptar el de su abuelo y el de su padre, Carloni-Corso.

Ágatha era una eficiente trabajadora, siempre deseosa de ayudar a los enfermos de locura, y en el plano personal tenía grandes deseos de progresar y mejorar su formación en la medida de sus posibilidades. Ágatha Gallegos era en aquel entonces una esbelta y juncal jovencita de 22 años. Su tez era tan blanca que parecía translúcida, de rubia cabellera y con una mirada de un color ultramarino, a veces claro e indefinido. Un año antes había sustituido a una tía abuela en sus obligaciones como auxiliar en el Manicomio y era muy querida por el personal de enfermería, por las auxiliares y por algunas monjitas que todavía laboraban en el hospital. Ágatha estudiaba en las noches y estaba gestionando su ingreso en la Escuela de Enfermeras con la ilusión de ser una mujer como “la dama de la lámpara”, su admirada e idealizada Florencia Nightingale de quién años atrás había tenido la oportunidad de leer una biografía.

Cheo Carloni-Corso habría de recordar toda su vida la primera vez que se encontró con Ágatha Gallegos. Al verla sintió que las piernas se le llenaban de espuma helada y las rodillas se le derretían cual barras de mantequilla al fuego. Ante ella, su corazón se le desbocó dentro del pecho como un potro salvaje al galope tendido. Ese día había llovido torrencialmente y el denso y asfixiante calor húmedo transformaba el ambiente de la consulta en una caldera. En la tarde, al concluir su labor, el médico abandonó aquel sofoco y abrió las puertas para respirar aire puro. Emergió hacia un patio central rodeado de nardos por lo que al sentirse envuelto en el vaho perfumado de las pequeñas flores blancas, a su mente le llegó con los recuerdos el aroma de las coronas del entierro de su padre.

En esto estaba cuando súbitamente la divisó, de pie, en el centro de uno de los patios enladrillados del Manicomio, reflejada en los charcos de agua que tachonaban el piso de mosaicos pintados con arabescos negros y amarillos. Allí estaba ella, aureolada por la reverberación vespertina del sol de los venados que ya anaranjeaba por todo lo alto el reborde de las tejas y destacaba su grácil figura creando una extraña luminiscencia casi extraterrena con una corona de reina nacida de los reflejos y destellos del sol en su dorada cabellera. Ágatha lo miró fijamente y de sus manos se deslizaron hasta el suelo un par de sábanas que llevaba a guardar y así transcurrieron eternos segundos hasta que ella se percató de que la lencería estaba a sus pies ensopada de agua y que el joven aquel, metido en su bata inmaculada la miraba fijamente y boquiabierto.

Los amores de Ágatha Gallegos y Cheo Carloni en el Manicomio de la ciudad de fuego se prolongaron durante todo un año y sus detalles podrían transformar la narración en un compendio de erotismo y esoterismo regidos por fuerzas desconocidas para los mortales. Bastaría con afirmar que tal era el grado de consubstanciación hermética entre ambos amantes, que ni el nacimiento de su primogénito lograría sacudir a Cheo del embrujo de la bella Ágatha.

Cuando el partido del pueblo le otorgó una beca para que se fuese a estudiar en la capital de la República, sería Ágatha quien rompería con él. Ella se ocultó durante varias semanas, convencida de que el amor tenía que ser un sentimiento puro y noble donde cualquier atisbo de egoísmo estaría sobrando. Agatha sabía cuan grande era la ilusión que acariciaba Cheo desde sus días de estudiante, con sus lecturas sobre la obra de Sigmund Freud, de Lacan y de Jung, pensando algún día llegar a ser un importante psiquiatra. Cuando dejó la ciudad de fuego, ellos ni se despidieron.

NOTA: este breve artículo, fue textualmente extraído del Capitulo 21-Amores de manicomio- de mi novela “Ratones desnudos” ( elotro@elmismo Edit. Mérida, 2011)

Maracaibo, viernes 10 de febrero, del año 2023



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