viernes, 17 de febrero de 2023

H a r r a n (3)


Centenares de hombres caminaron atados unos a otros a través de las arenas del desierto entre Jerusalem y Babilonia. Familias enteras, mujeres, niños, ancianos, acompañaron al cortejo de prisioneros. Escaldadas sus espaldas por el sol, muchos se fueron quedando en el camino y suplicaron sus mujeres y lloraron sus hijos y sobre los cautivos, sus hembras y sus pequeñuelos silbó inclemente el látigo caldeo. Aquel rebaño de prisioneros rumbo a Babilonia prosiguió su interminable marcha hasta penetrar en las fértiles tierras que separan los dos grandes ríos.

Hete aquí que cruzando las tierras de Harran, algunos sacerdotes que acompañaban al soberano de Babilonia decidieron ofrendar a la diosa Ishstar con tiernas flores del pueblo de Judá. Y las sacerdotisas ancianas del templo de la diosa luna salieron para agradecer el gesto del rey. En aquel entonces, las niñas seleccionadas fueros arrancadas del regazo de sus madres y entregadas para servir a la serena deidad en el templo. Entre aquel enjambre de prisioneros y sus familiares, ella fue señalada por el dedo de los guardias reales, ella tenía tan solo once años y sus ojos reflejaban las palmeras y el agua del oasis y su cabellera era larga negra y sedosa, mas ella con las otras fue arrancada de los brazos de su madre suplicante para conformar con una veintena de jovencitas la ofrenda humana que, las hijas de Israel dejaban para el servicio eterno de Ishtar la diosa lunar.

La serena deidad nocturna era adorada en un templo edificado en el oasis de Harran. Era aquella la más hermosa construcción en piedra que ojos humanos pudieran haber visto. En medio de los desérticos parajes, centenares de palmeras rodeaban el descomunal edificio desde cuyo centro fluían las aguas por conductos y galerías irrigando la tierra por dentro hasta las inmediaciones de la gigantesca edificación amurallada piedra sobre piedra. Los altos muros blancos con incrustaciones de pequeños mosaicos azules y cientos de bajorrelieves mostraban escenas donde los guerreros, protegidos por la diosa, destruían a las huestes demoníacas del mal para dar testimonio de los hechos que pregonaban como bajo el amparo de Ishstar el templo y sus moradores eran indestructibles.


En Harran, los sacerdotes de Babilonia pasaban meses de productivo descanso y sabia meditación. Gozando de la tranquilidad del oasis, alejados del tráfago de la gran urbe, aspirando la saludable brisa seca que mecía las palmeras del oasis, entre aquellos muros brillando pequeñísimas incrustaciones azules, rendían culto a la diosa luna bañándose en sus fuentes, ungiéndose con aceites sagrados y esperando en oración la salida del astro nocturno. Postrados sobre las piedras, con el cuerpo cubierto de antimonio y con espesos mantos de hilos de plata dejaban transcurrir las horas en nocturnal meditación hasta la salida del sol.

Llegó Nejusta al templo con las demás niñas de Israel y fue cambiado su nombre por el de Astaned y pronto fue adiestrada por las ancianas sacerdotisas en el complicado ritual sagrado de las adoratrices de la diosa luna. Lentas y complejas, las etapas rituales de los oficios sagrados fueron aprendidas por ella y por las otras jovencitas. Ella tenía una voz melodiosa y cantaba todo el día, se distraía mezclando los aceites y la mirra y las cremas para las unturas y pronto aprendió a bailar las danzas ceremoniales, lentamente conoció las propiedades medicinales de algunas plantas y en tanto iba creciendo su ilustración sobre las cosas más importantes de este y del otro mundo, ella se divertía tejiendo las complicadas urdimbres de los mantos de plata para el uso de los sacerdotes. También estaba presta para deshojar los pétalos de las rosas y lanzarlas en el cortejo que presidía el sumo sacerdote en las fastuosas ceremonias. Cuando arribaba al templo el sumo sacerdote, el revuelo era grande y todas las mujeres tenían sus deberes estipulados, por eso ellas ya lo sabían, el ceremonial exigía aquel camino alfombrado de pétalos...


Fue durante el año 586 a.c. cuando el faraón Psamético III protegido de Isis y amparado por Osiris, se pusiera al frente del poderoso ejército egipcio adiestrado durante años para reconquistar las tierras del desierto de Gaza, del reino de Judá y las montañas del Líbano. La decisión de caer por sorpresa sobre la ciudad de Jerusalem estaba ya acordada y las avanzadas del ejercito del faraón se habían adelantado mucho más allá rodeando los territorios a ser conquistados a través de los desiertos de Arabia hasta las inmediaciones de la gran Babilonia. Nabucodonosor parecía dormir sin que sus hombres presintieran lo que se estaba gestando en derredor.

Negra espesa, sin luna y sin estrellas fue la noche aquella cuando Astaned después de una absurda querella con Batika la anciana sacerdotisa de Ur, decidió que los límites de su paciencia habían sido rebasados y que era el momento de hacer realidad su proyectado plan de fuga, idea esta acariciada desde los lejanos días de su niñez cuando fuera arrastrada por su cabellera y separada de su familia para ser traída al templo. Luego de haber burlado la vigilancia de los eunucos, traspuso el portalón del templo entre un grupo de camelleros que proveían a las religiosas con aceite y dátiles del desierto.

El pequeño destacamento egipcio avanzaba reptando por el desierto y se detuvo sobre las dunas contemplando las murallas de la ciudad santa de Harran. Necesitaban agua y habían logrado un acuerdo con las tribus de beduinos para penetrar y pertrecharse en las estribaciones del templo antes de regresar a sus posiciones de estrategia militar. Algunos beduinos conocían bien el oasis, habían sido expulsados de él muchos años antes de la construcción del templo y odiaban a los invasores babilonios. Por todas estas razones, en parejas, los egipcios y los bereberes se acercaron aquella oscura noche a los muros de Harran, la ciudad de la diosa Ishtar. Cuando uno de los inmensos portalones de la ciudad dio paso a un rebaño de camellos, Astaned traspuso el muro y se sintió, ¡al fin!, libre como el viento del desierto. Después de una vida de cautiverio, corrió sola sobre las dunas hasta ocultarse de los guardias que vigilaban sobre la muralla. Embargada por una confusa sensación de temor y de alegría se sintió como una avecilla fuera de la jaula y corrió desesperadamente alejándose del templo hasta caer exhausta entre la fina arenilla cambiante del desierto. No deseaba volver a ser enjaulada solo para cantarle a la serena deidad ni a los sacerdotes, ni quería saber nada más de las ancianas sacerdotisas tras las blancas murallas de Ur.

La avanzada de los ejércitos del faraón había acampado cerca de la ciudad en las tierras fértiles del oasis de Harran. A lo lejos, distantes, se divisaban las torres del templo de la diosa luna. Los hombres, egipcios y bereberes, reposaban sentados ante sus tiendas alrededor de pequeñas fogatas. Algunos se habían adelantado con curiosidad hasta las inmediaciones de la muralla de piedra. Después de su guardia nocturna y cuando el sol ya comenzaba a despuntar en los bordes de las dunas, uno de estos grupos de hombres armados, se tropezaron con el cuerpo de Astaned quien dormía entre la arena tibia. La sorpresa se tornó en temor entre aquellos supersticiosos hombres de guerra. Ella, despierta y repuesta del susto comenzó a hablar pero los soldados no entendían su lengua y entonces se burlaron de ella y la asediaron atreviéndose a tocarla por lo que ella rompió a llorar desconsoladamente. Ante la imagen de la joven indefensa se avivó el apetito de los guerreros y decidieron ante tan hermoso cuerpo, que habría de ser para todos, disputársela, por lo que pronto se abalanzaron sobre ella.

Rezagado del grupo se acercó al tumulto un joven militar comandante de la vanguardia del faraón y detuvo a sus hombres señalando que aquella mujer era sagrada, una sacerdotisa de la diosa del templo de Harran, eso les dijo, pero esta noticia llevó a sus hombres a decidir jugársela para saber quien sería el primero. El militar egipcio compró el apetito y el silencio de sus subalternos con monedas de oro y se llevó a la joven a su tienda.

Una semana después cuando el campamento se levantó, en la arena quedaron los negros manchones de las hogueras apagadas y los desperdicios de los alimentos mezclados con la boñiga de caballos y camellos. Algunos cuervos se acercaron revoloteando. En la soledad de las dunas, en silencio, Astaned llorosa vio alejarse hacia el sur al grupo de hombres que conformaba una de las avanzadas de la vanguardia del faraón.

Maracaibo viernes 17 de febrero del año 2023

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