sábado, 4 de febrero de 2023

La bruja Ágatha


“De piel tersa, rosada y translúcida hasta evidenciar su red venosa, así era Ágatha Gallegos desde su más tierna infancia. En una indefinida edad, sin duda bastante más allá de los cincuenta, parecía conservar en su piel de seda y en el poder de su mirada, algo que la identificaba como un ser especial. Esta impresión mía, que es sincera, parecería exagerada, considerando que me estoy refiriendo a quien fue vista por mucha gente como una bruja y además, llevada varias veces ante los tribunales de la ciudad de fuego por ejercer ilegalmente la Medicina. En esta época, ya a finales del siglo XX me pareció un privilegio hablar con una persona involucrada en el auge y en la caída del ienepé, aquel instituto de investigaciones neuropsiquiátricas, quizás el centro de investigación más famoso del país para su época, y no obstante, en la actualidad, indudablemente, el menos recordado.

En los ojos de Ágatha Gallegos, parecían concentrarse los poderes del más allá. Su mirada, de un verde claro e indefinido, si estaba al aire libre con la brisa y con luz muy brillante, se tornaba de un verde ultramarino profundo e insondable. En las tardes, con el sol de los venados, sus ojos tomaban el color de la miel y la mirada podía espesarse hasta el empalagamiento. En las noches hay quienes dicen haberlos visto brillar como un par de tizones encendidos, y al mediodía, extasiada ante la inmensidad del lago, refulgían con vetas iridiscentes de malva y magenta, o podían ser plácidos remansos de aguas serenas, agitadas tan solo por extraños relámpagos semiocultos entre sus pobladas pestañas.

En el diario ejercicio de sus deberes como sanadora profesional, su mirada era cambiante. Cuando esclarecía las fuentes de algún mal de ojo, si estudiaba las líneas de la mano, enfrascada en la lectura del Tarot y especialmente cuando diagnosticaba como pitiático el arrebato histérico de alguna una mujer carente de afecto, sus ojos despedían destellos color canela y el ambiente se saturaba de un raro aroma a clavos de especies y almizcle. Tenía una verdadera legión de seguidores, creyentes ciegos en sus poderes adivinatorios. Incontables, los desarrapados habitantes del Nuevo Mundo, los Altos de Jalisco y el Cerro de los Cachos, en las polvorientas y arcillosas planicies al norte de la ciudad de fuego se consideraban sus cofrades.

Todos ellos en alguna oportunidad habían recibido sus beneficios como sanadora profesional para los males del cuerpo o aprovecharon sus sugerencias como consejera sentimental, para mejorar asuntos del corazón y creían en ella con devoción sincera. Vivían entre ventisqueros de polvo rojizo, en casuchas de cartón, hirvientes, tan solo protegidas del sol del mediodía por relámpagos nacidos del zinc acanalado, pero así y todo, aquellos seres olvidados, percibían sus bondades hasta la médula de sus hambreados huesos. En noches de ambarinos destellos, entre nubes de zancudos zumbadores, medraban en el calor buscando refrescarse con alguna cerveza o apurando ron para seguir en tierra y girando, como mosquitos, alrededor de los bombillos conectados con marañas de cables a los postes esquineros del alumbrado público. Todos en ella creían con los ojos cerrados.

Toda esta singular investigación en la que por motus propio me había enfrascado a finales del año 1998, me llevó a conocer bastante bien a mí estimada bruja Ágatha, y reconozco que quedé embelesado por su fascinante personalidad. Mis charlas con Ágatha están en un sinfín de cintas magnetofónicas. Ellas han servido para iluminar oscuros territorios en la historia de los ratones desnudos del desaparecido ienepé. Desde la tranquilidad de mi habitación de hotel, en un recinto refrigerado al máximo por el aire acondicionado, indispensable artilugio para sobrevivir en la ciudad de fuego, ahora soy capaz de examinar e hilvanar los relatos de Ágatha y se me confunden los avatares de los ratones en cueros con los extraños inquilinos del ienepé.

Mi intención ha sido poder penetrar en la verdadera historia del ienepé, aquel reputado Instituto de Investigaciones de la ciudad de fuego. Resulta de lo más curioso estar tropezándome en muchos puntos del entramado con una enfermera bruja cuyos poderes parecían estar prestablecidos en una suerte de cartografía celestial, especie de mandala conectando con hilos invisibles cientos de puntos de la Vía Láctea a determinados astros de la Constelación de Andrómeda. Ella sabía cómo visualizar todo al centrar sus ejes en un par de luceros centelleando en las inmediaciones de Aldebarán. La manera como Ágatha podía saber cómo latían esos pulsos de luz y percibir sus influencias, mediatizadas por las fases lunares, como si de mareas se tratase, es un fenómeno incomprensible, y lo acepto.

Si insólitas resultaron para mí estas cosas, también sé que muchos años antes, aun siendo niña vivenció las primeras revelaciones sobre sus increíbles capacidades mentales. Esto me lo ha relatado ella misma con pasmosa sinceridad. Ágatha se inició trabajando muy jovencita, como enfermera auxiliar en el Manicomio de la ciudad de fuego. Esa posición, la heredaba de una tía-abuela quien se retiró para irse a vivir en su tierra, cerca de Churuguara o en algún paraje de las serranías falconianas de San Luís. Ella dejó a su sobrina, la joven Ágatha, quizás sobrecargada con un legado de poderes y de recomendaciones.

Se hablaba entonces en el Manicomio del sabio Fernández quien curó a los locos furiosos cortándoles el cerebro en dos con un bisturí de fuego. Puede que sea un anacronismo, pero Ágatha me relató en detalle algunas de esas operaciones. Posiblemente fueron experiencias de su tía abuela y ella las incorporó a sus vivencias. Con los años la muchacha progresó en su trabajo y perfeccionó sus habilidades naturales. Fue aprendiendo poco a poco a percibirlas y a controlarlas. Mejoró económicamente, cuando aceptó trabajar en una moderna clínica neuropsiquiátrica.

Para aquel entonces, en el propio ambiente mágico del Manicomio, ya había conocido al doctor José Asunción Carloni quien estaba recién graduado e inciándose en psiquiatría. Poco tiempo tardó Carloni en fijarse en la joven Ágatha, para la época de una singular belleza. Tampoco ella demoró muchos días en sentir un mensaje telepático que emitía en su diario trajinar el joven médico. Pronto entre él y la enfermera se estableció una curiosa empatía, y ambos sucumbirían víctimas de una pasión arrolladora.

En lo tocante a la medicina neuropsiquiátrica, los dos estaban convencidos de que no había enfermedades sino enfermos y sabían que casi todos eran manipulables. También esclarecerían una desnuda verdad. La mayoría de los pacientes padecen primariamente de males del alma. No le costó mucho a José Asunción comprender que Ágatha estaba capacitada para saber quiénes, donde, como, cuando y por qué los seres humanos estaban padeciendo, y como poder mejorar sus dolencias.

Con los años, la sanación espiritual de un alma y su repercusión en los males del cuerpo, se fue transformando para la habilidosa enfermera en un ejercicio natural. Su decisión de ayudar a la gente fuera de su ambiente de trabajo no tuvo que ver con el distanciamiento de Carloni quien poco tiempo después de intimar con la bella Ágatha, se marchó a la capital y luego se fue del país, para dedicarse a sus estudios neuropsiquiátricos. Más adelante ya vendrían las circunstancias personales de Agatha. Decidió aceptar un marido para habitar en una casa llena de matas para regar en las mañanas, con muebles de paleta en la sala y mucho amor en la cama.


Al cabo de unos años, el hombre, quien era un lobo de mar, se marchó en un barco petrolero y dejó de venir por largas temporadas, para un día no regresar nunca más a su casa en el barrio El Nuevo Mundo. Ágatha Gallegos, sin hijos y con gran cantidad de personas requiriendo sus servicios espirituales, puso un cartelito con horario de consultas en la pared del frente, allá mismo, en la vecindad de los cerros arcillosos denominados Los Altos de Jalisco, en la polvorienta zona norte de la ciudad de fuego.

De este ejercicio ilegal de la Medicina, llamado por algunos, brujería, por otros ayuda psicotrónica, Ágatha Gallegos se hizo con nombre y prestigio. Ella fue una de las primeras personas a quien contactó Carloni cuando el Instituto de Investigaciones en Neurología y Psiquiatría estuvo recién creado. Necesitaban una enfermera con experiencia en el manejo de pacientes para la consulta externa del Instituto, y allí estaba ella, la eficiente Ágatha Gallegos. La doctora Josefina Dickson fungía como directora del INP en aquellos primeros años, pero en realidad José Asunción Carloni era quien decidía cada paso a darse en la consolidación del Instituto.

Nota: este articulo ha sido textualmente extraído del Capitulo 2 Los poderes de la bruja- de mi novela “Ratones desnudos” ( elotro@elmismo Edit. Mérida, 2011)

Maracaibo, sábado 4 de febrero del año 2023

  

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