domingo, 28 de noviembre de 2021

Moisés Polack

Moisés Polack

Cuando tuviste la suerte de conocer a aquel señor argentino, vos viajabas en un autobús hacia La Ciudadela, un famoso sitio histórico de Budapest, y todos iban a un concierto de música, supongo que sacra. Vos, quien en aquellos días eras tan solo un joven médico, anatomopatólogo, te sentías casi un muchacho por lo que te llamaría la atención ser tratado con tanta familiaridad por aquel señor, quien a pesar de la diferencia de edad, te sorprendía la facilidad con la que parecían compenetrarse tus ideas con todo cuanto él te iba diciendo…Todo eso, sucedería  en tu primer viaje detrás el telón de acero.

Había sido un encuentro absolutamente casual y fortuito, pero vos me dirías que fue más que eso, una afortunada conjunción. El señor era conversador y sin duda irradiaría un carisma especial. Vos quisiste recordarme que había algo que te parecía especial, algo muy curioso; tan poco conversador como eras y te hallaste charlando con un señor mayor, de flux azul oscuro quien para colmo, ¡era argentino! Vos quien realmente solo habías conocido a un argentino, tú severo y temido profesor de Anatomía “el Ché”. Quizás por eso, pienso yo que te resultaba tan extraño entusiasmarte con la chispeante cháchara de aquel señor…

Cuando te preguntó sonriendo sobre algunos personajes de la patología venezolana, vos tuviste que hacer esfuerzos para darle respuestas. Era que estaban todos en la capital me explicaste, y claro, aunque vos habías oído algunas cosas sobre ellos, las sabías relatadas por tu colega Alberto León, pero sorprendido escuchaste como aquel señor los iba describiendo, uno por uno, con sus características físicas y sus dotes intelectuales. Tus compatriotas y colegas venezolanos fueron desdibujados para vos que eras tan solo, un simple patólogo habitante de Maracaibo una ciudad lejana, al otro lado del lago, en una nación muy centralizada…

Él te comentaba risueño, detalles sobre el pequeñín pero brillante cascarrabias, y te habló del apuesto italiano cuya de familia cosechaba tomates, y sobre un viejo y buen patólogo pero tan cómodo, ¡demasiado tranquilo! te decía y continuaba, y ¿qué tal el más alto y engreído ¡que ahora dice ser científico! Vos recordaste como tu interlocutor ¡te llegó a hablar sobre el mero Ché! Sí, te lo dijo. ¡Él, el que es catedrático de Anatomía ashllá en tu tierra!... y luego añadió… Quien es de veras un neuropatólogo es Armando, un tipo incansable, pero, andá, contame del petiso de los honguitos... Parecía conocerle la vida y milagros a todos tus colegas, tus compatriotas, quienes eran casi desconocidos para vos, tan solo un pichón de patólogo quien vivías allá, en tu tierra lejana… 


En realidad estabas tranquilamente sentado en el autobús, e ibas al lado del individuo, cuando en voz baja, aquel señor se te presentó como: “soy Moisés Polack” y vos al escucharle musitar su nombre recordaste unas fotografías con curiosas impregnaciones argénticas llenas de retorcidas prolongaciones neuronales y otras pequeñas células ramificadas, de esas que solo se veían en fotos de un viejo libro de él mismo,   intitulado “Los blastomas del Sistema Nervioso”. Vos me contaste que quedaste casi anonadado y un rato más tarde cuando estabas disfrutando también del concierto, nuevamente al lado de aquel hombre de apariencia bonachona, elegante, de azul marino, te decías, sí… Es él, es el famoso Polack…

Entonces comenzarías a detallarlo; estabas ante el discípulo más famoso de don Pío del Rio Hortega el viejo sucesor de Cajal. Para vos, aquellos eran los nombres misteriosos de quienes dibujando neuronas en negra plata, le dieron continuidad a la obra prodigiosa de don Santiago en América, y había sido precisamente en la Argentina… Moisés Polack quien era ya una leyenda, había desarrollado las técnicas argénticas de Cajal y de Pío del Rio Hortega aplicándolas al estudio de los tumores del Sistema Nervioso Central y había desentrañado el secreto de las misteriosas células microgliales.

Un hombre envuelto en fama y en historias, suerte de eslabón perdido que unía a España con América. ¿Y vos? Te tocaba a vos estar allí sentado, analizando la conjunción americana de don Santiago Ramón y Cajal y un soñar por instantes en como cuadrarían sus experimentos con las enseñanzas de tantos neuropatólogos alemanes, españoles, suizos, magiares y anglosajones sentados todos, ahora escuchando música... Vos con todos ellos, también allá sentado, cómodamente, en la iglesia de Matías, al lado del famoso personaje don Moisés, y entonces te quedarías mirando con asombro las naves del templo que te parece se estremecieran con los acordes sonoros de Juan Sebastián Bach...

Continuaste relatándome como era que se encontraban nuevamente en un autobús y enfrente estaba sentado un gordo, evidentemente suramericano con la corbata torcida quien hacía chistes de mal gusto y sin que le preguntasen les confió que tenía más de veinte años viviendo en Norteamérica. Soy el doctor Cuervo, natural del Perú les dijo. Polack se reiría de una de sus ocurrencias. Vos me confiaste que no te agradó ver a un latino despotricando de sus ancestros, pero Pollack parecía divertirse con el cinismo de sus comentarios. El aire fresco de la noche penetraba por las ventanas del autobús cuando todavía resonaban en tus oídos las notas de Bach…

Me contaste que ya habían dejado atrás la iglesia de Matías y después de unas vueltas, el autobús frenaría súbitamente... ¡Hemos llegado! Dijo el obeso “cuervo”, y en tropel, los neuropatólogos invitados descenderían trotando por los túneles de una antigua fortaleza transformada en un lujoso restaurante. Entonces vos con Moisés Polack fueron arrastrados por el Cuervo hasta una mesa que se hallaba ocupada por cuatro japoneses quienes al instante se pusieron de pie y se inclinaron ceremoniosos. Uno de ellos, me comentaste que era el famoso Asao Hirano, neuropatólogo del hospital Montefiori de Nueva York. Así fue, y… ¡Campai! Diría el Cuervo gordo levantando su copa. ¡Campai! Corearían los japoneses brindando. 

Ya todos sentados sería Moisés Polack quien te comentaría… Es vino del Rhin, es “la leche de la mujer amada”, y vos recordarías el dulzón liebefraumilk de los alemanes mientras escuchabas gemir a unos violines que llorosos acompañaban a una cantante quien melosa interpretaba… “Ochichorni, ochistranky”…  Me relataste entonces que recordaste a los tártaros sobre el río incendiado, y al correo del zar quien sabías había viajado de Omsk a Tomsk… Ochichornii…  Miguel Strogoff ¿todavía estaba ciego?... Vos recordabas a la madre Rusia, y al traidor Iván Ogareff... Mientras se quejaban los violines gitanos, justamente en Budapest…

Esa noche al regresar, la luna rielaba sobre el Danubio y desde las colinas de Buda, divisando la ciudad dormida en el lado de Pest. Moisés y vos conversarían amigablemente. Buscarían contar los puentes hasta donde lo permitía la noche, reconocerían el edificio del Parlamento y tratarían identificar otros sitios. Este paisaje, mi joven amigo, te diría Moisés, es único, y hace de esta, una noche muy difícil de olvidar. Así fue como vos me contaste todo aquello, confirmando ante mí, que nunca olvidarías a Budapest en la noche y que siempre asociarías aquellos recuerdos con tu nuevo amigo, el doctor Moisés Polack Ratzer, quien un año más tarde fallecería en la Argentina víctima del cáncer.

Nota: texto extraído de retazos de mi novela La Entropía Tropical (Maracaibo. Ediluz 2003).

Maracaibo, domingo 29 de noviembre del año 2021

 

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