domingo, 21 de junio de 2015

Periplous. Fue un ir y volver a los Andes...



periplous
¿Cómo no recordarla?, sufrí lo indecible, lo que se dice pasar por una mala racha, de mala leche, una vaina de lo más arrecha, era siempre una rockola sonando, el disco de 45 girando y todo aquello que me rodeaba, me era indiferente, y yo, tras no haber logrado fundirme totalmente, deseaba retornar. Necesitaba saber qué había sucedido con todo aquello que pareció una vez un sueño idealizado, algo que yo mismo viví y lo destruí. Así fue como alebrestado por el aguardiente, entre nubes, o quizás era humo, ¿cómo saberlo?, todos se reían, siempre había como una mota difusa que nos envolvía, una bruma, mientras ellos se carcajeaban. Creo que en realidad no entendía nada. Para todos yo parecía ser una vaina para desternillarse, sabía que era la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser. Entonces decidí regresar. Me fui en un autobús, de esos que hacen viajes largos, no tan caros, un pasaje baratón, el bus decía algo así como "Expresos Cordilleranos", y fueron muchas horas de viaje, ¿para despertar en Cabudare?, abrir los ojos en el Vigía, o quizás fue en Agua Viva. Yo llevaba una mona imbricada en otra, ¿o era la mona la que cargaba conmigo?, nos tolerábamos. Sentía la lengua como una cotiza, ¡no supe si en un momento me cambiaron de autobus!, era por distraerme al bajarme a beber, pelaba bola, pero había que hacerlo, después estaría más atento, carterita en mano, así era, ¡coño! La sed es una vaina seria, la sed es algo insaciable. En Motatán estábamos cuando se bajaron del bus, a miar me figuro yo. En eso andaba yo también y cuando me lo sacudía escuché retumbar un trueno. ¡A la verga, va a llover!, así me dije, y escuché clarito: usté stá en San Rajael y vaser una lloviznita no más… Eso me musitó al oído un vejete tocado con un sombrerito de paja. Mascaba chimó, escupía y chispeaba de sepia el mundo. Yo veía como el escupitazo se arropaba en la arena, ¿busté quierechimó?, me lo ofrecía y yo me estremecía. Debo haberme dormido porque desperté sediento. Miré el paisaje y no estaba en el autobús. Creí entender que todavía estaba en SanRajel. ¿Unos michitos? Sonreí aliviado. Le pasé el brazo, él encorvado y conmigo fuimos ambos, caminamos, el hombre del sombrerito de paja me ofreció de su chimó que yo mascaba y escupía. Cuando llegamos al sitio, me pareció una pulpería, de paredes verdes, con una gran rockola en el mero medio, y desde ella a pesar del frío y la llovedera, fluía cálida la música. Calentaba como un reverbero y entibiándose allí estaban dos mujeres con mucho colorete, una era más gorda que la otra, en realidad la fémina repuesta era inmensa, se me antojó que era una masa de manteca entalcada de olor con dos chapas bermejas, la otra era morena pelolacio. Recostadas ambas a la rockola parecían ser parte del colorido mientras la música emergía vibrando tibia desde la máquina. Yo las veía y ellas se meneaban con la corriente musical…y si me dices que tu amor me esperará, tendré la luz que mi sendero alumbrará, y vooolveré, como ave que retorna a su nidal… Trepidaba la rockola. Me trataron bien, en el sitio aquel. Con cariño, supongo yo puesto que más caña no podíamos beber, tal vez fueron varios días, ¡vaya a saberlo usted!, al final me señalaron mi rumbo, era mi destino. Se me va diendo hasta Mérida, derechito ques paondebusté va, ¿sí? ¡Coño!, ¿voy a pasar el páramo? Ande mi chumpito, ellas así me decían, me hacían carantoñas, y yo me reía. Ellas a gritos me despedían, pero yo me les regresé por otra puerta. Yo sufro lo indecible porque me mata... Jaramillo estaba sentado en una esquina y punteaba la guitarra. Tenía una pata puesta sobre una silleta y me miró sin dejar de darle a las cuerdas, mientras yo orgulloso estaba de haber dado la media vuelta, y nuevamente le sonreía a mi sorprendida gordinflona. ¿Cómo coños me voy ahora? Que se llena de angustia mi corazón... ¡Era pacojer palco! Las ficheras me hacían ojitos y Julio berreaba. Tu carita de pena mi dulce amor... Inenarrable era la vaina aquella. Indescriptible, no hay palabras para echar el cuento. Me duele tanto el llanto que tú derramas... El tipo allí fajao punteando su guitarra y cantando mientras yo, andaba como tenía que estar, extasiado en mis recuerdos, contemplando como afuera se veía la lluvia caer y adentro, yo, con la vía abierta, la tripa cañera alborotada. El camino se le hará carretera, vea, la vía se anda, ya no más parranda, el andar se hace trasandino, después de la noche mire que le llegará el día, aquel viejito del carajo estaba fino, pero quizás hablando mucha paja, ¡no sea pingo vea!, usted debe llegar a Mérida, ¡nosiaterco!, ¡en escarpines pasaré yo por el pico!, váyase por el Vigía. En pico e zamuro estaré. Véngase compañero, ¿otro palo?, sonreído, muy reído, Julio brindaba para seguir la farra mientras se afincaba en su guitarra. Arrancaba con amor cobarde, yo pude hasta reconocer la letra, aquella era de momento su canción, yo no quiero que nadie sepa la historia… ¿Ido?, pa El Vigía. Mérida tan lejana, los crueles desengaños que me dejó… Cataratas de lluvia comenzaron a caer afuera, un aguacero de los mil demonios, ¿otro palo? Esperando la muerte como regalo… Él sonriendo me miraba y cantaba, lo de ese amor tan cobarde que así mintió… De pronto estaba en el sitio. Me hallé lejos de SanRaja y del Vigía, ¿y que será esta mierda? me dije, estaba en el sitio, el propio sitio y sin embargo habría de esperar. Es que de pronto me encontré en una oscurana, entre un diluvio del carajo, una vaina lavada de eternidad, ¡oralepués! Silencio en la noche y frío. Después de la lluvia ya había descendido la neblina. Yo estaba helado mientras escuchaba mil chirridos, ¿eran grillos? Había luces de cocuyos, un silencio total. Ya no se oye nada, me dije y pensé. ¿Será cuando muere la noche? La oscuridad me apaciguaba. Negro era todo, en calma, ¡respiraba puro miche!, y un total silencio. ¿Otro trago?, del bolsillo trasero salía el frasquito, ¿más caña? Me da pena, ¡ah bendita carterita!, penas y penas y penas… Rockolas malditas de luces fosforescentes, el disco negro siempre girando y ese guiñar persistente, ese pestañear intermitente, interminable, inminente, es una pena, es inclemente. ¿Una pena de amor?, amorcito corazón… ¿Coño, me iré a infartar? Las arterias se lavan con aguardiente, tranquilo, no pasa nada, no me quieras matar corazón… No desmayes corazón, estaba acercándome al momento de la verdad, estaba viviendo la noche fatal, noche decisiva, noche de agonía, helado y entre la neblina, noche muerta para mí, ¿soñar?, morir, ¿dormir?, noche muere junto conmigo… Muerto de frío, heladoparcoño era como estaba, como un polo, ¿y la humedad?, el agua iba chorreándome congelado y temblaba, castañeteaban mis dientes, entumecido, ensopado, agua flotando en el aire y enchumbando mis zapatos, ¿tenía zapatos?, encharcados, los dedos engarrotados. Si las copas traen consuelo… Esto me decía, sabía que tenía que ahogarlas, allí en mi desespero, y así dentro de mi cabeza, escuché de nuevo su voz. Algo me decía sorbiendo las palabras, quedamente, decí por Dios que te han dao que estáis tan cambiao, y yo volteaba, y me sacudía, y no sabía qué hacer. ¿Malevaje?, o quizás siempre había sido así y todo era natural, era como una consecuencia. Yo aullaba afónico en medio de la noche densa, buscando la luna, me preguntaba si acaso, ¿seguiría siendo en el fondo un salvaje?, recordé al rey Licaón, ¿un asesino?, ¿sería yo como él?, ¿para complacer a quién?, ¿a Zeus?, no, yo no, estas cosas supongo que me las susurraba mi inquilino. Él se reía por lo bajito, chillona pero casi silente, sibilante, percibía la voz burlona de mi inquilino, yo debería invitarlo a beber, eso me dije, ¡así se acabará esta güevonada! Pensé entonces que venía cabizbajo a buscarlos, a ellos, pero me veía cual el Saturno de Goya, a punto de devorarlos, ¿cómo resistir la tentación?, a beber, era mejor así y no importaba nada más, como Licaón, mis descendientes, penarían por mis culpas, seremos también hombres lobos, todos, cubiertos de pelos y con garras. Aullé de nuevo, estaba tristemente afónico, tan solo emitía un rugido lúgubre y prolongado, un aullido apagado que se extinguió en la densa negrura de aquella noche empantanada. No pude resolver el problema planteado, quise aclararlo de un solo golpe y no lo pude lograr. Mi salida fue volver sobre mis pasos y encerrarme en el miche. Me aparté, me enconché en aquella pensión y me oculté. Sí, ahora puedo decirlo, y hasta escribirlo, lo reconozco. Con el rabo entre las piernas, reculé y me escondí. Allí estaba más tranquilo, muy cerca del mercado, en un catre repleto de pulgas, ellas se movían entrando y saliendo de la ruana, y allí, sabiéndome tan cerca de todo lo que amaba, de cuanto pensaba yo que me importaba en la vida, perdí el control del tiempo. Aquí vengo para eso, me lo repetía y no encontraba el coraje. Era una paradoja. Ahora sí que la veo, pero en aquel entonces no me importó que corrieran los días, ni pensé en mis nuevos compromisos, convencido estaba de que iba a perder el cargo en el Seguro, pero aquello no era relevante, me acercaba al día, a la noche, al instante cuando me iba a atrever, me ocultaba bajo una ruana piojosa a rumiar mi locura. Escondido, al atardecer, o ya por las noches, caminaba hasta la mansión, y desde lejos, los veía entrar y salir de la casa. En el silencio helado, ocultándome, algo iba a decirle a la luna, ¿que estaba loco por ti? ¡Cómo habían crecido! Abrazado de un árbol, si salía la luna volvían las imágenes de Licaón, y me obligaban a regresar, y así seguí, oculto, creo que fue durante varias semanas, no lo sé. Había miche hasta saturarme, entretanto iba mordisqueando mis penas. Al fin, una madrugada, ella no estaba, no había llegado aún. Eso pensaba yo, y aquello era como dicen con lenguaje de culebrón radial, una insana pasión. El chalet estaba en silencio, me deslicé por la verja, me metí en el jardín, llovía y había una neblina artera, yo estaba aterido hasta la médula de los huesos y el ruido de mis dientes era ensordecedor, por el castañeteo me acuerdo del frío, luego forcé una ventana, no hice ruido alguno, actuaba como un ladrón, todo era anormal y truculento, torcido y estúpido, todo era así como una pesadilla, irreal, y así fue como tropecé, hice ruidos y cuando se encendió una luz, ella estaba apuntándome de frente. En su mano derecha, firme, estaba el arma, niquelada, cañón corto. Segundos que duraron una eternidad. Pensé que iba a despacharme allí mismo. ¡Oh, como lo desee en aquel momento! No lo hizo. Ni sabía yo que se había transformado en una mujer de armas tomar. ¡La vi al fin!, en su esplendorosa hermosura, y deslumbrado quedé. Así debió dejarme el fogonazo del disparo cuando sentí como se me rompía el corazón en medio de aquella noche triste. No escuché detonación alguna. Tuve que oírle su discurso, todo, me había quedado paralizado, palabra tras palabra, gota a gota, vertidas sobre mi humanidad. Sus verdades de nuevo eran salpicadas, rociadas, pringando hasta ensoparme, ácidas, como fuego, me quemaban, las percibí una a una, sin aliento, el nombre de la otra saltaba en cada frase, y yo allí, de pie, ¡y no me pude morir! Así de simple, así de sencillo fue. Ella no me disparó otra cosa sino palabras y estas bastaron, fueron suficientes. Así, me despidió por la puerta principal, ni tan siquiera los pude ver, estaban dormidos, creo en realidad, no sé si estaba demasiado borracho, o si fue oír todo aquello, lo que ella me dijo. Me convenció fácilmente. Era mía toda la cruel, despiadada e insostenible incuria, por lo que evidentemente era mejor desaparecer. Tendría ventajas para todos si yo lograse permanecer como muerto, sería lo más conveniente, un premio familiar, un galardón, mi deceso pasaría a ser un beneficio colectivo. Había asimilado todo aquello, como un púgil en el ring. Puedo revivir las escenas cual si estuviesen plasmadas en una vieja película. En medio de todo, pienso que aquel viaje abominable hacia el pasado fue como atravesar una maldita pared, como romper una barrera. Me fui de allí, derrotado, pero más tranquilo, llevaba una filosofía para rumiar, la del buen perdedor. Después de aquella noche triste todo se resumió para mí en una sola palabra, ¡sobrevivir! Tenía que lograrlo. Me parece impresionante la capacidad de adaptación de uno. Después de un año, o más, un año que ha sido una especie de siglo, sentí que estaba comenzando a recuperarme. Percibí cual si me estuviesen brotando retoños, del torso a los cabellos como decía Andrés Eloy. Aun cuando me sentía cubierto de costras, creo que terminé por irme reponiendo y así, logré un cargo como médico general en el hospital Vargas, y viví alquilado en una pensión en San José. Comencé a escribir. Me lo pegaba, sí, es verdad, sí, pero ya no era como antes, ya no me desesperaba queriendo acabar con todo el aguardiente del mundo. Comencé a ser una persona diferente, digo yo, hasta amigos tuve y buenos, conocidos, vecinos, casi ningún colega, otros, los de viejas parrandas, no los desamparé, y pude ayudarles en muchas cosas, pacientes agradecidos, muy pobres, indigentes la mayoría de ellos, los que más apoyo me dieron fueron los más humildes. Hay barrios, por allá, en San Juan y en los Mecedores, donde fui el doctor de todos, tuve  amigos y supongo todavía me quieren, ellos restablecieron mi confianza en los seres humanos”. 
 
Relato extraído con sensibles  modificaciones, de la novela La Peste Loca.
Jorge García Tamayo
Maracaibo, 23 de junio del año 2015

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