domingo, 15 de septiembre de 2013

Andrés Vesalio, el anatomista condenado a muerte

Fragmento de una novela inédita
de Jorge García Tamayo




En los primeros días de octubre del año 1559 Andrés Vesalio, había sido llamado por Felipe II para retomar su puesto como médico de la Casa Real de los Habsburgo, y se mudaría con su familia desde Flandes a Valladolid, la capital de España. En Bruselas había vivido con su esposa y su pequeña hija, como una feliz familia en una casa ubicada en la parte céntrica de la ciudad durante la apacible temporada que cumplió desde los inicios del verano de 1556 cuando ya habían cesado sus obligaciones al servicio del emperador CarlosV, y éstas permanecieron inalterables hasta agosto de ese año 1559, cuando nuevamente le fueron solicitados sus servicios médicos, en esa ocasión por su majestad el rey don Felipe II. Aquellos años vividos en Bruselas mientras Andrés estuvo dedicado al ejercicio de la medicina privada con gran éxito, transcurrieron plenos de felicidad. Su clientela era rica y muy numerosa y siempre existían estudiantes venidos de Alemania o de Inglaterra queriendo aprender. Algunos de ellos le acompañaban en ocasiones a visitar los enfermos a domicilio o eran llamados por él, a presenciar casos clínicos y quirúrgicos difíciles que se le presentaban en la consulta privada. En esos años, antes de fallecer el emperador ya retirado en Yuste, estimuló la defensa de la religión católica, considerada para él crucial para sostener la unidad del imperio, y a través de decretos y en su correspondencia, acicateó las actividades de la Santa Inquisición. Había dejado en manos de Felipe su hijo, las labores militares hasta asegurar el triunfo de los ejércitos de los Habsburgo en Italia, de manera que finalizando el año 1557 Italia ya estaba dominada por los ejércitos del emperador y los franceses habían sido derrotados en la batalla de San Quintín donde fallecerían casi ocho mil combatientes. En aquellos días, viviendo en Bruselas, Andrés recordaría los festejos del triunfo en San Quintín por el repicar de las campanas que sonaron durante tres días en todas las ciudades flamencas gobernadas para aquel tiempo por doña Margarita de Parma. A pesar de la intensa actividad profesional de Andrés en Bruselas, él aprovechó esos casi tres años para viajar a varios países. Estuvo de visita en Hamburgo en dos ocasiones y fue varias veces a París. En los primeros meses del año 1558, viajó hasta Padua, Milan, Bolonia y Pisa. Gratos recuerdos tuvo al regresar a su querida Universidad de Padua y pasear por las riberas del Brenta conversando con algunos de sus discípulos. En uno de estos viajes, se encontraba Andrés en Grenoble la capital de Estado de Saboya, cuando conocería a Inés Salcedo quién le fue presentada como la esposa de un importante servidor de la Corona, don Domingo Manrique y Revilla, nativo de Valladolid quien ejercía su oficio como Corregidor en las Indias. Ella había nacido en Burgos y era una mujer alta, rubia, de 32 años quien viajaba con su marido y sus dos hijas, unas mellizas que tenían la misma edad de Ana la hija de Andrés. Buena conversadora, Inés aquella noche departió con Andrés y entre ambos se entablaría una amistad destinada a florecer hacia el futuro. Inés le comentaría al doctor Vesalio sobre las ausencias de su marido quien trabajaba en El Nuevo Mundo, y de explicó que se encontraba en España en una misión especial. Durante la cena se habló sobre Jean Crespin amigo de Juan Calvino el reformista que residía en Basilea y de una imprenta que poseía en Grenoble. Crespin era investigado por la Inquisición española y Andrés Vesalio recordó al mencionar a Calvino, cuanto sabía sobre Miguel Servet, un filósofo y hombre de ciencia español interesado en la circulación de la sangre a quien había conocido por sus conexiones con una imprenta de Bruselas. Servet había publicado un libro titulado “Christianismi Restitutio” por el cual había sido quemado vivo por la Inquisición española en Ginebra en el mes de octubre del año 1553. En aquellos años, Andrés preparaba una edición revisada de su De Humanis Corporis y luchaba en la corte del emperador Carlos V para ser visto como médico y no como un simple barbero. En la cena de aquella noche en Grenoble, don Domingo habló con desparpajo sobre sus estrechas relaciones con las autoridades del gobierno español, de sus misiones en el Perú, e insistentemente recalcó que su cometido en la península era temporal pues se hallaba en la ciudad para investigar las imprentas y en particular la del señor Crespin, ya que existía gran peligro por la evangelización calvinista a través de la llegada de textos, impresos quizás en territorio francés, tanto a los Países Bajos como a la Península Ibérica. La Inquisición estaba dispuesta a adelantar las investigaciones necesarias para evitar la contaminación del imperio con protestantes luteranos y calvinistas. Fue durante aquella interesante misión de don Domingo Manrique y Revilla el comisionado especial del rey don Felipe II, y estando en Grenoble, cuando Andrés Vesalio se enteraría cómo desde el año 1558 inmediatamente después de la muerte del emperador Carlos, don Felipe II había prohibido, bajo pena de muerte y de confiscación de bienes, la importación de textos impresos que figuraran en el Índice de libros prohibidos, elaborado por la Inquisición; supo también en esa oportunidad que en aquel catálogo, aparecían no solo escritos de autores protestantes, sino también de reputados católicos, incluso de santos, cuya lectura podía prestarse a interpretaciones equívocas, como Tomás Moro, Juan de Ávila y fray Luis de Granada. Durante la cena de gala en Grenoble, Andrés oiría hablar hasta del papa a quien denominaron Pietro Caraffa y explicaciones sobre como tras el triunfo en San Quintín, Paulo IV quien en su bula Cum nimis absurdum había despojado de sus propiedades a los judíos obligándolos en un gueto creado en Roma a llevar sombreros amarillos a los hombres y velos a las mujeres. El papa, dijeron que era quien le daba en aquellos días todo el apoyo a don Felipe II y todo el poder a la Santa Inquisción. En la cena de Grenoble, cuando Inés Salcedo y Andrés Vesalio amigablemente charlaron durante varias horas, saldrían desde aquella noche con el serio propósito de volver a encontrarse hacia el futuro, pues ambos parecían estar persuadidos de que de alguna manera hacia el futuro estarían enlazados en un destino común.  

Al atardecer del día 7 de octubre de 1559, llegaron Andrés y su familia a Valladolid, la capital de España, y en la noche tuvieron que alojarse provisionalmente en los aposentos del cuartel de la Capitanía General. El último tramo del viaje desde Flandes, lo habían hecho deteniéndose en Aranda del Duero una hermosa zona vinícola. Allí habían pernoctado en el convento de Santa María de las monjas clarisas, y como eran parte de la comitiva que venía acompañando al rey don Felipe, ellos se quedaron en el convento, en tanto que  una parte de la servidumbre hubo de alojarse en el cuartel de Infantería. Al llegar a las puertas de la ciudad de Aranda, tras los honores que le dispensara el duque de Alburquerque, su majestad se ubicaría en su castillo-fortaleza situado en la parte más alta, una loma que domina el Duero. Esa noche, Andrés en compañía de su mujer, asistiría a una cena de gala en el castillo del duque donde les servirían exquisitas lonjas de cordero asado y otras delicias gastronómicas de la meseta castellana escanciadas con el vino tinto Duero, que según le explicaron solo era superado por los vecinos tintos de La Rioja, más al norte en las riberas del Ebro, cerca de Logroño, comarcas que ya habían atravesado en los días previos. El día 8 de octubre, ya en Valladolid, se establecerían en la casa que les habían asignado en la ciudad. Era aquel un caserón de dos plantas y de anchos muros con altos techos que poseía chimenea y un patio trasero que servía de cochera. Allí había un pequeño huerto con árboles frutales y un pozo donde el agua siempre estaba fría y limpia. La casa situada en la plaza de San Pablo se hallaba en un área vecina a la universidad, en el casco central de la ciudad. La Casa Real les asignaría un criado. Allí, en el nuevo hogar vallisoletano, con su mujer Anna y su hija quien tenía 9 años y gozaría al tener su habitación propia al lado del cuarto principal. Pronto Anna y su hija comenzarían a acostumbrarse a usar el castellano como el idioma necesario para comunicarse con los vecinos y en particular con una joven criada que les ayuda en la limpieza, de muy buen ver, según le parecía a Andrés y quien además cocinaba maravillosamente. En la Universidad de Valladolid, el doctor Vesalio impartirá lecciones de anatomía, pues lo habían aceptado como catedrático temporal gracias a la intervención de su amigo el cardenal Granvela. Por las tardes, Andrés atendía a una cada vez más nutrida clientela en su consultorio que ocupaba un par de cuartos de la planta baja de la casa con entrada por separado desde la calle. En la universidad llegaría a reunir en una oportunidad a más de 40 alumnos quienes se acercaban desde varias regiones de España y de Portugal. Todos los días, a las diez de la mañana Andrés destinaba dos horas a la disección anatómica en el anfiteatro de la misma universidad. Frecuentemente paseaba con su mujer al atardecer y en las noches por las calles de Valladolid, especialmente por la Calle Real y los alrededores de la Plaza Mayor. La ciudad, ofrecía gran actividad comercial, con talleres de peletería y orfebrería, y mostraba siempre gente en sus calles, y muchos vecinos ya algunos conocidos, iban y venían hasta las once cuando los alguaciles comenzaban sus rondas y cesaba la actividad en las tabernas y mesones donde se reunía la gente para degustar jamones y butifarras con el buen vino del Duero, y algunas veces con vinos venidos de La Rioja.

Recién llegando a Valladolid, Andrés Vesalio hubo de presenciar el auto de fe del 8 de octubre de 1559. Al día siguiente de haber arribado a la ciudad y todavía instalándose en su nueva casa, Andrés fue llamado por el rey. Tenía que acercarse con el cortejo real hasta la Plaza Mayor, donde en presencia de su majestad don Felipe II, y ante los dignatarios y jerarcas de la Corte y de la Iglesia, se produjo un hecho especial que nunca antes Andrés había presenciado. Un auto de fe. Para esta ceremonia, se presentó en la plaza Felipe II, acompañado de la princesa doña Juana y el príncipe D. Carlos. En el séquito le acompañaban el condestable y el almirante de Castilla, el marqués de Astorga, el duque de Arcos, el marqués de Denia, el conde de Lerma, el prior de San Juan, don Antonio de Toledo, y otros grandes señores. El conde de Oropesa sostuvo en alto su estoque desnudo delante del rey. La Santa Inquisición juzgaría a unos hombres y mujeres, algunos de ellos frailes y monjas, acusados de herejía. Luego de un largo proceso que había durado todo un año, a través de interrogatorios y de torturas se habría logrado desvelar una conspiración de carácter luterano supuestamente urdida por algunos vecinos de la ciudad y de otros pueblos cercanos, y fueron todos inculpados de herejía. Ya había escuchado Andrés los comentarios que señalaban como el emperador desde su refugio de Yuste antes de fallecer le había exigido a doña Juana, la hermana menor de don Felipe quien fungía como regente del reino durante la ausencia temporal de su hermano, que se castigase con todo el rigor a los inculpados, sin hacer excepciones, pues era necesario dar un ejemplo para conservar la unidad religiosa del imperio. La puesta en escena de aquel solemne acto religioso y fundamentalmente político, dejaría una honda impresión en Andrés. Le pareció cruel y despiadada, la manera como La Santa Inquisición cumplía su cometido, al incendiar hasta verlos morir achicharrándose, los cuerpos de don Carlos de Seso, un noble italiano quien había servido con reputación de valor en los ejércitos del emperador  Carlos V y quien por su casamiento con doña Isabel de Castilla estaba enlazado con una rama bastarda del rey D. Pedro. Don Carlos de Seso, era vecino de Villamediana, cerca de Logroño, y había sido corregidor de Toro y con él, también se quemaría en una hoguera el cuerpo de Juan Sánchez, hereje acusado por dudar de la existencia del purgatorio. Llevados ambos, amordazados para que no pudiesen difundir sus ideas protestantes, ya en un terreno ejido de la periferia de la ciudad, fueron incinerados vivos. El resto de los condenados, una veintena de personajes conocidos por muchos de los habitantes de la ciudad y varias monjas de un convento fueron sometidos al garrote en un recinto cerrado. Se informó que a los penitentes reconciliados y arrepentidos se les destinó una casa cerrada por prisión, en el barrio San Juan donde estarían para siempre haciendo vida monacal para arrepentirse de sus pecados. Andrés conservaría en su mente las crueles escenas de su primer día en tierras vallisoletanas, en una ciudad que era la capital de España y donde unos meses antes, el 25 de mayo se había producido otro acto de fe. La muchedumbre clamaba pidiendo la muerte de los herejes. En un tablado de madera alto y suntuoso en forma de Y griega, ubicado en la plaza de Valladolid y defendido por verjas y balaustres, frente a las Casas Consistoriales y de espaldas al monasterio de San Francisco se habían creado gradas de madera en forma circular para los penitentes y un púlpito para que uno por uno, los condenados oyesen la sentencia. No estaba en España don Felipe, pero el acto fue presenciado por la princesa gobernadora, doña Juana y por el débil y contrahecho príncipe don Carlos, acompañados por el condestable de Castilla, el marqués de Astorga y el de Denia, los condes de Miranda, Andrade, Monteagudo, Módica y el de Lerma, don Diego García de Toledo quien fungía como ayo del príncipe, los arzobispos de Santiago y de Sevilla, el obispo de Palencia, y el maestro Pedro de la Gasca obispo de Ciudad Rodrigo y a todos les precedía el Consejo de Castilla y los grandes, seguidos por las damas de la princesa, ricamente ataviadas, aunque de luto, y todavía delante de los príncipes venían dos maceros y cuatro reyes de armas vestidos con dalmáticas de terciopelo carmesí, que mostraban bordadas las armas reales, y finalmente el conde de Buendía, con el estoque desnudo. Los penitentes que eran unos treinta y llevaban velas y cruces verdes; trece de ellos, lucían corozas y destacaba el licenciado Herrezuelo, quien iba con una mordaza, y los demás con sambenitos y candelas en las manos. Los hombres iban sin caperuza y eran todos acompañados por unos sesenta familiares. Entonces fue cuando fray Melchor Cano, electo obispo de Canarias, dio un sermón que duró más de una hora y versó sobre San Mateo “Attendite a falsis prophetis, qui veniunt ad vos in vestimenta ovium: intrinsecus autem sunt lupi rapaces”, y acabado el sermón, el arzobispo Valdés, acompañado del inquisidor Francisco Vaca y de un secretario, se acercó a los príncipes y les hizo jurar sobre la cruz y el misal para asegurar que era por el bien de la Iglesia y para preservar la fe, cuanto se iba a llevar adelante. La muchedumbre también rugió “Sí juramos”. Al final más de una veintena de vecinos habrían sido ejecutados. Andrés Vesalio conoció de estos horrores a través de la correspondencia de su hermana Ana Vesalio de Bonnard, quien viviendo en Gante le escribió, no sin cierto temor una carta donde le comentaba que existían ciertos rumores de que la capital sería mudada a Madrid, y le contaba sobre el trágico final del doctor Cazalla, predicador de la ideas de Erasmo de gran prestigio en tierras flamencas y le detallaba los sucesos del acto de fe en Valladolid de fecha 8 de octubre. La carta que recibiera Andrés desde Flandes estaba fechada el 16 de octubre de ese año 1559. Valladolid, cual si fuese un venganza de don Carlos de Seso, padecería por un terrible incendio el día  21 de septiembre del año 1561, en la parte céntrica de la ciudad y en breve espacio de tiempo el fuego destruiría más de cuatrocientas casas, muchas de ellas de mercaderes, algunas justamente en la cuadra donde habían sido reducidos los penitentes reconciliados, dando al traste con aquella fama de Valladolid sobre su antigua prosperidad y opulencia. Andrés estaba convencido de que los herejes no eran otra cosa que una suerte de vecinos a quienes algunos catalogaban de iluminados o alumbrados y eran simples cristianos que creían que mediante la oración podían llegar a un estado tan perfecto, que no necesitarían practicar los sacramentos ni las buenas obras. Al sentirse libres de pecado independientemente de sus actos, sus ideas tenían fuertes afinidades con las del protestantismo en particular por la negación del purgatorio y del valor de los sacramentos y el rechazo de la confesión y de la autoridad pontificia. Él había conocido personalmente al doctor Agustín de Cazalla, canónigo de Salamanca, a quien había acompañado con el emperador Carlos V en sus viajes por Alemania y los Países Bajos. Cazalla era un predicador reconocido que no tenía recato alguno a la hora de discutir públicamente sus puntos de vista reformadores y el inquisidor Valdés logró el permiso pontificio para poder enjuiciarlo y para condenar a muerte a los herejes, aunque se arrepintiesen y pidiesen misericordia, y terminó con ellos organizando los dos autos de fe en 1559. El abogado Antonio de Herrezuela fue el único que no se retractó, por ello moriría quemado vivo en aquel primer auto de fe en Valladolid al cual su majestad Felipe II no asistió personalmente.

Prtenece a una parte del texto de una novela inédita titulada : “Andrés Vesalio, el anatomista condenado a muerte” de Jorge García Tamayo

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