de Jorge García Tamayo
En los primeros días de octubre del año 1559 Andrés Vesalio, había sido
llamado por Felipe II para retomar su puesto como médico de la
Casa Real de los Habsburgo, y se mudaría
con su familia desde Flandes a Valladolid, la capital de España. En Bruselas había
vivido con su esposa y su pequeña hija, como una feliz familia en una casa
ubicada en la parte céntrica de la ciudad durante la apacible temporada que
cumplió desde los inicios del verano de 1556 cuando ya habían cesado sus
obligaciones al servicio del emperador CarlosV, y éstas permanecieron
inalterables hasta agosto de ese año 1559, cuando nuevamente le fueron
solicitados sus servicios médicos, en esa ocasión por su majestad el rey don
Felipe II. Aquellos años vividos en Bruselas mientras Andrés estuvo dedicado al
ejercicio de la medicina privada con gran éxito, transcurrieron plenos de
felicidad. Su clientela era rica y muy numerosa y siempre existían estudiantes
venidos de Alemania o de Inglaterra queriendo aprender. Algunos de ellos le
acompañaban en ocasiones a visitar los enfermos a domicilio o eran llamados por
él, a presenciar casos clínicos y quirúrgicos difíciles que se le presentaban
en la consulta privada. En esos años, antes de fallecer el emperador ya
retirado en Yuste, estimuló la defensa de la religión católica, considerada
para él crucial para sostener la unidad del imperio, y a través de decretos y
en su correspondencia, acicateó las actividades de la Santa Inquisición.
Había dejado en manos de Felipe su hijo, las labores militares hasta asegurar
el triunfo de los ejércitos de los Habsburgo en Italia, de manera que
finalizando el año 1557 Italia ya estaba dominada por los ejércitos del
emperador y los franceses habían sido derrotados en la batalla de San Quintín
donde fallecerían casi ocho mil combatientes. En aquellos días, viviendo en
Bruselas, Andrés recordaría los festejos del triunfo en San Quintín por el
repicar de las campanas que sonaron durante tres días en todas las ciudades
flamencas gobernadas para aquel tiempo por doña Margarita de Parma. A pesar de
la intensa actividad profesional de Andrés en Bruselas, él aprovechó esos casi
tres años para viajar a varios países. Estuvo de visita en Hamburgo en dos
ocasiones y fue varias veces a París. En los primeros meses del año 1558, viajó
hasta Padua, Milan, Bolonia y Pisa. Gratos recuerdos tuvo al regresar a su
querida Universidad de Padua y pasear por las riberas del Brenta conversando
con algunos de sus discípulos. En uno de estos viajes, se encontraba Andrés en
Grenoble la capital de Estado de Saboya, cuando conocería a Inés Salcedo quién
le fue presentada como la esposa de un importante servidor de la Corona, don Domingo
Manrique y Revilla, nativo de Valladolid quien ejercía su oficio como
Corregidor en las Indias. Ella había nacido en Burgos y era una mujer alta,
rubia, de 32 años quien viajaba con su marido y sus dos hijas, unas mellizas
que tenían la misma edad de Ana la hija de Andrés. Buena conversadora, Inés
aquella noche departió con Andrés y entre ambos se entablaría una amistad
destinada a florecer hacia el futuro. Inés le comentaría al doctor Vesalio
sobre las ausencias de su marido quien trabajaba en El Nuevo Mundo, y de
explicó que se encontraba en España en una misión especial. Durante la cena se
habló sobre Jean Crespin amigo de Juan Calvino el reformista que residía en
Basilea y de una imprenta que poseía en Grenoble. Crespin era investigado por la Inquisición española y
Andrés Vesalio recordó al mencionar a Calvino, cuanto sabía sobre Miguel
Servet, un filósofo y hombre de ciencia español interesado en la circulación de
la sangre a quien había conocido por sus conexiones con una imprenta de
Bruselas. Servet había publicado un libro titulado “Christianismi Restitutio” por el cual había sido
quemado vivo por la
Inquisición española en Ginebra en el mes de octubre del año
1553. En aquellos años, Andrés preparaba una edición revisada de su De
Humanis Corporis y luchaba en la corte del emperador Carlos V para ser visto
como médico y no como un simple barbero. En la cena de aquella noche en
Grenoble, don Domingo habló con desparpajo sobre sus estrechas relaciones con las autoridades del gobierno español, de sus
misiones en el Perú, e insistentemente recalcó que su cometido en la península
era temporal pues se hallaba en la ciudad para investigar las imprentas y en
particular la del señor Crespin, ya que existía gran peligro
por la evangelización calvinista
a través de la llegada de textos, impresos quizás en territorio francés, tanto
a los Países Bajos como a la Península Ibérica. La Inquisición estaba
dispuesta a adelantar las investigaciones necesarias para evitar la
contaminación del imperio con protestantes luteranos y calvinistas. Fue durante
aquella interesante misión de don Domingo Manrique y Revilla el comisionado
especial del rey don Felipe II, y estando en Grenoble, cuando Andrés Vesalio se
enteraría cómo desde el año 1558 inmediatamente después de la muerte del
emperador Carlos, don Felipe II había prohibido, bajo pena de muerte y de
confiscación de bienes, la importación de textos impresos que figuraran en el Índice de libros prohibidos,
elaborado por la
Inquisición; supo también en esa oportunidad que en aquel
catálogo, aparecían no solo escritos de autores protestantes, sino también de
reputados católicos, incluso de santos, cuya lectura podía prestarse a
interpretaciones equívocas, como Tomás Moro,
Juan de Ávila
y fray Luis de
Granada. Durante la cena de gala en Grenoble, Andrés oiría hablar
hasta del papa a quien denominaron Pietro Caraffa y explicaciones sobre como
tras el triunfo en San Quintín, Paulo IV quien en su bula Cum nimis absurdum había
despojado de sus propiedades a los judíos obligándolos en un gueto creado en
Roma a llevar sombreros amarillos a los hombres y velos a las mujeres. El papa,
dijeron que era quien le daba en aquellos días todo el apoyo a don Felipe II y
todo el poder a la Santa Inquisción.
En la cena de Grenoble, cuando Inés Salcedo y Andrés Vesalio amigablemente charlaron
durante varias horas, saldrían desde aquella noche con el serio propósito de
volver a encontrarse hacia el futuro, pues ambos parecían estar persuadidos de
que de alguna manera hacia el futuro estarían enlazados en un destino común.
Al atardecer del día 7 de octubre de 1559, llegaron Andrés y su familia a
Valladolid, la capital de España, y en la noche tuvieron que alojarse
provisionalmente en los aposentos del cuartel de la Capitanía General.
El último tramo del viaje desde Flandes, lo habían hecho deteniéndose en Aranda
del Duero una hermosa zona vinícola. Allí habían pernoctado en el convento de
Santa María de las monjas clarisas, y como eran parte de la comitiva que venía
acompañando al rey don Felipe, ellos se quedaron en el convento, en tanto
que una parte de la servidumbre hubo de
alojarse en el cuartel de Infantería. Al llegar a las puertas de la ciudad de
Aranda, tras los honores que le dispensara el duque de Alburquerque, su
majestad se ubicaría en su castillo-fortaleza situado en la parte más alta, una
loma que domina el Duero. Esa noche, Andrés en compañía de su mujer, asistiría
a una cena de gala en el castillo del duque donde les servirían exquisitas
lonjas de cordero asado y otras delicias gastronómicas de la meseta castellana
escanciadas con el vino tinto Duero, que según le explicaron solo era superado
por los vecinos tintos de La
Rioja, más al norte en las riberas del Ebro, cerca de
Logroño, comarcas que ya habían atravesado en los días previos. El día 8 de
octubre, ya en Valladolid, se establecerían en la casa que les habían asignado
en la ciudad. Era aquel un caserón de dos plantas y de anchos muros con altos
techos que poseía chimenea y un patio trasero que servía de cochera. Allí había
un pequeño huerto con árboles frutales y un pozo donde el agua siempre estaba
fría y limpia. La casa situada en la plaza de San Pablo se hallaba en un área
vecina a la universidad, en el casco central de la ciudad. La Casa Real les asignaría
un criado. Allí, en el nuevo hogar vallisoletano, con su mujer Anna y su hija
quien tenía 9 años y gozaría al tener su habitación propia al lado del cuarto
principal. Pronto Anna y su hija comenzarían a acostumbrarse a usar el
castellano como el idioma necesario para comunicarse con los vecinos y en
particular con una joven criada que les ayuda en la limpieza, de muy buen ver,
según le parecía a Andrés y quien además cocinaba maravillosamente. En la Universidad de
Valladolid, el doctor Vesalio impartirá lecciones de anatomía, pues lo habían
aceptado como catedrático temporal gracias a la intervención de su amigo el
cardenal Granvela. Por las tardes, Andrés atendía a una cada vez más nutrida
clientela en su consultorio que ocupaba un par de cuartos de la planta baja de
la casa con entrada por separado desde la calle. En la universidad llegaría a
reunir en una oportunidad a más de 40 alumnos quienes se acercaban desde varias
regiones de España y de Portugal. Todos los días, a las diez de la mañana
Andrés destinaba dos horas a la disección anatómica en el anfiteatro de la
misma universidad. Frecuentemente paseaba con su mujer al atardecer y en las
noches por las calles de Valladolid, especialmente por la Calle Real y los
alrededores de la Plaza
Mayor. La ciudad, ofrecía gran actividad comercial, con
talleres de peletería y orfebrería, y mostraba siempre gente en sus calles, y
muchos vecinos ya algunos conocidos, iban y venían hasta las once cuando los
alguaciles comenzaban sus rondas y cesaba la actividad en las tabernas y
mesones donde se reunía la gente para degustar jamones y butifarras con el buen
vino del Duero, y algunas veces con vinos venidos de La Rioja.
Recién llegando a Valladolid, Andrés Vesalio hubo de presenciar el auto
de fe del 8 de octubre de 1559. Al día siguiente de haber arribado a la ciudad
y todavía instalándose en su nueva casa, Andrés fue llamado por el rey. Tenía
que acercarse con el cortejo real hasta la Plaza Mayor, donde en
presencia de su majestad don Felipe II, y ante los dignatarios y jerarcas de la Corte y de la Iglesia, se produjo un
hecho especial que nunca antes Andrés había presenciado. Un auto de fe. Para
esta ceremonia, se presentó en la plaza Felipe II,
acompañado de la princesa doña Juana y el príncipe D. Carlos. En el séquito le acompañaban el
condestable y el almirante de Castilla, el marqués de Astorga, el duque de
Arcos, el marqués de Denia, el conde de Lerma, el prior de San Juan, don
Antonio de Toledo, y otros grandes señores. El conde de Oropesa sostuvo en alto
su estoque desnudo delante del rey. La Santa Inquisición
juzgaría a unos hombres y mujeres, algunos de ellos frailes y monjas, acusados
de herejía. Luego de un largo proceso que había durado todo un año, a través de
interrogatorios y de torturas se habría logrado desvelar una conspiración de
carácter luterano supuestamente urdida por algunos vecinos de la ciudad y de
otros pueblos cercanos, y fueron todos inculpados de herejía. Ya había
escuchado Andrés los comentarios que señalaban como el emperador desde su
refugio de Yuste antes de fallecer le había exigido a doña Juana, la hermana
menor de don Felipe quien fungía como regente del reino durante la ausencia
temporal de su hermano, que se castigase con todo el rigor a los inculpados,
sin hacer excepciones, pues era necesario dar un ejemplo para conservar la
unidad religiosa del imperio. La puesta en escena de aquel solemne acto
religioso y fundamentalmente político, dejaría una honda impresión en Andrés.
Le pareció cruel y despiadada, la manera como La Santa Inquisición
cumplía su cometido, al incendiar hasta verlos morir achicharrándose, los
cuerpos de don Carlos de Seso, un noble italiano quien había servido con reputación
de valor en los ejércitos del emperador
Carlos V y quien por su casamiento con doña Isabel de Castilla estaba
enlazado con una rama bastarda del rey D. Pedro. Don Carlos de Seso, era vecino
de Villamediana, cerca de Logroño, y había sido corregidor de Toro y con él,
también se quemaría en una hoguera el cuerpo
de Juan Sánchez, hereje acusado por dudar de la existencia del purgatorio.
Llevados ambos, amordazados para que no pudiesen difundir sus ideas
protestantes, ya en un terreno ejido de la periferia de la ciudad, fueron
incinerados vivos. El resto de los condenados, una veintena de personajes
conocidos por muchos de los habitantes de la ciudad y varias monjas de un
convento fueron sometidos al garrote en un recinto cerrado. Se informó que a
los penitentes reconciliados y arrepentidos se les destinó una casa cerrada por
prisión, en el barrio San Juan donde estarían para siempre haciendo vida
monacal para arrepentirse de sus pecados. Andrés conservaría en su mente las
crueles escenas de su primer día en tierras vallisoletanas, en una ciudad que
era la capital de España y donde unos meses antes, el 25 de mayo se había
producido otro acto de fe. La muchedumbre clamaba pidiendo la muerte de
los herejes. En un tablado de madera alto y suntuoso en forma de Y griega,
ubicado en la plaza de Valladolid y defendido por verjas y balaustres, frente a
las Casas Consistoriales y de espaldas al monasterio de San Francisco se habían
creado gradas de madera en forma circular para los penitentes y un púlpito para
que uno por uno, los condenados oyesen la sentencia. No estaba en España don
Felipe, pero el acto fue presenciado por la princesa gobernadora, doña Juana y
por el débil y contrahecho príncipe don Carlos, acompañados por el condestable
de Castilla, el marqués de Astorga y el de Denia, los condes de Miranda,
Andrade, Monteagudo, Módica y el de Lerma, don Diego García de Toledo quien
fungía como ayo del príncipe, los arzobispos de Santiago y de Sevilla, el
obispo de Palencia, y el maestro Pedro de la Gasca obispo de Ciudad Rodrigo y a todos les
precedía el Consejo de Castilla y los grandes, seguidos por las damas de la
princesa, ricamente ataviadas, aunque de luto, y todavía delante de los
príncipes venían dos maceros y cuatro reyes de armas vestidos con dalmáticas de
terciopelo carmesí, que mostraban bordadas las armas reales, y finalmente el
conde de Buendía, con el estoque desnudo. Los penitentes que eran unos treinta
y llevaban velas y cruces verdes; trece de ellos, lucían corozas y destacaba el
licenciado Herrezuelo, quien iba con una mordaza, y los demás con sambenitos y
candelas en las manos. Los hombres iban sin caperuza y eran todos acompañados
por unos sesenta familiares. Entonces fue cuando fray Melchor Cano, electo
obispo de Canarias, dio un sermón que duró más de una hora y versó sobre San
Mateo “Attendite a falsis prophetis, qui
veniunt ad vos in vestimenta ovium: intrinsecus autem sunt lupi rapaces”, y acabado
el sermón, el arzobispo Valdés, acompañado del inquisidor Francisco Vaca y de
un secretario, se acercó a los príncipes y les hizo jurar sobre la cruz y el
misal para asegurar que era por el bien de la Iglesia y para preservar
la fe, cuanto se iba a llevar adelante. La muchedumbre también rugió “Sí
juramos”. Al final más de una veintena de vecinos habrían sido ejecutados. Andrés Vesalio conoció de estos horrores a
través de la correspondencia de su hermana Ana Vesalio de Bonnard, quien
viviendo en Gante le escribió, no sin cierto temor una carta donde le comentaba
que existían ciertos rumores de que la capital sería mudada a Madrid, y le contaba
sobre el trágico final del doctor Cazalla, predicador de la ideas de Erasmo de
gran prestigio en tierras flamencas y le detallaba los sucesos del acto de fe
en Valladolid de fecha 8 de octubre. La carta que recibiera Andrés desde
Flandes estaba fechada el 16 de octubre de ese año 1559. Valladolid,
cual si fuese un venganza de don Carlos de Seso, padecería por un terrible
incendio el día 21 de septiembre del año
1561, en la parte céntrica de la ciudad y en breve espacio de tiempo el fuego
destruiría más de cuatrocientas casas, muchas de ellas de mercaderes, algunas
justamente en la cuadra donde habían sido reducidos los penitentes
reconciliados, dando al traste con aquella fama de Valladolid sobre su antigua
prosperidad y opulencia. Andrés estaba convencido de que los herejes
no eran otra cosa que una suerte de vecinos a quienes algunos catalogaban de iluminados o alumbrados
y eran simples cristianos que creían que mediante la oración podían llegar a un
estado tan perfecto, que no necesitarían practicar los sacramentos ni las
buenas obras. Al sentirse libres de pecado independientemente de sus actos, sus
ideas tenían fuertes afinidades con las del protestantismo en particular por la
negación del purgatorio y del valor de los sacramentos y el rechazo de la confesión
y de la autoridad pontificia. Él había conocido personalmente al doctor Agustín de Cazalla, canónigo de Salamanca, a quien había
acompañado con el emperador Carlos V en sus viajes por Alemania y los Países
Bajos. Cazalla era un predicador reconocido que no tenía recato alguno a la
hora de discutir públicamente sus puntos de vista reformadores y el inquisidor
Valdés logró el permiso pontificio para poder enjuiciarlo y para condenar a muerte a los
herejes, aunque se
arrepintiesen y pidiesen misericordia, y terminó con ellos organizando los dos
autos de fe en 1559. El abogado Antonio de Herrezuela fue el único que no se
retractó, por ello moriría quemado vivo en aquel primer auto de fe en
Valladolid al cual su majestad Felipe II no asistió personalmente.
Prtenece a una parte del texto de una novela inédita titulada : “Andrés Vesalio, el anatomista condenado a
muerte” de Jorge García Tamayo
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