Tantas palabras
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 27/02/2010
Creo que cuanto mayor me hago me vuelvo menos indulgente con la palabrería.
No sólo la de los otros: también la mía propia. En una librería algo desastrada
de mi barrio de Nueva York, que cerró hace unos meses, como van cerrando
tantas, veía siempre que entraba una frase de Hemingway escrita en grandes
letras encima de una puerta. Un escritor debía poseer, dice Hemingway, a
built-in bullshit detector: un detector innato de palabrería. Yo leía esa
frase cada vez que entraba a la librería claramente destinada a la ruina y me
preguntaba no sin aprensión si ese detector innato estaba entre las
herramientas con las que hago mi trabajo, o si funciona siempre, o si algunas
veces, aunque salte la alarma indicando la palabrería o la tontería, no habré
dejado de escucharla. Uno encuentra tantos motivos para no estar alerta, o para
permitirse una flaqueza con la esperanza de que el lector no la advertirá, o no
le dará importancia. Miraba al librero y comprendía que su capacidad para
admitir cualquier clase de bullshit menguaba a cada hora, cada día en
que los clientes eran menos escasos y en el que se le amontonarían las deudas
del alquiler y de la luz.
En Nueva York la vida real es demasiado cruda para
que la endulcen las palabras. Por esa acera de la parte alta de Broadway, cerca
de la universidad de Columbia, pasaban los estudiantes en riadas, pero no se
paraban casi nunca delante de la librería, ni siquiera hojeaban los libros de
saldos dispuestos en cajones como una pobre tentación delante del escaparate,
ni siquiera los robaban. Me acordé con remordimiento, casi con nostalgia, de
cuando lo propio de los estudiantes era robar libros, muchas veces con el
argumento oportuno de que la propiedad es un robo. Pero los estudiantes que
pasaban por delante de la Morningside Bookstore ni siquiera apartaban los
ojos de los iPods y los iPhones para mirar un momento aquellas antiguallas, en
muchos casos con las cubiertas cuarteadas por la larga exposición al sol y a la
intemperie.
Un escritor ha de poseer un detector innato de palabrería. De boludeces,
dice una traducción argentina de bullshit; de pendejadas, dice
una traducción mexicana, que sugiere de paso la variante española: gilipolleces.
A Hemingway no es que le funcionara perfectamente su detector, o que le
funcionara siempre. Los desmayos poéticos de El viejo y el mar están a
un paso de Paolo Coelho, y en Las nieves del Kilimanjaro o en París
era una fiesta es embarazoso asistir a tanta novelería narcisista y
masculina, la autenticidad del gran machote cazador y bebedor que deja en
ridícula evidencia a los que no le llegan a su altura, especialmente al pobre
Scott Fitzgerald, que no sólo estaba fascinado por los ricos, como un
papanatas, sino que además la tenía muy pequeña.
Pero uno
quiere creer que los anglosajones son menos propensos a esa gran enfermedad
hispánica, la vaguedad palabrera, la sobreabundancia, la concepción acústica
del estilo, como decía Borges, que la atribuía sobre todo a los españoles. El inglés es una lengua más seca, mucho más
monosilábica, un instrumento práctico adecuado para el comercio, la ciencia, la
técnica, los manuales de instrucciones. Los traductores del español al inglés
se quejan siempre de la longitud de nuestras frases. A muchos escritores españoles y latinoamericanos nos
deslumbraron las parrafadas interminables de William Faulkner, su proliferación
selvática de adjetivos y de frases subordinadas. Las imitamos sin darnos mucha
cuenta, y para nuestra sorpresa esta misma desmesura nos vuelve exóticos para
quienes leen y hablan en el mismo idioma que Faulkner manejó. Pero
es que Faulkner, además, no es ese monarca de la literatura americana que
nosotros imaginábamos, sino una figura más bien lateral, demasiado marcada por
su aislamiento de las corrientes principales de la novela y por su pertenencia
al mundo, culturalmente tan lejano, del Sur. Faulkner, tengo la impresión,
sobrevive más como lectura en los departamentos universitarios de inglés que
como ejemplo vivo para los escritores. Y a los americanos siempre les extraña
que nosotros, los europeos, los latinoamericanos, nos interesemos tanto por un
novelista tan marcadamente regional.
Quizás nos ha perjudicado el barroco. El barroco es
el vendaval de palabrerías y formas desatadas de la Contrarreforma, el
mareo de ángeles y nubes y santos con los ojos vueltos y dioses en el interior
de las cúpulas de las iglesias romanas, el contoneo decorativo de las columnas
salomónicas, la metástasis de los retablos con recovecos de dorados y de polvo,
la gesticulación de los predicadores apostólicos proclamando saberes tan
exclusivamente acústicos y palabreros como el misterio de la Santísima Trinidad.
En el siglo XVII el inglés y el holandés
eran usados para describir por primera vez el interior de una célula mirada a
través del microscopio o para redactar severos contratos comerciales. El español se
hinchaba prodigiosamente con el aire recalentado de la oratoria sagrada, de las
fantasmagorías verbales de los leguleyos y los burócratas que intentaban
regular minuciosamente, desde una covachuela del alcázar de Madrid, las
geografías de continentes y océanos, la vida en las Indias, la navegación entre
Acapulco y las Filipinas. La Declaración de Independencia
de los Estados Unidos es un documento circunspecto que tiene algo de manual de
instrucciones para poner en práctica el funcionamiento de un país. La
historia constitucional de España y de América Latina es una torrentera de palabrerías que no ha
cesado en dos siglos, una biblioteca de legislaciones fantásticas que pasaron a
toda velocidad del pergamino al papel mojado. Los mandatarios han sido tan
fértiles en la invención de bandas, condecoraciones, charreteras y uniformes
como en el fragor de los discursos. En nuestros países, con acentos distintos,
la política consiste sobre todo en levantar y derribar grandes edificios,
catedrales barrocas de palabras.
La política y cualquier clase de solemnidad. Según los índices
internacionales España es un país de productividad económica muy baja, pero si
hubiera índices de productividad de discursos -su cantidad, su duración, el
número de palabras per cápita- quizás estaríamos muy cerca de la cabecera del
mundo. La generación del 27 se enamoró de Góngora y produjo una prosa tan vacua
de palabrería que aún hay eruditos que pierden el juicio intentando
descifrarla, o abarcarla. Cada momento del día, en cada lugar de España, en cada país de
América, hay un alcalde, consejero, viceconcejal, caudillo, presidente
vitalicio, académico, preboste, pronunciando un discurso, más o menos florido,
más tosco o más recamado. Hasta un tirano tan desabrido como el
general Franco segregaba discursos suficientes como para llenar una hilera de
volúmenes en la biblioteca pública a la que yo iba de niño. El cantante Antonio Molina me contó hace
muchos años que asistió al primer discurso de Fidel Castro en un teatro de La Habana, y que duró tanto y
estaba el público tan apretado que se meó tres veces sin moverse del sitio.
Así que al escritor en español le cuesta mucho poner a punto su detector de
palabrería. Debería uno palidecer cada vez que un lector bien intencionado lo
elogia por escribir muy bien. Escribir
bien es pedirle a la inteligencia el nombre exacto de las cosas. Pero ni
siquiera el gran Juan Ramón Jiménez fue siempre inmune a la palabrería.
Para un Epígrafe
Escribir bien es pedirle a la inteligencia el nombre
exacto de las cosas.
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