sábado, 13 de diciembre de 2014

Una historia sobre los orígenes de La Pequeña Venecia del Coquivacoa



UNA HISTORIA SOBRE LOS ORÍGENES DE LA PEQUEÑA VENECIA DEL COQUIVACOA

"De mi pueblo, de Cuenca, si, del pueblo donde naciera yo mismo, hace ya bastantes años, de allí es también mi capitán, Don Alonso de Ojeda. Era mi señor y es mi amigo, hace muchos años, hube desde muy joven, de vivir la fortuna de acompañarle, a él a mi señor y mi amigo, en la ruta de las Indias. Cuando zarpa una nao, en la corriente mansa del Guadalquivir, uno ni sospecha lo que habrá de depararle la fortuna, o cuales han de ser los designios del Creador. Cuando me tocó ir con el almirante Don Cristóbal Colón, era casi un niño y hube de aprender en uno de sus barcos lo que significa la mar. Muy joven era, si, también así mi capitán y mi señor, éramos jóvenes pero yo ni calificaba para grumete, mas debo deciros que mi espíritu era como lo es hoy y tal y como lo será hasta que se calcinen mis huesos, he sido siempre un apasionado del saber, porque desde siempre quise tener a bien, conocer, descifrar, averiguar la verdad de todas las cosas, interesarme por todo aquello que pudiese ayudar a orientarse a un marino en los insondables caminos del mar, las rutas, los senderos, como detectarlos en los pergaminos o sobre la rasa mar, en los laberintos de la mar tenebrosa, de esa que se encrespa en gigantescas olas barriendo la cubierta de las naos, de la que es capaz de arrastrarte para siempre hacia su abismo sin fin, o de la que se pierde en la oscuridad de la noche y la sientes rugir, suspirar, temblar bajo la arboladura, pero no puede ser alguno discernir si te acercas hacia un cráter abrupto o si acaso se difuminan las aguas en el horizonte, como puede ocurrir con la luz y el ancho lote denso de la mar océana en los amaneceres... Cuando nos alejamos de España, quiso la buenaventura que fuera el mismísimo Don Juan de la Cosa quien me aceptara para trabajar con él, como aprendiz y dibujante sobre sus incontables cartas y pergaminos. El habría de instruirme en los secretos de la soledad del cielo y del lenguaje de las estrellas, el latido de las constelaciones y la posición de los astros celestiales al amanecer o a la media noche, las cartas astronómicas eran el lenguaje del cielo, como el destino pareciera ser el del viento que lleva la mar de un lado a otro, como la luna con su influyente atracción en el pleamar y el subir y bajar de las aguas, y la ubicación del sol, que es siempre capital y lo fui aprendiendo, todo,  poco a poco, todo cuanto podía dibujarse e indicarse en aquellas cartas marinas, en liencillos y telas burdas y en pergaminos y sobre cueros de animales, mapas pintados durante horas para señalar el curso de las naves y su relación con las islas, las márgenes de la tierra, el uso de los instrumentos para medir la altura de las montañas en tierra firme, la distancia de los recodos, la emergencia de ríos hacia el mar, uno tras otro, como los días de mi vida, los secretos de las cartas marítimas fueron traduciéndose para mí en los tiempos cuando era aún muy joven para ser un grumete eficiente, cuando contaba con la amistad de mi capitán Don Alonso de Ojeda y escuchaba las indicaciones de nuestro sabio cartógrafo de la Cosa... Cuando levamos ancla en Santa Catalina, paréceme que fuese ayer, aquel veinte de mayo, pero a fe mía que la fecha no es de mucho valor, pues ni Don Juan, ni maese Amerigo, ni mi capitán hubo de preocuparse mucho en el momento cuando zarpamos, quizás porque íbamos derecho hacia la gran Canaria y allá habríamos de esperar un tiempo. Grande fue mi suerte pues estuvimos en tierra cuanto quisimos mientras las naos se abastecían y fue en ese puerto donde comencé a crecer, ahí hube de hacerme hombre en las tabernas, con mis nuevos amigos, tenía que ser marinero, así mientras los pañoles se iban llenando, y trabajábamos calafateando la sentina, hasta el día de zarpar, en aquella tierra negra y pedregosa fui dejando atrás mi niñez, todos mis recuerdos y con ellos hube de paladear el deguste de los primeros sabores del amor. Cuando las naves henchidas de provisiones surcaron las aguas para lanzarnos hacia el mar tenebroso, debo decir aquí que yo estaba más que tranquilo, iba feliz, pues sabía que mi amigo estaba al frente, iba con nosotros mi capitán, él, Don Alonso, habría de ser nuestro mejor guía, él era cual una tea ardiendo en las tinieblas, un fanal, el capitán Ojeda demostraría ser la estrella que habría de conducirnos en medio de un extraño mundo, por el rumbo correcto, y no nos importó cuando al tronar la tempestad la lluvia escupiese dardos helados contra el velamen rasgado, aunque el bajel se meciera de un lado al otro, aun cuando hendiera la mar con su prora exponiendo nuestras vidas, a punto de ser tragados por la furia de las aguas, en la mitad de aquellas ráfagas de agua salada y viento, nuestro barco girando en completo movimiento circular, ante el huracán iba arrastrando el mar sobre nosotros, las velas desprendidas, al momento de ver las estrellas girando en el firmamento, era para imaginar que era una ilusión el ir fabricando líneas de fuego, creando chispas en los mástiles, refulgiendo aquellas conchuelas centelleantes y ver los fuegos arder sobre trinquetes y mensana. Todo eso y más aconteció y sobrevivimos, los fuegos de San Telmo se opacaron, todo hubo de ceder y tantos extraños acontecimientos como hube de vivir, siempre fueron sucedidos por la calma, por el viento suave, o el sol brillante, que seca, que hierve, que reconforta y que en la calma chicha escuece y escalda la piel cuando la sed nos abrasaba, y el agua casi no existía y la carencia de frutas y de comida fresca llagaba nuestras bocas, con la tripulación aterrorizada, persiguiendo las ratas, ante el pánico de quedarnos sin bastimento, todo fue remplazado por el verdor de la esperanza al ver las costas esmeraldinas cuajadas por un exuberante renacer de brotes y plumas con miles de tonos de verde y de amarillo y rojos centellantes, todo un mundo nuevo con frutos dulces de plantas extrañas, gigantescas plenas de aves canoras, con arboledas tupidas hasta crear impenetrables montañas de selvas llenas de animales nunca antes vistos, así mi capitán Don Alonso de Ojeda, nos condujo hasta esas tierras que vinieron a ofrecerse ante nuestros asombrados ojos...  Después regresamos a la mar. Días y noches transcurrieron desde que nos separamos de la costa, despuntaba el sol cuando desde las jarcias en la cofa gritó uno de los grumetes y desde ese instante todo se transformó en un subir de foques y arriar el velamen, era la mañana del veinticuatro del mes de agosto del año de gracia de mil cuatrocientos noventa y nueve, cuando protegidos por nuestro santo patrono San Bartolomé, en aquel amanecer, que no puede borrarse de mi mente, con nuestro capitán en cubierta, oteando hasta ver como flotantes melenas, agitados penachos de plumas azules en la costa y aceptar que aquellas cabelleras móviles no eran otra cosa sino árboles de palmas y entre ellos, las viviendas sobre el agua, las casas suspendidas en estacas, algunas muy en alto y bajo las casuchas, cada vez más nítidas, do las olas iban lamiendo las retorcidas patas de madera, iba y venía el agua entre las casas y sobre el oleaje, frente a las palmeras, ascendían y descendían barquichuelos sin velamen, oscilando, ondulando, sobre las tranquilas aguas, serenas, luego de tantas semanas de olas tumultuosas y vientos silbando en tormentosos fragores, aquel era un remanso, con tonos azules y verdes y de un índigo impreciso do brillaban acerados, los destellos de luz solar que pincelaban las casuchas sobre las olas hendiendo los penachos del palmar. Tal cosa vimos y mi señor y todos nosotros contemplamos desde lejos a aquellos hombres y aquellas mujeres desnudos, como animalitos de Dios, quienes seguramente nos miraban con tanto asombro como el que sentíamos nosotros divisándolos a ellos, plenos de curiosidad...
Bordeando la costa, con las velas al pairo, lentamente avanzábamos, cuando penetramos en una estrecha boca donde el manso oleaje se transformaba en una laguna inmensa de una quietud sorprendente, sus aguas eran tan tranquilas… Mi señor y amigo el capitán Don Alonso de Ojeda, le dio a la laguna y a la población levantada sobre las aguas por aquellas extrañas criaturas, el nombre de San Bartolomé, para recordarles a todos,  que fuera un 24 de agosto del año de gracia de 1499, cuando anclamos ante las casas construidas sobre estacas hincadas en la tierra del fondo de la laguna do se mecían continuamente las canoas y cuyo acompasado movimiento era seguido por el vaivén de los penachos de las palmeras en la costa de arena blanca. 
“Al hallarse de pronto con un lago de seda se quedó sorprendido Don Alonso de Ojeda”... Así lo relataría Udón varios siglos después. 
Cuando el ancla se afianzó en el fondo arenoso, los botes descendieron y buscaron apoyo en las aguas en movimiento, frente a aquellas viviendas plantadas sobre estacas encima de las aguas, vimos correr a las criaturas como animales asustados y algunas se lanzaron chapoteando a las aguas... Desde el puente mi capitán señaló la costa, era el momento para decidirse y descender de la nao, era el instante de poner pies en tierra firme. Vive Dios, que las falúas a golpes de remo fueron acercándose a las casuchas y bordeándolas, entre los agudos chillidos de sus inquietos moradores, llegaron hasta la orilla de blancas arenas y mi capitán hubo de mojarse hasta el pecho y su capa y su peto protector y sus largas botas resudaban agua cuando comenzó a avanzar hundiéndolas en la arena, espada en mano, y sus hombres descendieron y con curiosidad se fueron acercando a aquellos seres desnudos, quienes también se les acercaban con extrañeza, tranquilos, sin temor de que resultase un encuentro sangriento, mientras desde el puente Don Amerigo y micer Juan de la Cosa, con este servidor les veíamos con mucho miedo y asombro...
“El cacique de carne desde el vecino cerro  vio salir de las aguas unos hombres de hierro”.Así lo relataría Andrés Eloy unos siglos después...
En las cartas dibujadas por el maestre Juan de la Cosa y por micer Vespucio, me tocó perseguir el curso de las líneas que ellos iban creando, detalle por detalle, con todas las irregularidades de la costa pedregosa, los márgenes de las tierras arenosas, la confluencia de las aguas de ríos y de manglares y la tierra y el cielo siempre limpio, hasta marcar allí, ante el horizonte, el golfo de Venecia y un tanto más allá el poblado de Maracaybo y todo el contorno de una inmensa laguna imposible de circunvalar totalmente porque habíamos de regresar hasta el cabo de La Vela para zarpar hacia La Española...  Al regresar del lago de las aguas tranquilas, mi capitán Don Alonso de Ojeda tomó la sabia decisión de navegar hasta el cabo de la Vela no sin antes tomar algunas hermosas nativas de belleza notable y de muy buena disposición, quienes nos acompañaron en el viaje de regreso hasta la Española, puerto al cual arribaríamos a finales del mes de agosto del año de gracia de mil cuatrocientos noventa y nueve.

Hay quien ha querido darle un entorno bíblico al hecho acaecido tantos siglos atrás, y en esa tónica diría, quizás queriendo imitar al amigo del capitán Alonso de Ojeda: hete aquí que entre aquella recia estirpe de conquistadores, venía un florentino soñador quien se quedó extasiado ante las rústicas casas construidas sobre las aguas de la laguna, unidas por puentes, habitadas por criaturas salvajes, sobre aquella masa líquida ondulante y el hombre recordaría entonces a la Reina del Adriático, se acercaría a su discípulo el joven cartógrafo Juan y entre ambos, allá, en aquel comienzo mismo de los tiempos que vendrían a ligar a Europa con el Nuevo Mundo, los hombres comenzarían a dibujar los perfiles de un continente que con los años y los siglos habría de llevar su nombre, el del cartógrafo florentino, el amigo italiano de Don Alonso de Ojeda, el capitán Ojeda, jefe de la expedición, quien llevase su nao hasta aquella laguna de quietud sorprendente, la pequeña Venecia del lago que los indios llamaban Coquivacoa, un puntito de tinta en los mapas, un sitio preciso que con el correr del tiempo se extendería para regalarle su nombre a toda una nación... 

 Yo te puedo poner al tanto de lo que dice algunos que se las dan de historiadores, porque vos bien sabéis que de esa jaiba no todo el mundo sabe, pero es mucho el que se las echa de gran cacao, veréis, algunos hay por allí que dicen, afirman, que el capitán Don Alonso de Ojeda se metió en el lago y se fue barloventeando hacia el sur. ¡Inmaginate vos lo que relampaguearía el Catatumbo en esos tiempos!, bueno, dicen, ¿veis?, dicen que cogió pal sur, te garantizo que no sería nada más venteandito por así decir, vos sabéis como son los marullos del lago y pal sur con el cielo encapotao es como uno mejor lo ve, en la noche, brilla y rebrilla el relámpago, toda la noche ese relampagueo y a mí me parece, fijate que te digo así porque no me consta, ¡no puedo estar seguro, faltaría más!, dicen que Ojeda, fue llegando hasta las bocas del Catatumbo, dizque hasta allá llegó el capitán en su barco y se metió  río arriba, por esa corriente terrosa en contra del correr de las aguas, eso dicen, hay otros cristianos que niegan esa jaiba, vos veis como siempre, es la corriente y la contracorriente, bueno te decía que Ojeda dizque remontó el Catatumbo y la expedición iba río arriba, de lo más tranquila, cuando de pronto les llovió una flechamentazón,¡flechas primo!, flechas cortas de macana negra, las primeras flechas que los motilones les mostraron a los hombres blancos y les venían lloviendo desde los dos lados del río...

Resulta que, España tendría que hacerse cargo de la región donde estaba aquella idílica Venecia chiquita, en el lago Coquivacoa, y España decidió que fuesen otros quienes se encargasen de aquel territorio por lejano, por misterioso, por extraño, en fin, porque les dio la gana y quiéranlo o no, para la época era un decir común, nadie lo dudaba, el rey entro a comerciar las nuevas tierras con banqueros alemanes: los Fugger habían depositado cientotreintamil florines para garantizar las obligaciones del soberano, aquel joven prognático que ni sabía hablar en castellano pero era su majestad, el melancólico muchacho que recientemente había pasado a ser rey de España y emperador de Alemania.   Más cierta aún era la especie de que el poder económico de Los Fugger tenía una oposición muy grande por parte de la Casa de los Welsers, la de los ricos Welsers denominados también los Belzares, señores banqueros de la misma ciudad de Baviera, empeñados en hacer un gran negocio con el joven soberano. Y en tanto que Los Fugger se enfrascaron en empresas políticas, los Welsers recibirían el contrato de la Capitanía de Venezuela en tierras del Nuevo Mundo. Así que de esta manera fue como Jorge Enhinger y su primo Ambrosius, con Enrique Sayler fueron ricamente gratificados por el rey y ellos recibirían todo el poder para hacer esclavos, levantar fortalezas, rescatar el oro de las tierras, descubrir y conquistar y poblar ciudades, sin dar el quinto sino solamente un diezmo por toda arroba de oro que pudiesen atesorar en el término de diez años... Fue precisamente por ese entonces, cuando su serena majestad, el muchacho aquel de la mandíbula prominente, el joven Don Carlos, les otorgaría plenos poderes a Los Belzares para que gobernasen aquella provincia del Nuevo Mundo, en los remotos tiempos cuando La Pequeña Venecia del Coquivacoa  ya le había cedido su nombre a toda la Capitanía General.  

Habría de llegar a la ciudad de Coro como representante de los banqueros germanos micer Ambrosius Enhinger, quien había nacido en Ulm, a orillas del Danubio y venía desde Santo Domingo micer Ambrosius Enhinger el día ocho de septiembre del año 1529, cuando decidió desembarcar en la costa occidental del golfo, en una plácida playa bordeada de palmares cerca de los linderos que dibujara  Juan de la Cosa en sus cartas, los que aparecían como las tierras a la entrada del lago de Coquivacoa.  Ambrosius Enhinger exploró las riberas del lago y decidió levantar una pequeña fundación al lado de la ranchería de los indígenas, la misma que conociera el capitán Don Alonso de Ojeda cuando casi treinta años atrás descubriera aquel lugar que iba a darle el nombre a un país. Ambrosius Enhinger, nombrado Adelantado en Venezuela por su majestad Carlos V rey de España y emperador de Alemania, quien en realidad era el dueño y señor de aquel territorio que se extendía desde Maracapana hasta el cabo de la Vela en la Guajira. Más era Enhinger quien llegaba a la tierra de gracia, era el alemán pelirrojo que vio transcurrir su infancia ante las aguas del Danubio, Enhinger uno de los más aguerridos conquistadores de los Welser o Belsares, el arrojado micer Ambrosius. 
Habría de llegar micer Ambrosius Enhinger, a la ciudad de Coro como representante de los banqueros germanos y en aquella pequeña que era ciudad cabeza del Obispado de la región, él tras haber ordenado los oficios religiosos y poder empaparse de la vida y padecimientos de los pobladores de la ciudad, decidió marcharse, cambió sus planes para irse hacia Maracaybo decidido a establecer por allá, en La Pequeña Venecia del Coquivacoa su cuartel general. Ya en Maracaibo,  el temido capitán Enhinger, haría edificar varias casas para proteger a las mujeres y los infantes que acompañaban su expedición, y se mostró alarmado micer Ambrosius cuando observó el trato que los indígenas varones les dispensaban a sus mujeres, y defendió airadamente a las indígenas del lugar, de manera que quiso prohibirles el ejecutar los duros quehaceres que sus maridos les requerían, y sacudió de sus chinchorros a los indígenas quienes reposaban sonrientes, conversando y bebiendo chicha fermentada en medias taparas, descansando de sus labores tradicionales de caza y pesca. Cuando los indígenas de la ranchería de Maracaybo comenzaron a entender a micer Ambrosius y a quererlo y a plantear ante él las calamidades que se les venían encima, entonces el alemán pelirrojo transformó las edificaciones mayores en un hospital pues el clima ardiente y las aguas contaminadas habían enfermado a una buena parte de sus gentes, y dispuso que se tratase bien a los enfermos aunque fuesen indígenas. Desde ese entonces,  Enhinger no dejaba de pensar en la ciudad del oro e indagaba sobre su paradero, preguntaba por las rutas para llegar hasta ella, averiguaba entre los pobladores de aquellas tierras bordeadas de palmeras quienes habitaban en casas sobre las aguas de la laguna que los indios llamaban Coquivacoa, la misma que Don Alonso de Ojeda y Américo Vespucio descubrieran a la entrada del golfo de Venezuela, pero solo historias inverosímiles escuchadas por algunos indígenas a los ancianos de la tribu logró extraer de ellos micer Ambrosius, relatos confusos sobre ciudades en lejanos y montañosos parajes, señalados siempre hacia el sur, o hacia el brumoso y relampagueante poniente ignoto. Así un mal día decidió micer Ambrosius Enhinger  seleccionar ciento ochenta hombres de armas y dejar aquellas tierras para internarse en las montañas y serranías hacia el sur y hacia el oeste. Cuando partieron, él esperaba llegar al menos hasta los fértiles valles de la región de Upar. Micer Enhinger y sus hombres cruzaron los valles y se aproximaron hasta las riberas del gran Magdalena el año de 1531 pero los zancudos y las fieras, las diarreas y las fiebres, en aquel calor sofocante ya había diezmado a más de la mitad de la expedición. Fue entonces cuando enrumbaron hacia el sur adentrándose entre montañas hasta el páramo de Rivachá donde micer Ambrosius atacado por los indios habría de morir tres días después de ser flechado en el cuello. 
Micer Ambrosius esperaba lanzarse a la búsqueda de las riquezas que decían existir más allá… Seguramente fue también en aquel entonces cuando escuchó Ambrosius Enhinger de boca de algunos indios la historia del país de los Chibchas, los salvajes indígenas que fundían el oro en fraguas especiales, quienes tenían su reino en las serranías, más allá de unos picachos nevados, al oeste de Maracaybo.  En ese entonces, micer Ambrosius se entusiasmaría con los relatos fantasiosos y tomaría la decisión de partir hacia el sudoeste para adentrarse en la selva y cruzar montañas y ríos porque estaba seguro de que iba en pos de algo muy grande, de que iba persiguiendo un imperio dorado fuera de la comprensión de quienes le rodeaban, algo jamás soñado por sus amigos allá lejos, aquellos quienes habitaban el mundo civilizado, quienes vivían cruzando la mar oceána, en su patria ... Sudoroso, Ambrosius recapitulaba sus andanzas a través de la intrincada selva, vadeando ríos, chapoteando en las ciénagas, aguijoneado por nubes de mosquitos arribando ya a las orillas del caudaloso Magdalena, cuando el dolor de aquella flecha que le atravesaba el cuello de un lado a otro era espantoso, pero él respiraba y sudaba frío y pensaba en las serpientes y en los indios que se acercarían de nuevo y en tantos hombres como ha visto caer en su peregrinación, su búsqueda infructuosa, su obsesionante ciudad del oro, el dorado metal que él no la ha visto nunca, tal vez oculto entre la enmarañada selva, detrás las montañas, desde los fríos páramos, nunca ha vislumbrado un destello dorado, y escupe sangre, el alemán pelirrojo maldice en silencio, guturalmente y sus ronquidos semejaban los estertores de una fiera herida de muerte. Tres días después,  su cuerpo se ha hinchado por el veneno de la flecha, tres días después todavía se retuerce de dolor pero ya ha dejado de gritar micer Ambrosius quien agoniza como un condenado...

Transcurrirían diez años cuando ya muerto el Adelantado Jorge Spira, vendría a ser el Señor Obispo Rodrigo de Bastidas en su condición de nuevo gobernador de Venezuela, él precisamente, habría de ser quien le daría a Pedro de Limpias la orden de acabar con todos los indios del sector. Después de la masacre de Pedro de Limpias, con el correr de los años, vendrían Don Alonso Pacheco en 1569 y Pedro Maldonado en 1564 para refundar otra vez un poblado y unas casas y una iglesia, sobre el mismo sitio donde  dejara micer Ambrosius a sus hombres y mujeres enfermos antes de irse desesperado a buscar la ciudad del oro, estas cosas son las que dice la historia sobre los orígenes de la ciudad del fuego junto al lago de cristal. Y no sería sino muchos años después, quizás la mañana del día veintiséis de junio de 1607 cuando los españoles lograsen dominar a los caribes que poblaban la laguna y las inmediaciones de Maracaybo. El capitán Urtiazola tras las dunas esperaba la señal y en la oscuridad de la noche cercó a la tribu de los indios zaparas por orden de su jefe el capitán Don Pedro Maldonado y tras la señal fue un solo griterío y humo de mosquetes y sangre hasta la salida del sol. Desde ese triste momento, culminarían las guerras con las tribus indígenas de la gran laguna.
El 23 de diciembre del año 1642  llegaron en once bajeles, más de mil soldados de su Majestad capitaneados por William Jackson y penetraron en la boca del lago de Maracaibo.  En un arcón, el capitán inglés guardaba la carta con un gran sello lacrado en la cual se estipulaba que se le confería toda la autoridad del gobierno de las Islas Británicas y todas sus habilidades de avezado pirata, para atacar, saquear, incendiar y expoliar hasta donde le fuese posible a la ciudad de Maracaibo en la costa occidental del Golfo de Venezuela. Hacía un fresco agradable pero había poca gente en las calles aledañas a la plaza frente a la iglesia de los frailes cuando un grupo de más de cuarenta hombres del mar comandados por el propio Jackson, desembarcaron a un par de kilómetros del puerto y se acercaron por calles laterales hasta la plaza fuerte.  La sorpresa fue tal que la guarnición casi los deja entrar sin disparar un mosquete.  Aquel tropel de fieros marineros blandiendo sables y escupiendo fuego, penetraron violentamente en el patio y en un santiamén tomaron posesión de los cañones para hacer volar varios barriles de pólvora y pasar a cuchillo a todos los soldados del rey. La explosión y el tañer de las campanas alertó a la población que escapó desesperadamente hacia los bosques vecinos y se refugió en los hatos lejanos presintiendo la pesadilla que se iba a dar porque no era la primera vez que los maracaiberos tenían que escapar del acoso de los feroces piratas.  Las crueles torturas en la plaza mayor se prolongaron hasta el día primero de febrero del siguiente año, cuando cargando con diez mil ochocientos patacones, las campanas de la iglesia, piezas de cobre y de bronce y cuarenta piezas de artillería, los bajeles del pirata Jackson zarparon hacia el sur, rumbo a Gibraltar.
Juan Daniel Nauss apodado el Olonés estuvo en tierra tan solo quince días. Desembarcó al norte de Maracaibo y atacó por tierra el castillo de San Carlos para someter a sus defensores después de tres horas de fuego cerrado.  Luego vendría la operación de desmantelar los dieciséis cañones y llevarlos hasta la playa para desde allí, destruir la fortaleza a cañonazos para evitar represalias cuando después de visitar y saquear a la ciudad, abastecido con la carne tasajeada de 500 vacas gordas, el Olonés zarpó hacia Gibraltar en busca de más oro y más sangre. Al volver de regreso a la ciudad, casi todos los habitantes habían escapado, muchos de ellos por el lago hacia Gibraltar y desde allí hasta los Andes.  Los que se quedaron, fueron torturados para que revelasen donde estaban los dineros y las prendas propias y de los vecinos, ellos presenciaron el saqueo de las casas y de las iglesias, sacaban a la calle los ornamentos, las estatuas, los arcones, sillas, cuadros, camas y armarios se apilaban en la plaza mayor ante la iglesia y con las bancas y las imágenes de los santos ardieron en una inmensa pira  mientras desde la torre caían con estruendo las campanas... El botín fue de más de un millón de patacones en monedas y en joyas y minuciosamente los 150 hombres registraron todos los hatos y caseríos cercanos a la ciudad y fueron trayendo muchos prisioneros.  La mayoría eran ancianos, mujeres y niños pequeños y el feroz francés no tuvo piedad, los torturó a todos por igual, inmisericordemente para conseguir hasta la última moneda escondida en la ciudad, antes tranquila rodeada de apacibles palmeras, ahora ensangrentada y de luto luego de dos semanas de horror.  

Un año después, el día 17 de junio del año 1643, el soberano de la Corona Española firmó una Real Cédula, por la cual autorizaba la construcción de una fortaleza, para la defensa de la ciudad de Maracaibo, a la entrada del lago, necesidad creada ante el acoso de los piratas y de los indios.  El puerto podría así ser visitado por bajeles y naos procedentes de Cartagena en su ruta hacia la Española y en especial, para que las embarcaciones que venían desde Gibraltar en el sur del lago, pudieran tener seguridad para descargar en el puerto el cacao de las montañas, el tabaco de más allá de las cumbres nevadas, venido desde Barinas y la harina y la sal y tantos otros productos de tan feraces tierras. Las bodegas de las embarcaciones se iban llenando en el puerto donde además se podían calafatear y reparar los barcos en la tranquilidad de las aguas de la mansa laguna. Protegido el puerto y la ciudad por la fortificación en la entrada del lago, sería más fácil repeler los ataques de los fieros quiquiriquíes a quienes luego habrían de llamar los indios motilones. Temor no infundado sentían especialmente quienes sobrevivieron a los desastres de año de 1600 cuando Gibraltar fuera arrasada por más de quinientos salvajes, quienes se presentaron por el lago en más de ciento cincuenta canoas, para atacar, saquear y reducir a humeantes escombros lo que hasta ese momento fuera una ciudad próspera. Sus moradores, sometidos a sangre y fuego, vieron como los indios se llevaron cautivas a muchas de sus mujeres, por lo que poco tiempo después se armó una expedición para castigar a los fieros salvajes, pero todo fue en vano, tan solo en 1606, 1608 y mucho más tarde en 1617 fueron provechosas para los blancos estas incursiones castigadoras debido a la fiereza de los indios, quienes con el tiempo se fueron retirando al comprender que era un atrevimiento invadir los territorios ocupados por los blancos españoles invasores. Cosas casi todas estas cosas fueron conocidas a través del cronista Fray Pedro Simón quien en 1612 estuvo en Trujillo de Venezuela y pudo entrevistar algunos sobrevivientes de la tragedia del año 1600 y relataría la historia de la Santa Reliquia del Cristo que fue asaeteado por lo fieros quiriquires y que ha sido objeto de un detallado estudio publicado en la Editorial Universitaria de Maracaibo por Luis Alberto Unceín Tamayo en 1969.
Parcialmente modificado de la novela “La Entropía Tropical”
de J. García Tamayo,                                EDILUZ, Eds, 2003

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