DISCURSO DE CLAUSURA DE LAS
XXXV JORNADAS NACIONALES DE LA SOCIEDAD VENEZOLANA DE ANATOMÍA PATOLÓGICA
Diciembre,
1991.
Tres de mis queridas colegas,
encargadas del Comité Organizador de estas Jornadas de la Sociedad Venezolana
de Anatomía Patológica, me escribieron una carta hace un mes, instándome a
decir unas palabras y me pidieron de manera especial que tratara de expresar un
mensaje de optimismo. En la
Venezuela de hoy, este pedido es casi una quimera utópica,
pero yo hice un esfuerzo por complacerlas, entre otras cosas porque las quiero
mucho y por ello, escribí estas palabras que resumen algunos de mis deseos
referidos a nuestros jóvenes patólogos...
He pasado un rato buscando ideas
gratas y me ha tocado el ponerme a pensar en que ya tengo más de dieciséis años
viviendo aquí en Caracas y que de donde yo vengo, que no es de mis soledades,
hace ya casi treinta años que me inicié como patólogo. ¡Son unos cuantos años!
Por eso, en este momento, más que decir lo que pìenso, debo expresar lo que
siento...
Por extrañas circunstancias del
destino, (pudiera parecer un desatino revolver tantos recuerdos en penumbras),
pero así fue, hace años ya que me alejé de la tierra infeliz de los palmares,
donde a lo lejos está esa luna que se encumbra y un cielo azul de porcelana
alumbra, y en el lago, la onda medio caliente, entumecida, coronada de espuma,
continúa soñando melancólica. Apartado de aquella extraña medianoche de las
regiones índicas, he vivido mirando al Avila empinado, entre edificios, humo y
algunos techos rojos y hasta una blanca torre y al fondo las azules lomas que
aún muestran bandadas de tímidas palomas; entre el follaje exuberante, hay
ahora, diminutas ranitas silbadoras y en un instante ellas provocan que la
noche gire en el cielo y cante. Todas estas cosas me hacen reflexionar y me
pregunto si en este andar cotidiano por
el trillado sendero de la ciencia, no habrá llegado para mí el momento de regresar...
Resuenan en mi mente las estrofas del bardo, aprendidas en mi bachillerato
caletrero por la gracia de Dios. “Es
tiempo de que vuelvas, es tiempo de que tornes”...
Los afanes, las cuitas y la faena del
diario trajinar, frecuentemente nos impiden meditar un rato y algunas veces,
hacer introspección, reflexionar, es necesario y además es grato. Pienso que
existe en esa entrega a la vida académica, a la obsesiva lucha por la
investigación, al amor desmedido por la Universidad y al hecho de convivir con quienes
año tras año salen de nuestras manos, una parte vital de mi renuncia al lar.
Son muchos jóvenes los que hemos amasado queriéndolos moldear como patólogos,
presentándoles quijotescas opciones, enseñándoles, en una pose a veces francamente
anormal, el cómo renunciamos un poco a lo que antes quisimos en pos de un ideal
y desbarato encajes para tomar a cada rato el hilo de sus vidas, hebras que se
entrecruzan, telaraña de hilazas, como las describiera en Rayuela Cortazar, y
regreso al despertar del sueño, para en un socavón tener la dicha cierta, de
que me estoy bañando en la savia de mis discípulos, como Sigfrido debajo del
dragón, sin hojarascas interpuestas...
I es que hoy en día parece estar
vigente más que nunca, aquello que nos dijera Andrés Eloy:
“Lo
que hay que hacer es amar lo libre en el ser humano, lo que hay que hacer es
saber alumbrarse ojos y manos y corazón y cabeza y después ir alumbrando.
Lo
que hay que hacer es dar más, sin decir lo que se ha dado, lo que hay que dar
es un modo de no tener demasiado y un modo de que otros tengan su modo de tener
algo. Trabajo es lo que hay que dar y su valor al trabajo”.
Aquí, en el trabajo, he tenido la
fortuna de cosechar a la sombra de nuestra querida Universidad Central y con un
grupo de patólogos soñadores, los frutos de muchos jóvenes médicos, sus
triunfos, sus avatares, el padecer sus pesares, queriendo en todo momento
disipar sus nubarrones, que llegan solos, con frecuencia cuando estudiantes y
después en el correr expectante de sus vidas, esos ríos que van a dar a la mar,
porque hay días de resaca, y en ocasiones las corrientes pueden ser
tumultuosas, y no obstante, es allí donde está lo estimulante, en el saber que
tras de cada nublado hay un lucero y que aunque se doblegue por la ruda
tormenta sacudido, florece hasta morir el limonero...
Florecer es amar. Nuestras vivencias
de la especialidad, no difieren de las de los patólogos de la América hispana, desde
México hasta la Patagonia,
incluyendo al Caribe y a Centroamérica nuestros problemas terminan siempre
siendo variaciones sobre un mismo tema. Tal pareciera que necesitamos regresar
al Arielismo de Rodó al observar ante nosotros el avance desmesurado del
pragmatismo, el brillo de los ídolos del norte, y esa anhelante persecución por
los bienes materiales, cuanto valen los riales?, y sentimos la moral
claudicante en desmedro de la vida interior. Ante los embates de Calibán, las
ideologías derrumbadas parecieran estar como la sombra del cuervo de Edgar
Allan, ellas del suelo quizás nunca se levantarán... Pero, hay que tener fe.
¿En que y porqué? Vuelvo y repito. Florecer es amar. Año tras año, al escuchar
el murmullo de la germinación, en las Jornadas, al ver trabajos de
investigación que surgen de la nada, al escuchar a algunos de nuestros
residentes, al sentirlos progresar año tras año, al despedirlos en diciembre,
pareciera que son algunas veces tiernos brotes, flores que se abren, y son esos
retoños, los que cada vez hacen parecer más cercano ese ideal que uno tiene en la
mente...
Yo voy a decirles lo que yo quisiera,
muy sinceramente...
Yo quiero patólogos que todo lo
indaguen, que entiendan de historia, que aprecien la música, yo quiero
patólogos que todo lo sepan, que sientan el soplo de la poesía, que escuchen a
Mozart, a Bach y a Ilan Chester, que todos los días cuando lean la prensa les
duela la patria, que al diagnosticar un tumor muy malo, de esos que no saca
cualquier cacha e palo, tengan siempre en mente que ustedes trabajan para ese
paciente, sin falsos alardes, sin echonerías, estudiando mucho, con tanto tesón
y tal gallardía que en todos sus actos se irradie alegría.
Patólogos quiero que bien se
conozcan nuestra geografía y la idiosincrasia de nuestras regiones, que capten
del hombre común de esta tierra de gracia sus entonaciones. Yo quiero patólogos
que sepan de beisbol y literatura, que tengan buen juicio haciendo el
diagnóstico diferencial entre Omar Vizquel y Luis Aparicio, que capten como un
testarazo de Hugo Sánchez es una cosa tan hermosa como una salpingitis ístmica
nodosa y que si han de enfrentarse con un tumor que es grado III, lo sepan
precisar como si fuese una canasta triple del mago Sheppard, ves?
Quisiera patólogos que se
entusiasmasen y se llenasen de emoción al ver publicados los resultados de sus
trabajos de investigación, que les guste Chaplin, Agua Santa y la Bassinger catira y que
disfruten por igual de una película de Bertolucci que de un filme de Kurosawa
Akira; que consideren de los escritos de Santa Teresa, su mística grandeza, de
van Gogh el colorido de su cielo arlesiano con todo y el dolor de sus
retorcidas encinas y castaños, y que de Héctor Battifora sepan reconocer los
ocres tonos de la diaminobencidina; que sean unos propios expertos en dar
buenos diagnósticos, que sepan de estrategia, de terapéutica y un poco de
logística para que semanalmente discutan y relean la columna de Alexis Márquez
sobre nuestra lingüística.
Quisiera patólogos que se encanten
repasando los textos de Asturias, Lezama Lima y Alejo Carpentier, que no solo
disfruten a rabiar con el Robbins y el Anderson y el Enzinger y Weiss, que
gocen por igual con Carlos Fuentes o con el Gabo García Márquez y que también,
pues claro está, se lean el Baltzakis, y de memoria, bien caletreadita se
aprendan la Santa Biblia
de Juancito Rosai. Confío en que logren entender la austera prosa de la doctora
Dallembach, ojalá que en el Delta, vean sonriendo el reflejo de las casi
setecientas palmeras que plantó José Balza y que tras sus largas medianoches de
vídeo, reconozcan al mago de la cara de vidrio que creó Eduardo Liendo, que
sientan palpitar la inmensidad infinita del Unare tal y como la viviera Armas
Alfonso, y les alcance el tiempo para tener el goce de releer a Uslar y al maestro Gallegos, volver sobre Canaima y
Doña Bárbara, una por una, y así también quisiera que tuviesen la suerte de
disfrutar de la amistad sincera de nuestro hermano mexicano Mario Armando Luna,
que conozcan a Ayala y a Nelson Ordoñez, al singular Carlos Bedrossian y a
varios de nuestros famosos vecinos colombianos como Carlos Restrepo, a Salazar
y a Pelayo Correa, y que sepan que de los patólogos latinoamericanos, el chivo,
o sea, el gran gallo, sigue siendo y será el gran maestro Don Rui Pérez Tamayo.
Yo quisiera tener muchos patólogos
cantantes, pero no de esos que solo lo hacen en sus regaderas, no, yo digo de
los que pegan lecos con emoción sincera y a quienes siempre les sale su coro
como un eco, patólogos que hagan vibrar un aria igual que una ranchera, o un
suave valsecito peruano, que disfruten tanto de un cuatro o una bandola como
del escuchar un concierto de viola y que gocen con un pasaje o un joropo, o una
gaita de cualquier buen zuliano, y claro está, también de un buen polo coriano,
que igual les guste el teatro de Breth que el de Ibsen o el de Cabrujas el
brillante maestro, que se vuelvan expertos en la llamada salsa erótica, hasta
que aprendan tanto como el doctor Mujica, el nuestro, a percibir los encantos
de la ópera.
En fin, quisiera ver a los patólogos
diciendo lo que sienten, gritando lo que quieren, que sean contestatarios,
luchadores sociales, no quiero verlos encerrados en los sótanos de los
hospitales; que entiendan que el secreto de la felicidad estriba en querer con
pasión su trabajo y decir todo el tiempo la verdad; que limen las aristas, que
pulan asperezas... Que perciban y conozcan de frente las luchas, los pesares y
las grandes desdichas de nuestros inocentes y sufridos ciudadanos y que por
ellos batallen sin desgano, les ofrezcan su mano para modificar tantos
entuertos como se ven en el entorno nuestro... Hay un detalle en el que quiero
insistir: al patólogo, nunca le estará permitido mentir. Debe ser vertical y
sin dobleces, sin verdades a medias, sin mentiras piadosas, sin titubear ni
pensarlo dos veces si es necesario reconsiderar una opinión juiciosa.
Concluyo esta jerigonza, transformada
en interminable letanía y no estoy muy seguro todavía si complací el deseo de
mis queridísimas colegas, de no ser regañón y pesimista al hablar un poquito
sobre como yo siento y veo nuestra patología. En el fondo de todo, mis más
caros deseos son para que nuestra especialidad sé enrrumbe por una senda de
perfección gracias a ustedes, los
patólogos jóvenes quienes tienen todo el futuro frente a frente, ahora, cuando
ya estamos casi finalizando el siglo XX, con un ejercicio de la especialidad
cada vez más decente, el cual se hará una realidad cuando nosotros mismos
consideremos a nuestra profesión con mucho más cariño del que le profesamos,
cuando repletos de optimismo avancemos por el claro sendero de quien asume con
valor sincero, que lo importante es trabajar con amor verdadero, no solo
dedicados a la investigación o a hacer diagnósticos certeros, sino a ser más
humanos todavía, para poder sentir y vislumbrar como en la madrugada, bajo un
cielo preñado de luceros, florece cada día, en el solar de cada quien un
limonero.
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