martes, 6 de agosto de 2013

Viena de noche



Viena de noche
Jorge García Tamayo
Al descender por la escalera del hotel me encuentro con mis probables compañeros de la gira nocturna. Una pareja de ancianos y nueve mujeres de edades indefinidas, increíblemente feas, indudablemente mexicanas, lo deduzco por sus cuchicheos e inocentemente pienso. Seguramente son de una escuela, maestras o egresadas de una promoción especial, tal vez el grupo de las feas fueron premiadas y están aquí, paseando, tan lejos de su patria y parloteando, platicando como le dicen ellas, hasta por los codos. Así pensé cuando casi sin preguntarnos nos meten rápidamente en un “autobússette” y nos llevan dando bandazos al sitio de reunión, el lugar de concentración para los turistas, un campo, ¿de concentración?, donde una decena de grandes autobuses nos esperan, y yo me introduzco en uno de ellos para escuchar lo que dice el guía, un flaco desleído quien informa presto por su parlante cual será el idioma que usará en el recorrido nocturno. Llámelo usted “night-tour” si quiere, pero él hablará en holandés y ya me largaba del sitio cuando, claro está, también habló en español. Una ola de gringos con típica apariencia de turistas procedió a descender entonces precipitadamente del bus, seguidamente viene otra ola, pero de japoneses tropezándose entre ellos, con cámaras fotográficas y maletines azules, primero entraron y de nuevo, ahora van descendiendo. Contracorriente ascienden tres jovencitas, evidentemente españolas, pues se les ve llenas de salero y percibo un dejo madrileño en el hablar, entran riéndose, y se han ubicado detrás de mi asiento. Entonces capto una entonación andaluza en la voz de una de ellas y recuerdo al gato Jins, el de las comiquitas de la tele, y ¡que bien!, me digo. Pues dale que te pego, dice una de ellas y ¡con un tono andaluuú! Comprendo al punto que las niñas se han creío que soy del equipo holandés y se han puesto a decí la mar de tonteras, mil locuras con un revoloteo risueño y agitado que percibo detrás de mi asiento... Ozú MariCarmen que pa mí, que hasta el Esperanto habla este tío. ¿Que te has creío tú, andá, ¿Qué no le ves? ¡Que es de Holanda hija! Que sí, pero... ¿Que tal si nos está entendiendo? ¡Ay Pili, que yo me muero de la vergüenza! Tranquilamente yo pongo cara de estúpido y volteo con una mirada perdida mientras reviso la mercancía. “Artículos para caballeros”. Eso llega a mi mente mientras escucho, ¿Os fijáis que es majo el holandés? ¡Que te escucha mujé! ¡Que para mí, este tarao no entiende ni la ache! Es como si fuera sordo y mudo, te lo repito yo Maria José, ¡es un pringao!

El autobúsette, se detiene frente a un restaurante húngaro. Esta será la primera parada de la noche, dice el guía. Descendemos y a tropezones nos colamos entre las mesas y entre las notas dulces de violines y entre gentes vestidas como gitanos, nos movemos en un recinto de aspecto austero con grandes arcos encalados y vigas de madera negra que sostienen el techo. Sobre las mesas con manteles rojos, colocan platos de sopa. Es un caldo humeante. Atisbo y me digo que solo son fideos con pollo, y se me antoja pensar en el difunto pollo, debió darse un baño de pasada en aquellas aguas termales, tal vez se restregó con un cubito de caldo concentrado. Me siento en un puesto al azar. Ando como distraído, todavía sin hablar con nadie y noto un instante después que estoy en una mesa ante una pareja que me parecen holandeses, pero al final terminarían resultando portugueses. No les entiendo lo que cuchichean, por más que intento captar su jerigonza, y repito que para mi, ¡ni papa!. Ante mí aparece y se sienta un joven rubio. Este sin duda es holandés. Eso me digo, mientras todos nos curioseamos en silencio. Los cuatro debemos tener ¡una cara de estúpidos! La parejita cuchichea, se miran y sonríen. ¿Qué cosas se estarán diciendo entre ellos? Miro al catire de frente y se me ocurre que igual, él pensará de mí, e imagino mi cara de imbécil, allí sentado, sin cruzar palabra. ¡Que estupidez! Eso me digo y me pregunto a mi mismo, como para darme ánimos. ¿Que tal? ¿Y si no me da la gana de abrir la boca? Después acepto que todo cuanto sucede debe ser el producto de esta incurable timidez, tan mía... Las mexicanas en la mesa vecina y cantan “cielito lindo”. Los violines zíngaros gimen y lloran. Las tres españolitas le han caído como moscas a un catire gigantón que no habla una palabra de español e intenta hacerse entender en un inglés chapuceado que ellas tampoco parecen comprender. Torre de Babel, Arca de la Alianza, Puerta del Cielo... Después de un largo silencio post pollo húmedo y fideitos, nos levantan cual mansos corderos y sin emitir balidos, trotandito, regresamos al autobús. El vino blanco ha comenzado a actuar, me digo cuando veo que las españolitas se llevan al catire gigante hacia el asiento trasero. Se van para la cocina, esto lo pienso medio soriendo cuando escucho a una de ellas. Si este tío de enfrente no fuese tan pelma, también nos lo agarrábamos, ¿verdad Maripili? Oigo decir. ¡Ay!, ¡y como nos mira! Pienso que todo el asunto es definitivamente anormal y me repito, ¡maldita timidez, esta la mía!
El autobús arranca y va girando y circunvalando en ascenso hacia una gran oscura montaña. Vamos hacia Glizerling, una zona vinícola en lo alto de Viena. Esto le apunta nuestro guía quien nos da la espalda. La noche es negra con un cielo estrellado. El autobús parece desenrollar un ovillo cuesta arriba, gira, cruza, asciende, tuerce y se retuerce hasta que al fin siento que llegamos a nuestro destino. En un caserón de paredes muy blancas y hay un gran patio cubierto de parras con grandes racimos de uvas colgando. Posiblemente es la casona de un gran viñedo, o un Club nocturno, ¿que sé yo? Los amplios ventanales muestran un prodigio de luces allá lejos. Es Viena, abajo, miles de lucecitas titilando y arriba las estrellas y los valses de Strauss sonado todo el tiempo.

¡Tener a Viena a los pies! Bailan y bailan las parejas, tejiendo círculos concéntricos y cuando llegan al centro de la pista, como atraídos hacia un vórtice, se repelen y a la reversa, cadenciosamente regresan, creando nuevas ondas de música ondulante, hasta la periferia de la pista, siempre girando. Hay vino en abundancia. Viena tiembla vuelta un enjambre de luciérnagas en la distancia. Me alejo del grupo un momento, no veo más a las españolitas y a Dios gracias me dogo que ya no diviso ni a una sola de las espantosas mexicanas. Con una cierta desesperanza aguzo el oído buscando un prójimo que hable en cristiano. A mis espaldas escucho hablar en castellano. Una pareja de edad madura dice cosas con un acento que me llena de curiosidad, me es familiar. Decido averiguar de donde son.

Han venido desde su tierra a conocer al novio de su hija. Son panameños. Saludo a la pareja de enamorados que les acompaña. Hay otra hija, le doy la mano, mucho gusto me dice, de momento no entiendo lo que me sucede, mas de pronto lo capto. Ella es. Es ella. La imagen de mis reiterados sueños de adolescente,. La conozco desde toda la vida. La miro deslumbrado, me sonríe, es ella, especie de Liz Taylor cuando joven. Está casada con un suizo y vive en Basilea, y tiene tres niñas, la menor de un año, la mayor tiene diez. Es ella, y yo la miro y no acabo de creerlo. ¡Sin duda alguna! Sus ojos grises de un azul verdoso con suaves tonos indigovioláceos. Su rostro fino, sus labios, su sonrisa. ¡Es ella! La de mis ensoñaciones cuando solo contaba los diez años, ella de mis amores locos de los diez a los quince, ella, la esperada, una imagen en mis sueños imberbes, quizá algún film visto en el teatro Baralt, Louisa May Alcott, la pienso, ¿porqué en mi mente?, pero sí, estoy muy seguro, es ella, la inefable, y mi Liz Taylor me mira y yo siento que me desnuda el alma. Asombrado la escucho, ella me habla. Estoy embelesado. Me relata un asunto sobre los quanta de energía, es un tema que la tiene fascinada, eso me dice y tiene una teoría para poder viajar por las galaxias. Ella es lectora de “El Retorno de lo Brujos”, devoradora de la obra de los lamas, del tibetano que inventó el Tercer Ojo, me dice ser fanática de Teilhard de Chardin. Su viejo padre nos interrumpe, me quiere hablar sobre Ciencias Políticas. A ella le interesa más la glándula pineal, la endocrinología, Don Gregorio Marañón, el tercer ojo de los tibetanos y yo recuerdo que es el mismo de los dinosaurios, el que usaban para mirar los pterodáctilos que graznan en un cielo azul pizarra.

Les escucho conversar, me río, bebo vino, mis ojos no se separan de mi Liz Taylor, su mirada me confunde, ¿será quizás el vino?, sus palabras se escuchan bastante claras, ¿como mis pensamientos? Giran los bailarines, suenan los valses, su mirada de unos tonos magenta brilla, al fin estamos ella y yo, frente a frente...  Todo sucede en las vecindades de una  zona vinícola, me dijeron que estábamos en una típica taberna austriaca. Tajadas de salchichón y embutidos con mechas agrias de col reposan sobre un plato. Ante nosotros hay una jarra de vino, una para cada uno. No ceso de escuchar a mi Liz Taylor. Es un intercambio apasionado de ideas que prefiero imaginar recíproco. Me dice, supongo que tras notar mis miradas de embeleso, que ella es una señora, ya de cierta edad, insiste, me informa que una de sus hijas nació un veintidós de noviembre, ¡oh las coincidencias! ¿Para que sirven? ¿A que se deben? Pues no lo sé, ni me interesan pero siento como floto en el espacio sideral mientras seguímos conversando. Me doy cuenta de que no sé su nombre verdadero, pero eso tampoco me vale para nada, miro sus ojos, y es la mirada que me acompaña desde cuando dejé de ser un niño y se lo digo, por eso me eres tan familiar, puedo jurártelo, yo insisto. ¿Como habrá de tomarlo? ¿Lo aceptará? Ella enmudece unos instantes. No es posible explicarlo. Hay cosas tan extrañas… Nos envuelve una irreal aura ambarina y hablo con todo el desenfado que me provoca el vino. Noche estrellada, llena de música naciendo de violines gitanos, uveros plenos de racimos crecen sobre nosotros. Creo decir las cosas sin saber con certeza de que hablamos, siento que estoy llegando al final de un camino previamente trazado, desde siempre, centurias, años luz, ¡he esperado tanto tiempo para encontrarla!, y ahora, somos los únicos habitantes del planeta, entre galaxias y nebulosas, flotamos suspendidos por luminosos quantas de energía radiante que nacen desde su mirada de un color indefinible.

Regresamos en el autobús. Las mexicanas cantan en coro, “ese lunar que tienes cielito lindo junto a la boca”... Las españolitas me han fulminado con la mirada al oírme hablando castellano y se han mudado a los asientos delanteros con su gigante holandés. “No se lo des a nadie, cielito lindo”...  Ella está a mi lado. Estamos muy juntos. Respiro el mismo aire, me ilumina su mirada violeta. Súbitamente el autobús se ha detenido en una calle muy estrecha. Un auto rojo, descapotado ha chocado en una esquina, las cuatro ruedas están girando aún y la gasolina se escapa sobre el pavimento. Luces rojas intermitentes y sirenas llenan la escena en un instante. Fuera del auto, hay una joven pálida de negros y ondulados cabellos, sangra por la boca y está manchando su vestido de noche que era blanco. Debajo del auto, se divisa el brazo del conductor que está aplastado por la máquina. Una laguna moaré se está formando con el gotear de la gasolina. Largos segundos, oscuridad, destellos rojos y azules y amarillos. Nosotros parecemos estar petrificados. Logro escuchar un murmullo desde el fondo. Los pasajeros del autobús se han abalanzado sobre las ventanillas. Mi Liz Taylor se me ha prendido del brazo y me lo estruja, percibo el calor de su respiración anhelante, me toma las manos, siento su cuerpo temblar como una hoja, gime, me mira a los ojos y me suplica que los ayude. Siento que debo hacer algo, al fin y al cabo eso es lo que estudié, ¡soy médico! Mi sangre se revuelve. Sus ojos claros se humedecen. Chirrían los cauchos del autobús. El chofer grita unas palabrejas que no entiendo, me tropiezo intentando avanzar entre los pasajeros, gira el volante, el autobús cruza por un instante y la escena comienza a alejarse de nosotros. Escucho el ulular de las sirenas, las luces centelleantes van reduciendo su tamaño y desaparecen en el vidrio trasero.

Ella está sentada a mi lado, ha tomado mis manos y cierra sus ojos para concentrar su energía vital, así seguramente ha de ayudarles en tan difícil trance. Todos regresan a sus puestos, Ella en silencio abre sus párpados sin soltar mis manos. Yo no se que decirle. El viaje continuará y mientras tanto nosotros no cesaremos de mirarnos, en silencio. Ha llegado el momento de despedirnos, la gira nocturna ha concluido, los viejos panameños, sus padres seguirán por un trecho, ella me explica todo en un susurro. Mañana volaré hasta Suiza, mi esposo me espera, en Basilea… Estoy mudo, capto que antes del mediodía todos se irán volando, no más Viena. ¿Y yo? Hemos llegado a nuestro hotel, ellos me informan, aquí estamos, y  se levantan, adiós, adiós, ¿que puedo hacer? Después el autobús siguió su curso y ya nada importaba para mí. Abrí los ojos. Me encuentro solo. El chofer me pide que descienda. Terminó todo. Los pasajeros ya se fueron. Estoy íngrimo y solo. Capto entonces que me encuentro al otro lado de la ciudad. Debo penetrar en el ring. La una y treinta de la mañana y debo cruzar todo el centro de Viena para llegar hasta mi hotel. El vino y los recuerdos de la mirada azul magenta me transportan a través de la ciudad. Camino, corro, voy paso a paso, a ratos vuelo, sobrevuelo las torres de la iglesia de San Esteban, logro atisbar el brillo del Danubio a lo lejos, ondula y gira con los compases de Strauss, la música  me lleva a través de las callejuelas del ring vienés, va resonando dentro de mi cabeza...
  
He despertado. El sol penetra a raudales por la ventana. Estoy en la habitación de mi hotel. Estaba soñando. Seguramente. ¿Tenía una pesadilla? Quiero repasar uno a uno los eventos de la noche anterior, la gira, y estaba ella, sí... ¿Cómo saber cuanto es verdad y cuanto es solo parte de un sueño? Me levanto rápidamente. Salgo a la calle sin desayunar. Regreso a pie, desandando paso a paso el ring, calle por calle. Ante la iglesia de San Esteban me niego a creer que por la noche sobrevolé sus altas torres, diviso el campanario, ojivas medievales. Sé que me llama. Lo percibo. Es la mirada clara de la Liz Taylor de mi adolescencia, es ella y está en alguna parte de Viena y yo… No sé que hacer.

Camino, troto, corro, me detengo, ¡ni tan siquiera sé su nombre! Son ya más de las once de la mañana. ¿Cuál puede ser su hotel? Todos los edificios se parecen. Cruzo las calles, me regreso, miro hacia arriba. ¿Será aquí?  No. Otra vez el reloj. Son las once y cuarenta y cinco minutos. Sé que ella tiene que irse al aeropuerto, volará a Basilea. Su marido y sus hijas. La gente en la calle me tropieza. Ahora ya es mediodía. Quiero llorar. Es una sensación de lo más extraña. He perdido algo irrecuperable. Estoy seguro. ¿Tal vez fue todo un sueño? Siento un sabor amargo y se me ocurre que no resulta lógico tomarse las cosas tan a pechos, pero, ¿como puedo evitar esa especie de angustia que me atenaza el cuello? Pensar que jamás he de volver a verla. Me provoca gritar, tal vez llorar. Así, me veo, ya de regreso. Deshecho, cabizbajo, deambulando por el mismo sendero, entre casas y gentes que ya no veo, no escucho lo que dicen, no quiero saber nada, de nada más, ahora. ¿Por los destellos malva de su mirada clara? Ella trajo de nuevo hasta mí, lejanos sueños, de imberbe adolescente, es muy probable. ¿Era de veras ella, la de siempre, la de toda la vida y de otras vidas en el pasado? Ha desaparecido. ¿Como saber hasta cuando?

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