Viena de
noche
Jorge García Tamayo
Jorge García Tamayo
Al
descender por la escalera del hotel me encuentro con mis probables compañeros
de la gira nocturna. Una pareja de ancianos y nueve mujeres de edades
indefinidas, increíblemente feas, indudablemente mexicanas, lo deduzco por sus
cuchicheos e inocentemente pienso. Seguramente son de una escuela, maestras o
egresadas de una promoción especial, tal vez el grupo de las feas fueron
premiadas y están aquí, paseando, tan lejos de su patria y parloteando,
platicando como le dicen ellas, hasta por los codos. Así pensé cuando casi sin
preguntarnos nos meten rápidamente en un “autobússette” y nos llevan dando
bandazos al sitio de reunión, el lugar de concentración para los turistas, un
campo, ¿de concentración?, donde una decena de grandes autobuses nos esperan, y
yo me introduzco en uno de ellos para escuchar lo que dice el guía, un flaco
desleído quien informa presto por su parlante cual será el idioma que usará en
el recorrido nocturno. Llámelo usted “night-tour” si quiere, pero él hablará en
holandés y ya me largaba del sitio cuando, claro está, también habló en
español. Una ola de gringos con típica apariencia de turistas procedió a
descender entonces precipitadamente del bus, seguidamente viene otra ola, pero
de japoneses tropezándose entre ellos, con cámaras fotográficas y maletines
azules, primero entraron y de nuevo, ahora van descendiendo. Contracorriente
ascienden tres jovencitas, evidentemente españolas, pues se les ve llenas de
salero y percibo un dejo madrileño en el hablar, entran riéndose, y se han
ubicado detrás de mi asiento. Entonces capto una entonación andaluza en la voz
de una de ellas y recuerdo al gato Jins, el de las comiquitas de la tele, y
¡que bien!, me digo. Pues dale que te pego, dice una de ellas y ¡con un tono
andaluuú! Comprendo al punto que las niñas se han creío que soy del equipo
holandés y se han puesto a decí la mar de tonteras, mil locuras con un
revoloteo risueño y agitado que percibo detrás de mi asiento... Ozú MariCarmen
que pa mí, que hasta el Esperanto habla este tío. ¿Que te has creío tú, andá,
¿Qué no le ves? ¡Que es de Holanda hija! Que sí, pero... ¿Que tal si nos está
entendiendo? ¡Ay Pili, que yo me muero de la vergüenza! Tranquilamente yo pongo
cara de estúpido y volteo con una mirada perdida mientras reviso la mercancía.
“Artículos para caballeros”. Eso llega a mi mente mientras escucho, ¿Os fijáis
que es majo el holandés? ¡Que te escucha mujé! ¡Que para mí, este tarao no
entiende ni la ache! Es como si fuera sordo y mudo, te lo repito yo Maria José,
¡es un pringao!
El
autobúsette, se detiene frente a un restaurante húngaro. Esta será la primera
parada de la noche, dice el guía. Descendemos y a tropezones nos colamos entre
las mesas y entre las notas dulces de violines y entre gentes vestidas como
gitanos, nos movemos en un recinto de aspecto austero con grandes arcos
encalados y vigas de madera negra que sostienen el techo. Sobre las mesas con
manteles rojos, colocan platos de sopa. Es un caldo humeante. Atisbo y me digo
que solo son fideos con pollo, y se me antoja pensar en el difunto pollo, debió
darse un baño de pasada en aquellas aguas termales, tal vez se restregó con un
cubito de caldo concentrado. Me siento en un puesto al azar. Ando como
distraído, todavía sin hablar con nadie y noto un instante después que estoy en
una mesa ante una pareja que me parecen holandeses, pero al final terminarían
resultando portugueses. No les entiendo lo que cuchichean, por más que intento
captar su jerigonza, y repito que para mi, ¡ni papa!. Ante mí aparece y se
sienta un joven rubio. Este sin duda es holandés. Eso me digo, mientras todos
nos curioseamos en silencio. Los cuatro debemos tener ¡una cara de estúpidos!
La parejita cuchichea, se miran y sonríen. ¿Qué cosas se estarán diciendo entre
ellos? Miro al catire de frente y se me ocurre que igual, él pensará de mí, e
imagino mi cara de imbécil, allí sentado, sin cruzar palabra. ¡Que estupidez!
Eso me digo y me pregunto a mi mismo, como para darme ánimos. ¿Que tal? ¿Y si
no me da la gana de abrir la boca? Después acepto que todo cuanto sucede debe
ser el producto de esta incurable timidez, tan mía... Las mexicanas en la mesa
vecina y cantan “cielito lindo”. Los violines zíngaros gimen y lloran. Las tres
españolitas le han caído como moscas a un catire gigantón que no habla una
palabra de español e intenta hacerse entender en un inglés chapuceado que ellas
tampoco parecen comprender. Torre de Babel, Arca de la Alianza, Puerta del
Cielo... Después de un largo silencio post pollo húmedo y fideitos, nos
levantan cual mansos corderos y sin emitir balidos, trotandito, regresamos al
autobús. El vino blanco ha comenzado a actuar, me digo cuando veo que las
españolitas se llevan al catire gigante hacia el asiento trasero. Se van para
la cocina, esto lo pienso medio soriendo cuando escucho a una de ellas. Si este
tío de enfrente no fuese tan pelma, también nos lo agarrábamos, ¿verdad
Maripili? Oigo decir. ¡Ay!, ¡y como nos mira! Pienso que todo el asunto es definitivamente
anormal y me repito, ¡maldita timidez, esta la mía!
El
autobús arranca y va girando y circunvalando en ascenso hacia una gran oscura
montaña. Vamos hacia Glizerling, una zona vinícola en lo alto de Viena. Esto le
apunta nuestro guía quien nos da la espalda. La noche es negra con un cielo estrellado.
El autobús parece desenrollar un ovillo cuesta arriba, gira, cruza, asciende,
tuerce y se retuerce hasta que al fin siento que llegamos a nuestro destino. En
un caserón de paredes muy blancas y hay un gran patio cubierto de parras con
grandes racimos de uvas colgando. Posiblemente es la casona de un gran viñedo,
o un Club nocturno, ¿que sé yo? Los amplios ventanales muestran un prodigio de
luces allá lejos. Es Viena, abajo, miles de lucecitas titilando y arriba las
estrellas y los valses de Strauss sonado todo el tiempo.
¡Tener
a Viena a los pies! Bailan y bailan las parejas, tejiendo círculos concéntricos
y cuando llegan al centro de la pista, como atraídos hacia un vórtice, se
repelen y a la reversa, cadenciosamente regresan, creando nuevas ondas de
música ondulante, hasta la periferia de la pista, siempre girando. Hay vino en
abundancia. Viena tiembla vuelta un enjambre de luciérnagas en la distancia. Me
alejo del grupo un momento, no veo más a las españolitas y a Dios gracias me
dogo que ya no diviso ni a una sola de las espantosas mexicanas. Con una cierta
desesperanza aguzo el oído buscando un prójimo que hable en cristiano. A mis
espaldas escucho hablar en castellano. Una pareja de edad madura dice cosas con
un acento que me llena de curiosidad, me es familiar. Decido averiguar de donde
son.
Han
venido desde su tierra a conocer al novio de su hija. Son panameños. Saludo a
la pareja de enamorados que les acompaña. Hay otra hija, le doy la mano, mucho
gusto me dice, de momento no entiendo lo que me sucede, mas de pronto lo capto.
Ella es. Es ella. La imagen de mis reiterados sueños de adolescente,. La
conozco desde toda la vida. La miro deslumbrado, me sonríe, es ella, especie de
Liz Taylor cuando joven. Está casada con un suizo y vive en Basilea, y tiene
tres niñas, la menor de un año, la mayor tiene diez. Es ella, y yo la miro y no
acabo de creerlo. ¡Sin duda alguna! Sus ojos grises de un azul verdoso con
suaves tonos indigovioláceos. Su rostro fino, sus labios, su sonrisa. ¡Es ella!
La de mis ensoñaciones cuando solo contaba los diez años, ella de mis amores
locos de los diez a los quince, ella, la esperada, una imagen en mis sueños
imberbes, quizá algún film visto en el teatro Baralt, Louisa May Alcott, la pienso,
¿porqué en mi mente?, pero sí, estoy muy seguro, es ella, la inefable, y mi Liz
Taylor me mira y yo siento que me desnuda el alma. Asombrado la escucho, ella me
habla. Estoy embelesado. Me relata un asunto sobre los quanta de energía, es un
tema que la tiene fascinada, eso me dice y tiene una teoría para poder viajar
por las galaxias. Ella es lectora de “El Retorno de lo Brujos”, devoradora de
la obra de los lamas, del tibetano que inventó el Tercer Ojo, me dice ser
fanática de Teilhard de Chardin. Su viejo padre nos interrumpe, me quiere
hablar sobre Ciencias Políticas. A ella le interesa más la glándula pineal, la
endocrinología, Don Gregorio Marañón, el tercer ojo de los tibetanos y yo
recuerdo que es el mismo de los dinosaurios, el que usaban para mirar los
pterodáctilos que graznan en un cielo azul pizarra.
Les
escucho conversar, me río, bebo vino, mis ojos no se separan de mi Liz Taylor,
su mirada me confunde, ¿será quizás el vino?, sus palabras se escuchan bastante
claras, ¿como mis pensamientos? Giran los bailarines, suenan los valses, su
mirada de unos tonos magenta brilla, al fin estamos ella y yo, frente a
frente... Todo sucede en las vecindades
de una zona vinícola, me dijeron que
estábamos en una típica taberna austriaca. Tajadas de salchichón y embutidos con
mechas agrias de col reposan sobre un plato. Ante nosotros hay una jarra de
vino, una para cada uno. No ceso de escuchar a mi Liz Taylor. Es un intercambio
apasionado de ideas que prefiero imaginar recíproco. Me dice, supongo que tras
notar mis miradas de embeleso, que ella es una señora, ya de cierta edad,
insiste, me informa que una de sus hijas nació un veintidós de noviembre, ¡oh
las coincidencias! ¿Para que sirven? ¿A que se deben? Pues no lo sé, ni me
interesan pero siento como floto en el espacio sideral mientras seguímos
conversando. Me doy cuenta de que no sé su nombre verdadero, pero eso tampoco me
vale para nada, miro sus ojos, y es la mirada que me acompaña desde cuando dejé
de ser un niño y se lo digo, por eso me eres tan familiar, puedo jurártelo, yo
insisto. ¿Como habrá de tomarlo? ¿Lo aceptará? Ella enmudece unos instantes. No
es posible explicarlo. Hay cosas tan extrañas… Nos envuelve una irreal aura
ambarina y hablo con todo el desenfado que me provoca el vino. Noche
estrellada, llena de música naciendo de violines gitanos, uveros plenos de
racimos crecen sobre nosotros. Creo decir las cosas sin saber con certeza de
que hablamos, siento que estoy llegando al final de un camino previamente
trazado, desde siempre, centurias, años luz, ¡he esperado tanto tiempo para
encontrarla!, y ahora, somos los únicos habitantes del planeta, entre galaxias
y nebulosas, flotamos suspendidos por luminosos quantas de energía radiante que
nacen desde su mirada de un color indefinible.
Regresamos
en el autobús. Las mexicanas cantan en coro, “ese lunar que tienes cielito
lindo junto a la boca”... Las españolitas me han fulminado con la mirada al
oírme hablando castellano y se han mudado a los asientos delanteros con su
gigante holandés. “No se lo des a nadie, cielito lindo”... Ella está a mi lado. Estamos muy juntos.
Respiro el mismo aire, me ilumina su mirada violeta. Súbitamente el autobús se
ha detenido en una calle muy estrecha. Un auto rojo, descapotado ha chocado en
una esquina, las cuatro ruedas están girando aún y la gasolina se escapa sobre
el pavimento. Luces rojas intermitentes y sirenas llenan la escena en un
instante. Fuera del auto, hay una joven pálida de negros y ondulados cabellos,
sangra por la boca y está manchando su vestido de noche que era blanco. Debajo
del auto, se divisa el brazo del conductor que está aplastado por la máquina.
Una laguna moaré se está formando con el gotear de la gasolina. Largos
segundos, oscuridad, destellos rojos y azules y amarillos. Nosotros parecemos estar
petrificados. Logro escuchar un murmullo desde el fondo. Los pasajeros del
autobús se han abalanzado sobre las ventanillas. Mi Liz Taylor se me ha
prendido del brazo y me lo estruja, percibo el calor de su respiración
anhelante, me toma las manos, siento su cuerpo temblar como una hoja, gime, me
mira a los ojos y me suplica que los ayude. Siento que debo hacer algo, al fin
y al cabo eso es lo que estudié, ¡soy médico! Mi sangre se revuelve. Sus ojos
claros se humedecen. Chirrían los cauchos del autobús. El chofer grita unas
palabrejas que no entiendo, me tropiezo intentando avanzar entre los pasajeros,
gira el volante, el autobús cruza por un instante y la escena comienza a
alejarse de nosotros. Escucho el ulular de las sirenas, las luces centelleantes
van reduciendo su tamaño y desaparecen en el vidrio trasero.
Ella
está sentada a mi lado, ha tomado mis manos y cierra sus ojos para concentrar
su energía vital, así seguramente ha de ayudarles en tan difícil trance. Todos
regresan a sus puestos, Ella en silencio abre sus párpados sin soltar mis
manos. Yo no se que decirle. El viaje continuará y mientras tanto nosotros no
cesaremos de mirarnos, en silencio. Ha llegado el momento de despedirnos, la
gira nocturna ha concluido, los viejos panameños, sus padres seguirán por un
trecho, ella me explica todo en un susurro. Mañana volaré hasta Suiza, mi
esposo me espera, en Basilea… Estoy mudo, capto que antes del mediodía todos se
irán volando, no más Viena. ¿Y yo? Hemos llegado a nuestro hotel, ellos me
informan, aquí estamos, y se levantan,
adiós, adiós, ¿que puedo hacer? Después el autobús siguió su curso y ya nada
importaba para mí. Abrí los ojos. Me encuentro solo. El chofer me pide que
descienda. Terminó todo. Los pasajeros ya se fueron. Estoy íngrimo y solo.
Capto entonces que me encuentro al otro lado de la ciudad. Debo penetrar en el
ring. La una y treinta de la mañana y debo cruzar todo el centro de Viena para
llegar hasta mi hotel. El vino y los recuerdos de la mirada azul magenta me
transportan a través de la ciudad. Camino, corro, voy paso a paso, a ratos
vuelo, sobrevuelo las torres de la iglesia de San Esteban, logro atisbar el brillo
del Danubio a lo lejos, ondula y gira con los compases de Strauss, la
música me lleva a través de las
callejuelas del ring vienés, va resonando dentro de mi cabeza...
He
despertado. El sol penetra a raudales por la ventana. Estoy en la habitación de
mi hotel. Estaba soñando. Seguramente. ¿Tenía una pesadilla? Quiero repasar uno
a uno los eventos de la noche anterior, la gira, y estaba ella, sí... ¿Cómo
saber cuanto es verdad y cuanto es solo parte de un sueño? Me levanto
rápidamente. Salgo a la calle sin desayunar. Regreso a pie, desandando paso a
paso el ring, calle por calle. Ante la iglesia de San Esteban me niego a creer
que por la noche sobrevolé sus altas torres, diviso el campanario, ojivas
medievales. Sé que me llama. Lo percibo. Es la mirada clara de la Liz Taylor de mi adolescencia,
es ella y está en alguna parte de Viena y yo… No sé que hacer.
Camino,
troto, corro, me detengo, ¡ni tan siquiera sé su nombre! Son ya más de las once
de la mañana. ¿Cuál puede ser su hotel? Todos los edificios se parecen. Cruzo
las calles, me regreso, miro hacia arriba. ¿Será aquí? No. Otra vez el reloj. Son las once y
cuarenta y cinco minutos. Sé que ella tiene que irse al aeropuerto, volará a
Basilea. Su marido y sus hijas. La gente en la calle me tropieza. Ahora ya es
mediodía. Quiero llorar. Es una sensación de lo más extraña. He perdido algo
irrecuperable. Estoy seguro. ¿Tal vez fue todo un sueño? Siento un sabor amargo
y se me ocurre que no resulta lógico tomarse las cosas tan a pechos, pero, ¿como
puedo evitar esa especie de angustia que me atenaza el cuello? Pensar que jamás
he de volver a verla. Me provoca gritar, tal vez llorar. Así, me veo, ya de
regreso. Deshecho, cabizbajo, deambulando por el mismo sendero, entre casas y
gentes que ya no veo, no escucho lo que dicen, no quiero saber nada, de nada
más, ahora. ¿Por los destellos malva de su mirada clara? Ella trajo de nuevo
hasta mí, lejanos sueños, de imberbe adolescente, es muy probable. ¿Era de
veras ella, la de siempre, la de toda la vida y de otras vidas en el pasado? Ha
desaparecido. ¿Como saber hasta cuando?
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