...
El aire era tenue y en el cielo nubes veloces escapaban del
fulgurante resplandor del mediodía.
Martina salió del encaje azul y tembloroso bajo el matapalo y caminó por
la calle de arena hasta la puerta de la casa de Juancho. Estaba segura de que
su Juancho se encontraría mucho mejor, se lo había dicho a sí misma tantas
veces!, pero en el fondo de su alma todavía no terminaba de creer que aquello
fuese cierto. Había decidido verlo con
sus propios ojos. Cuando Don Vicente acudió al llamado, la miró en el quicio de
la puerta y pensó en una aparición, un hermoso ángel moreno que traía un
aliento de salud, quizás el requerido por su pobre ahijado, o era acaso el
ángel de la muerte en su vestido mortaja de algodón que se apersonaba ya para
llevárselo? No lo consideró dos veces al
ver los dientes blancos y parejos de la muchacha. Entonces le permitió pasar
sin hacer ningún comentario. La alcoba
mostraba una apariencia árida, la luz se filtraba por las ventanas mal
ceñidas. En la cama, Juancho abrió los
ojos y la miró inexpresivo. Tenía la
piel de la cara achicharrada por la fiebre y sus labios resecos y escaldados
mostraban costras blanquecinas. Súbitamente parecía no soportar el escalofrío
en los huesos y temblaba a pesar de estar en el infernal mediodía del litoral
guaireño. Martina emitió un gemido y pronto se arrodilló acurrucándose en la
cabecera del lecho. Bajo las sábanas su
cuerpo desmedrado y tiritante parecía presentir la fantasmal cercanía del
tenebroso más allá. Una especie de temor
larvado latía creciendo dentro de él y provocándole una rara congoja. Junto a su amado, Martina había comenzado a
llorar a raudales en un silencio estremecedor.
Fue entonces cuando Vicente se le acercó a la joven y en voz baja le
relató los últimos acontecimientos. Le explicó que su mujer no estaba porque
andaba en las gestiones para trasladar a Juancho al hospital. Le contó que el
doctor Gómez Peraza quien lo conocía personalmente, había venido en la mañana y
como él les dijo, que ahora sí se iban a ocupar los médicos del caso. Le habló
de la seguridad y de la confianza en los médicos y le aseveró que Juancho
pronto mejoraría. Don Vicente conversó
con ella sobre doctores y le dió nombres y apellidos, asegurándole que esa
misma tarde comenzaría a mejorar con el nuevo tratamiento, eso le había dicho
el doctor Gómez Peraza. La voz de su padrino hería los tímpanos de Juancho, la
conversación era incomprensible, entre los sollozos de Martina y el tufo a
muerto que había comenzado a exudar la casa, eran como un murmullo afilado las
palabras, parecían estiletes en medio del silencio lúgubre de la habitación.
Rosendo caminaba presuroso pensando en el joven Juancho
Cabrera. Lo había visto tan mal cuando
fue a visitarlo temprano en la mañana! A
su lado Rafael Rangel igualaba el ritmo de sus pasos rápidos, era casi un trote
desde que salieron del Lazareto y a pesar de la carrera, Rafael no cesaba de
mirar hacia las callejuelas. Parecían
descolgarse hacia abajo o guindarse calle arriba con sus balcones y ventanales,
otras trepaban hacia el cerro empinándose, con sus terrones de arena húmeda,
apisonada, ascendiendo tortuosas, descendiendo empedradas. Ambos, Rosendo y
Rafael se dirigían hacia la casa de Don Vicente González. El calor parecía hacer hervir el aire a
borbotones. Desde el mar distante no
llegaba ni un soplo de brisa y a ratos el aire era tan denso que se podía tocar
y amasar con las manos. Rafael pensó que
sin duda era posible cortarlo como tocino, en trozos blandos y tibios con un
cuchillo de buen filo. En medio del
sofoco y el apurado recorrido, se le hacía evidente a Rafael que las ratas iban
aumentando en número y en medio del muladar de callejuelas que ascendían hacia
las montañas a cada instante le salían al paso.
Muchas de ellas parecían gatos, desplazándose lentas, gordas,
onnubiladas por el calor. Algunas se arrastraban boqueando atontadas, otras
fenecidas ya, lucían panzarriba, cubiertas por las moscas o flotando en la
edentina cursienta que los albañales vertían hacia el sol. Estando en la casa, penetraron en el aposento
umbrío, donde Juancho luchaba por no sucumbir entre la calentura y el
escalofrío. En ese momento estaba ensopado, ahogado casi en un pantano de
sudor. El bebedizo que le diera Martina
lo estaba sacando de la fiebre y anegando su humanidad en viscosos humores.
Cuando Rosendo le habló, él lo miró sin verlo. Todo se le había tornado un
hielo brumoso y parecía transpirar la incertidumbre de su ineluctable cercano
final. Rangel miró preocupado al doctor Rosendo Gómez comentándole sobre su
temor a una complicación neumónica y sobre la circunstancia favorable de poseer
un solo gran bubón en la región inguinal. Rangel esperaba a su amigo, el bachiller
Francisco Mendoza quien llegaría esa tarde. Estaba convencido de que podían
intentar la cirugía como una medida salvadora para el muchacho. Podríamos
trasladarlo hoy al Degredo para operarlo esta misma noche... Decidirán hacerlo
y en la penumbra de la habitación, los ojos llorosos de Martina brillarán
esperanzados.
Los Rivero, vecinos de Don Vicente y Rosarito González ayudaron
en el proceso que significó el traslado de Juancho desde su casa hasta la
puerta del Leprocomio en Cabo Blanco. Lo
trajeron en un catre de lona con dos listones de madera. Guindando en aquella
parihuela, parecía un difunto, pobre de solemnidad en el camino a su última
morada. Allí fueron detenidos, familiares y amigos, por la hermana Cleotilde en
persona, quien les aseguró que el enfermo estaría en estricto aislamiento. Así
pues le echaron una última mirada al joven Juancho quien con los bandazos del
viaje se veía francamente mal y parecía haber perdido completamente el sentido.
El bachiller Mendoza fue avisado cuando ya tenía al paciente esperando en la
sala de primeros auxilios. No hacía ni una hora que había llegado al Lazareto y
ya estaba enfrascado en diseñar la estrategia de su lucha contra la peste. Juancho deliraba hablando del mar y de
veleros y a ratos se incorporaba llamando a Martina. Cuando Francisco Mendoza
se acercó hasta la sala ya estaba advertido sobre la llegada del muchacho. Rangel le había adelantado que ese
probablemente podía ser el primer intento quirúrgico de atacar al demonio de la
peste y la noche se les venía encima por lo que la tranquilidad nocturnal
debería ser el mejor momento para operarlo. Lo examinó concienzudamente, cuando
descubrió su abdomen se asomó por la cortinilla la hermana Cleotilde. Entonces Francisco le pidió que por favor le
avisase al bachiller Rangel quien estaba en el laboratorio, para que viniera a
ver al paciente. Tomando a Juancho por la barbilla le pidió que sacara la
lengua y él cerró los ojos en sus cuencas ojerosas y sacó un trozo de carne
roja, hendida en el centro y cubierta por una capa de sarro amarillento. Lo
auscultó con detenimiento y con la alegría de no oir crepitaciones que le
hablaran de neumonía. Palpó
cuidadosamente el nódulo que tenía en la ingle derecha, le pareció un huevo de
gallina, pero era tenso y rojo vinoso.
En ese instante llegaron Rangel y el doctor Gómez Peraza. Estuvieron de
acuerdo todos en que nada resolverían con esperar y en consecuencia decidieron
operar cuanto antes. El doctor Gómez dió instrucciones a Sor Casilda y a la
hermana Cleotilde para que prepararan el quirófano. Rangel deprimió el párpado
inferior de uno de los ojos de Juancho exponiendo su edematosa y congestionada
esclerótica. Estaban solos los dos bachilleres,
el estudiante de Medicina y el investigador, su maestro ante la lesión que
aparecía como un huevo de paloma, o más grande, un huevo de pata y estaba
justamente en el vértice del triángulo de Scarpa.
El día jueves 16 de abril de 1908, a las 5:30 minutos de
la mañana, Juancho duerme profundamente. Ha sido operado la noche anterior. Al
amanecer de ese jueves santo, es visitado por los tres jóvenes bachilleres,
Francisco Mendoza, Landaeta Sojo y Acosta Bravo. Todavía no sale el sol. Ellos se han tomado a
pecho la lucha de Rafael Rangel contra la peste bubónica y se sienten soldados
en la primera línea de un frente de batalla cuyos límites son imprecisos. Hace
fresco y los tres avanzan por las salas del Degredo luciendo sus batolas
blancas. Ellos se han entregado a una guerra sin cuartel y piensan que recién
está comenzando la batalla, sin saber cuándo ni cómo va a concluir. Al tomarle
la temperatura al enfermo, ellos se miran sorprendidos. Son tan solo treinta y
siete grados centígrados con dos décimas y les parece un signo tan favorable en
la mañana del primer día del postoperatorio que casi toca los dinteles del
milagro. ¿Será por ser un jueves
santo? El paciente duerme
tranquilamente. Tendrá que ver algo la mano del Señor, de Dios Todopoderoso? Parece un hecho milagroso. Es el milagro del
tratamiento quirúrgico de la peste bubónica.
Lo piensa Francisco Mendoza y se los dice entusiasmado. Ellos asienten.
Con Landaeta y Acosta prosigue su visita matutina a los enfermos para registrar
los signos vitales.
Desde muy temprano, ya el doctor Rosendo Gómez Peraza se
encontraba en la sala de curas conversando con el bachiller Rafael Rangel,
ambos observaban al bachiller Landaeta Soto en su temprana labor de rasurar y
pintar con yodo las áreas del cuerpo de los pacientes apestados seleccionados
para una próxima intervención quirúrgica.
Dos hermanitas se movían entre ellos con palanganas de agua jabonosa y
apósitos. En el pabellón de cirugía
anexo, Francisco Mendoza preparaba los instrumentos. Dos ayudantes jóvenes,
novicias eran supervisadas por la hermana Cleotilde, experta en el procedimiento
de la anestesia con cloroformo. Unos
minutos después Francisco luchará con la disección del paquete vasculonervioso
de la axila, hasta retirar una masa compacta de ganglios sin lesionar la
cápsula y envueltos en una gasa húmeda los bubones serán pasados diligentemente
por Sor Petrica al laboratorio de Rangel para su cultivo. Todos visten
inmaculadas batas blancas. Todos sin excepción están confinados en el
Lazareto. Se han residenciado en un ala
del hospital anexa a la sala de curas.
Presos, en cuarentena, ya se han habituado al olor del pus. Todos sienten en el aire la peste, están consustanciados
con su responsabilidad, tienen un deber que cumplir y están convencidos de su
tarea. Todos ellos, mujeres y hombres,
luchan contra la muerte. Rosendo Gómez dirige el hospital pero el alma, el
estratega de la batalla, es el bachiller Rafael Rangel.
Rosendo toma del brazo al bachiller Rangel y lo lleva hasta la
habitación que han escogido como oficina y sitio de reunión, un verdadero
cuartel general. Allí sobre una mesa
está el mapa que revisaron la noche anterior.
Las marcas de los enfermos en sus casas tienen una banderita roja en el
extremo de agujas que señalan los pacientes que han sido hospitalizados,
cuentan hasta doce. La mirada de Rosendo
tiene esa mañana un verdor poco usual, Rangel lo observa de reojo y piensa en
su prisión injusta, pero a su vez ese castigo, se dice, ha sido lo que lo ha conducido a la situación
que viven, a su posición relevante al frente del hospital en el combate ante la
epidemia. Ese papel parece ser disfrutado por el médico como el que más! Ahora atiende a las palabras de Rangel, es la
cabeza pensante, el planificador y Rosendo quien ha sido nombrado Director del
Lazareto, fue quien trasladó a los leprosos de tres salas y logró con una
celeridad increíble el tener las condiciones para aislar a los pacientes y
crear un quirófano especial, organizar la sala de curas, todo eso, se ha hecho
en un santiamén, con una voluntad admirable, todo es producto de Rosendo a
quien ahora Rafael escucha hablar entusiamado de como el Prefectoo Moros, se
encargará del desalojo de algunas viviendas infectas para trasladar a cada
sitio las máquinas de gas sulfuroso... Rangel las había solicitado con urgencia
y seguramente llegarían en el primer tren de la mañana. Rafael le pide
personalmente con Francisco Mendoza encargarse de desinfectar las casuchas que
estén contaminadas, puede que Landaeta les ayude...
Eran las ocho de la mañana cuando el bachiller Rangel le
impartió sus instrucciones a los empleados del Degredo y aprovechó para
comentarle a su jefe, el doctor Gómez Peraza sobre la compra de algunas cosas
indispensables, sublimado, escobas, cepillos de mano y cepillos largos de cerda
firme, bastante papel, engrudo y todo el azufre que puedan reunir en la Guaira y en Maiquetía. La
lucha para desinfectar unos tugurios infames era a fondo pues estaban
convencidos de que eran los principales focos de infección. En la lavandería
están preparando pailas y leña para desinfectar la ropa de cama. Rosendo escuchó complacido el despliegue
energético de Rafael.
En la madrugada del viernes santo, brillan las lozas del piso
en la improvisada sala de los apestados. Los contagiosos descansan bañados por
chorros de luz espectral. La luna de un viernes santo madruga esplendorosa.
Bajo las sábanas blancas los cuerpos de los enfermos lucen fosforescentes,
cubiertos por raudales de luz serena que penetra por las ventanas abiertas
hacia los copudos geranios, los nardos y las enredaderas de trinitarias. Toda la
noche ha sido salpicado el jardín por un polvillo luminoso, transformado ahora
en chispas de azul índigo y de cadmio perla hasta cubrir granulado las figuras
escuálidas de los enfermos. Opalinas
crisálidas de dolor laten envueltas en capullos de hilo amarillento. Juancho
con sus ojos abiertos totalmente, contempla los matices del reflejo lunar sobre
el liencillo que lo cubre. Se le antoja
que su mortaja es el raído velamen de un viejo galeón al pairo, él quisiera
soñarlo bergantín, raudo velero singlando entre flamígeras turmalinas en un mar
que pespuntea carneritos sobre el añil verdeante. Martina y él a ratos
suspendidos y luego hendiendo el azul inmenso de cama oceánica, bajo el cielo
pulverizado de constelaciones brillantes, desde más allá de la luna... Con la
reverberación nocturnal se crean valles, quebradas y vertientes, hay ríos y
cascadas en las cordilleras de lienzo naciendo desde sus pies, con sombras de
montes, de cañadas, con desfiladeros y abruptas hondonadas... Súbitamente cruza una estrella fugaz el
firmamento, roja como una llama incandescente y desaparece en el extremo de la
ventana. ¡Un augurio! Sin duda... Por primera vez en muchos días se atreve a
pensar que saldrá con vida del atolladero donde sin querer venía estando
enlazado con la muerte, en una especie de conciliábulo interminable, por obra y
gracia de la peste bubónica.
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