domingo, 18 de agosto de 2013

... de la novela "El movedizo encaje de los uveros"

Una muestra de la"Quinta Parte"de la novela "El movedizo encaje de los uveros", editada por la Facultad de Medicina de la UCV y la Facultad de Medicina de LUZ, en diciembre del año 2003.

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El aire era tenue y en el cielo nubes veloces escapaban del fulgurante resplandor del mediodía.  Martina salió del encaje azul y tembloroso bajo el matapalo y caminó por la calle de arena hasta la puerta de la casa de Juancho. Estaba segura de que su Juancho se encontraría mucho mejor, se lo había dicho a sí misma tantas veces!, pero en el fondo de su alma todavía no terminaba de creer que aquello fuese cierto.  Había decidido verlo con sus propios ojos. Cuando Don Vicente acudió al llamado, la miró en el quicio de la puerta y pensó en una aparición, un hermoso ángel moreno que traía un aliento de salud, quizás el requerido por su pobre ahijado, o era acaso el ángel de la muerte en su vestido mortaja de algodón que se apersonaba ya para llevárselo?  No lo consideró dos veces al ver los dientes blancos y parejos de la muchacha. Entonces le permitió pasar sin hacer ningún comentario.  La alcoba mostraba una apariencia árida, la luz se filtraba por las ventanas mal ceñidas.  En la cama, Juancho abrió los ojos y la miró inexpresivo.  Tenía la piel de la cara achicharrada por la fiebre y sus labios resecos y escaldados mostraban costras blanquecinas. Súbitamente parecía no soportar el escalofrío en los huesos y temblaba a pesar de estar en el infernal mediodía del litoral guaireño. Martina emitió un gemido y pronto se arrodilló acurrucándose en la cabecera del lecho.  Bajo las sábanas su cuerpo desmedrado y tiritante parecía presentir la fantasmal cercanía del tenebroso más allá.  Una especie de temor larvado latía creciendo dentro de él y provocándole una rara congoja.  Junto a su amado, Martina había comenzado a llorar a raudales en un silencio estremecedor.  Fue entonces cuando Vicente se le acercó a la joven y en voz baja le relató los últimos acontecimientos. Le explicó que su mujer no estaba porque andaba en las gestiones para trasladar a Juancho al hospital. Le contó que el doctor Gómez Peraza quien lo conocía personalmente, había venido en la mañana y como él les dijo, que ahora sí se iban a ocupar los médicos del caso. Le habló de la seguridad y de la confianza en los médicos y le aseveró que Juancho pronto mejoraría.  Don Vicente conversó con ella sobre doctores y le dió nombres y apellidos, asegurándole que esa misma tarde comenzaría a mejorar con el nuevo tratamiento, eso le había dicho el doctor Gómez Peraza. La voz de su padrino hería los tímpanos de Juancho, la conversación era incomprensible, entre los sollozos de Martina y el tufo a muerto que había comenzado a exudar la casa, eran como un murmullo afilado las palabras, parecían estiletes en medio del silencio lúgubre de la habitación.

Rosendo caminaba presuroso pensando en el joven Juancho Cabrera.  Lo había visto tan mal cuando fue a visitarlo temprano en la mañana!  A su lado Rafael Rangel igualaba el ritmo de sus pasos rápidos, era casi un trote desde que salieron del Lazareto y a pesar de la carrera, Rafael no cesaba de mirar hacia las callejuelas.  Parecían descolgarse hacia abajo o guindarse calle arriba con sus balcones y ventanales, otras trepaban hacia el cerro empinándose, con sus terrones de arena húmeda, apisonada, ascendiendo tortuosas, descendiendo empedradas. Ambos, Rosendo y Rafael se dirigían hacia la casa de Don Vicente González.  El calor parecía hacer hervir el aire a borbotones.  Desde el mar distante no llegaba ni un soplo de brisa y a ratos el aire era tan denso que se podía tocar y amasar con las manos.  Rafael pensó que sin duda era posible cortarlo como tocino, en trozos blandos y tibios con un cuchillo de buen filo.  En medio del sofoco y el apurado recorrido, se le hacía evidente a Rafael que las ratas iban aumentando en número y en medio del muladar de callejuelas que ascendían hacia las montañas a cada instante le salían al paso.  Muchas de ellas parecían gatos, desplazándose lentas, gordas, onnubiladas por el calor. Algunas se arrastraban boqueando atontadas, otras fenecidas ya, lucían panzarriba, cubiertas por las moscas o flotando en la edentina cursienta que los albañales vertían hacia el sol.  Estando en la casa, penetraron en el aposento umbrío, donde Juancho luchaba por no sucumbir entre la calentura y el escalofrío. En ese momento estaba ensopado, ahogado casi en un pantano de sudor.  El bebedizo que le diera Martina lo estaba sacando de la fiebre y anegando su humanidad en viscosos humores. Cuando Rosendo le habló, él lo miró sin verlo. Todo se le había tornado un hielo brumoso y parecía transpirar la incertidumbre de su ineluctable cercano final. Rangel miró preocupado al doctor Rosendo Gómez comentándole sobre su temor a una complicación neumónica y sobre la circunstancia favorable de poseer un solo gran bubón en la región inguinal. Rangel esperaba a su amigo, el bachiller Francisco Mendoza quien llegaría esa tarde. Estaba convencido de que podían intentar la cirugía como una medida salvadora para el muchacho. Podríamos trasladarlo hoy al Degredo para operarlo esta misma noche... Decidirán hacerlo y en la penumbra de la habitación, los ojos llorosos de Martina brillarán esperanzados.

Los Rivero, vecinos de Don Vicente y Rosarito González ayudaron en el proceso que significó el traslado de Juancho desde su casa hasta la puerta del Leprocomio en Cabo Blanco.  Lo trajeron en un catre de lona con dos listones de madera. Guindando en aquella parihuela, parecía un difunto, pobre de solemnidad en el camino a su última morada. Allí fueron detenidos, familiares y amigos, por la hermana Cleotilde en persona, quien les aseguró que el enfermo estaría en estricto aislamiento. Así pues le echaron una última mirada al joven Juancho quien con los bandazos del viaje se veía francamente mal y parecía haber perdido completamente el sentido. El bachiller Mendoza fue avisado cuando ya tenía al paciente esperando en la sala de primeros auxilios. No hacía ni una hora que había llegado al Lazareto y ya estaba enfrascado en diseñar la estrategia de su lucha contra la peste.  Juancho deliraba hablando del mar y de veleros y a ratos se incorporaba llamando a Martina. Cuando Francisco Mendoza se acercó hasta la sala ya estaba advertido sobre la llegada del muchacho.  Rangel le había adelantado que ese probablemente podía ser el primer intento quirúrgico de atacar al demonio de la peste y la noche se les venía encima por lo que la tranquilidad nocturnal debería ser el mejor momento para operarlo. Lo examinó concienzudamente, cuando descubrió su abdomen se asomó por la cortinilla la hermana Cleotilde.  Entonces Francisco le pidió que por favor le avisase al bachiller Rangel quien estaba en el laboratorio, para que viniera a ver al paciente. Tomando a Juancho por la barbilla le pidió que sacara la lengua y él cerró los ojos en sus cuencas ojerosas y sacó un trozo de carne roja, hendida en el centro y cubierta por una capa de sarro amarillento. Lo auscultó con detenimiento y con la alegría de no oir crepitaciones que le hablaran de neumonía.  Palpó cuidadosamente el nódulo que tenía en la ingle derecha, le pareció un huevo de gallina, pero era tenso y rojo vinoso.  En ese instante llegaron Rangel y el doctor Gómez Peraza. Estuvieron de acuerdo todos en que nada resolverían con esperar y en consecuencia decidieron operar cuanto antes. El doctor Gómez dió instrucciones a Sor Casilda y a la hermana Cleotilde para que prepararan el quirófano. Rangel deprimió el párpado inferior de uno de los ojos de Juancho exponiendo su edematosa y congestionada esclerótica.  Estaban solos los dos bachilleres, el estudiante de Medicina y el investigador, su maestro ante la lesión que aparecía como un huevo de paloma, o más grande, un huevo de pata y estaba justamente en el vértice del triángulo de Scarpa.

El día jueves 16 de abril de 1908, a las 5:30 minutos de la mañana, Juancho duerme profundamente. Ha sido operado la noche anterior. Al amanecer de ese jueves santo, es visitado por los tres jóvenes bachilleres, Francisco Mendoza, Landaeta Sojo y Acosta Bravo.  Todavía no sale el sol. Ellos se han tomado a pecho la lucha de Rafael Rangel contra la peste bubónica y se sienten soldados en la primera línea de un frente de batalla cuyos límites son imprecisos. Hace fresco y los tres avanzan por las salas del Degredo luciendo sus batolas blancas. Ellos se han entregado a una guerra sin cuartel y piensan que recién está comenzando la batalla, sin saber cuándo ni cómo va a concluir. Al tomarle la temperatura al enfermo, ellos se miran sorprendidos. Son tan solo treinta y siete grados centígrados con dos décimas y les parece un signo tan favorable en la mañana del primer día del postoperatorio que casi toca los dinteles del milagro.  ¿Será por ser un jueves santo?  El paciente duerme tranquilamente. Tendrá que ver algo la mano del Señor, de Dios Todopoderoso?  Parece un hecho milagroso. Es el milagro del tratamiento quirúrgico de la peste bubónica.  Lo piensa Francisco Mendoza y se los dice entusiasmado. Ellos asienten. Con Landaeta y Acosta prosigue su visita matutina a los enfermos para registrar los signos vitales.

Desde muy temprano, ya el doctor Rosendo Gómez Peraza se encontraba en la sala de curas conversando con el bachiller Rafael Rangel, ambos observaban al bachiller Landaeta Soto en su temprana labor de rasurar y pintar con yodo las áreas del cuerpo de los pacientes apestados seleccionados para una próxima intervención quirúrgica.  Dos hermanitas se movían entre ellos con palanganas de agua jabonosa y apósitos.  En el pabellón de cirugía anexo, Francisco Mendoza preparaba los instrumentos. Dos ayudantes jóvenes, novicias eran supervisadas por la hermana Cleotilde, experta en el procedimiento de la anestesia con cloroformo.  Unos minutos después Francisco luchará con la disección del paquete vasculonervioso de la axila, hasta retirar una masa compacta de ganglios sin lesionar la cápsula y envueltos en una gasa húmeda los bubones serán pasados diligentemente por Sor Petrica al laboratorio de Rangel para su cultivo. Todos visten inmaculadas batas blancas. Todos sin excepción están confinados en el Lazareto.  Se han residenciado en un ala del hospital anexa a la sala de curas.  Presos, en cuarentena, ya se han habituado al olor del pus.  Todos sienten en el aire la peste, están consustanciados con su responsabilidad, tienen un deber que cumplir y están convencidos de su tarea.  Todos ellos, mujeres y hombres, luchan contra la muerte. Rosendo Gómez dirige el hospital pero el alma, el estratega de la batalla, es el bachiller Rafael Rangel.

Rosendo toma del brazo al bachiller Rangel y lo lleva hasta la habitación que han escogido como oficina y sitio de reunión, un verdadero cuartel general.  Allí sobre una mesa está el mapa que revisaron la noche anterior.  Las marcas de los enfermos en sus casas tienen una banderita roja en el extremo de agujas que señalan los pacientes que han sido hospitalizados, cuentan hasta doce.  La mirada de Rosendo tiene esa mañana un verdor poco usual, Rangel lo observa de reojo y piensa en su prisión injusta, pero a su vez ese castigo, se dice,  ha sido lo que lo ha conducido a la situación que viven, a su posición relevante al frente del hospital en el combate ante la epidemia. Ese papel parece ser disfrutado por el médico como el que más!  Ahora atiende a las palabras de Rangel, es la cabeza pensante, el planificador y Rosendo quien ha sido nombrado Director del Lazareto, fue quien trasladó a los leprosos de tres salas y logró con una celeridad increíble el tener las condiciones para aislar a los pacientes y crear un quirófano especial, organizar la sala de curas, todo eso, se ha hecho en un santiamén, con una voluntad admirable, todo es producto de Rosendo a quien ahora Rafael escucha hablar entusiamado de como el Prefectoo Moros, se encargará del desalojo de algunas viviendas infectas para trasladar a cada sitio las máquinas de gas sulfuroso... Rangel las había solicitado con urgencia y seguramente llegarían en el primer tren de la mañana. Rafael le pide personalmente con Francisco Mendoza encargarse de desinfectar las casuchas que estén contaminadas, puede que Landaeta les ayude...

Eran las ocho de la mañana cuando el bachiller Rangel le impartió sus instrucciones a los empleados del Degredo y aprovechó para comentarle a su jefe, el doctor Gómez Peraza sobre la compra de algunas cosas indispensables, sublimado, escobas, cepillos de mano y cepillos largos de cerda firme, bastante papel, engrudo y todo el azufre que puedan reunir en la Guaira y en Maiquetía. La lucha para desinfectar unos tugurios infames era a fondo pues estaban convencidos de que eran los principales focos de infección. En la lavandería están preparando pailas y leña para desinfectar la ropa de cama.  Rosendo escuchó complacido el despliegue energético de Rafael.

En la madrugada del viernes santo, brillan las lozas del piso en la improvisada sala de los apestados. Los contagiosos descansan bañados por chorros de luz espectral. La luna de un viernes santo madruga esplendorosa. Bajo las sábanas blancas los cuerpos de los enfermos lucen fosforescentes, cubiertos por raudales de luz serena que penetra por las ventanas abiertas hacia los copudos geranios, los nardos y las enredaderas de trinitarias. Toda la noche ha sido salpicado el jardín por un polvillo luminoso, transformado ahora en chispas de azul índigo y de cadmio perla hasta cubrir granulado las figuras escuálidas de los enfermos.  Opalinas crisálidas de dolor laten envueltas en capullos de hilo amarillento. Juancho con sus ojos abiertos totalmente, contempla los matices del reflejo lunar sobre el liencillo que lo cubre.  Se le antoja que su mortaja es el raído velamen de un viejo galeón al pairo, él quisiera soñarlo bergantín, raudo velero singlando entre flamígeras turmalinas en un mar que pespuntea carneritos sobre el añil verdeante. Martina y él a ratos suspendidos y luego hendiendo el azul inmenso de cama oceánica, bajo el cielo pulverizado de constelaciones brillantes, desde más allá de la luna... Con la reverberación nocturnal se crean valles, quebradas y vertientes, hay ríos y cascadas en las cordilleras de lienzo naciendo desde sus pies, con sombras de montes, de cañadas, con desfiladeros y abruptas hondonadas...  Súbitamente cruza una estrella fugaz el firmamento, roja como una llama incandescente y desaparece en el extremo de la ventana. ¡Un augurio!  Sin duda...  Por primera vez en muchos días se atreve a pensar que saldrá con vida del atolladero donde sin querer venía estando enlazado con la muerte, en una especie de conciliábulo interminable, por obra y gracia de la peste bubónica.

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