martes, 18 de junio de 2013

Las hijas de Chelita



Las hijas de Chelita
Jorge García Tamayo
La madre de Chela había trabajado en uno de los caserones en el sector de Los Haticos, de esos con romanillas blancas en todas las ventanas, unas hermosas mansiones que daban su cara al lago, no creo que fuesen alemanes sus dueños, pero, sin duda era de una familia pudiente. Así fue como Chelita creció en aquellos ambientes finos, pero los reservados a la servidumbre, claro está, allí fue aprendiendo de su madre la importancia del orden, de la limpieza y la compostura. En fin, en Los Haticos vivió Chelita hasta los doce años cuando se hizo mujer. Para la época, la familia acomodada se mudó, se fue a Europa o vendió la casa, no lo sé, pero Chela y su madre no quisieron dejar el vecindario y se emplearon como la cocinera y su pinche en la casa de otra familia, seguramente de menores recursos. María Polanco para ese entonces le decía a su hija que ella era la viuda desconsolada de un tal Antonio, un padre que la niña nunca conoció y a pesar de las increíbles historias inventadas por su madre, a ella nunca le hizo falta. En la cocina duraron meses, hasta el momento cuando Chelita le informó a su madre que el señorito de la casa había intentado abusar de ella. A los doce años Chela era espigada y muy linda, con ojos de almendra tostada, la piel como la canela y alrededor de ella siempre flotaba un hálito floral de jazmines y de rosas. María Polanco se la llevó del sitio, pero no quiso abandonar aquellos predios en la vecindad de las brisas lacustres donde habían sido tan felices, por lo que decidieron mudarse cerca, pero del otro lado de la carretera, en la margen opuesta a las playas. En esos días estaba creciendo un caserío que se encaramaba por unos cerros de arcilla rojiza, con calles de tierra donde remolinos de viento creaban tolvaneras de polvo rojo como tiza. Ya el agua del acueducto había llegado para aplacar aquellos ventisqueros, por lo que los vecinos luchaban para regar las matas y ver crecer los mangos y los nísperos mientras intentaban crear jardines en los patios traseros. En esos cerros que luego la gente comenzaría a llamar “Los Haticos por arriba”, se ubicaron las dos mujeres, muy cerca de una bodega bien surtida y de un taller mecánico frecuentado por trabajadores picapedreros y conductores de camiones de volteo. Los hombres rudos venían desde un muelle cercano donde desembarcaban gabarras y barcazas llenas de piedra caliza traída desde las canteras de la isla de Toas, en la desembocadura del lago. Toas era una ínsula ubicada en el sitio donde las aguas del mar Caribe se insinúan desde el Golfo de Venezuela en el lago de Coquivacoa. Allí, en Los Haticos, y viviendo cerca del sitio donde transcurriera su niñez, Chela conoció al chino Chón.  El hombre trabajaba en el negocio de las piedras y era un camionero, andino, gordo y bonachón. Era chofer de un “volteo” y asiduo degustador de las empanadas de carne molida y de los pasteles rellenos de papa y queso que él ingería saturados de ají picante en leche, con los que las Polanco se habían iniciado en el productivo negocio de la venta de comidas. Con los años, María Polanco transformaría la venta de empanadas en una parada obligada para camioneros y transeúntes que desearan desde muy temprano y hasta después del mediodía, deleitarse probando un buen mondongo, un sancocho, o un mojito de corvina en coco. A orillas del lago, y en la vecindad de la barriada, crecería, un gran parque público con un zoológico que se fue llenando de animales y cada vez era más visitado, por lo que la concurrencia en las mesas de las Polanco fue en aumento, sobretodo en los días de fiesta. Los camioneros hacían una parada obligada antes de irse hacia el sur de la ciudad donde funcionaba una gran fábrica de cemento que trituraba los terrones venidos desde las canteras de la isla. Chon, era en realidad el apodo de José Alipio Chacón, quien era ciertamente achinado, por su condición de andino indiano y por su simpática gordura, por eso no había quien no le conociera como el chino-Chon. A él no le molestaba el apodo, antes por el contrario prefería ese sobrenombre al de “andino cara e cochino” o peor aún el de, “er cochino purgao”, como le decían en ocasiones sus compañeros de trabajo, amigos de las bromas pesadas.  En realidad el chino era un gordo simpático, muy correcto y la primera vez que vio a Chela el corazón le saltó en esquirlas y se quedó petrificado, pues desde ese instante estuvo seguro de que ese éxtasis iba a durarle hasta el final de su vida. Chela le coqueteaba inclemente, pero no le daba esperanzas pues estaba convencida de que podía aspirar a otro candidato con más prestancia y que además fuese alguien que las ayudase a mejorar la situación familiar. Por estos motivos, Chela había decidido estudiar con gran dedicación por las noches, lo cual no le impedía volver al día siguiente a moverse como un pez en el agua causando estragos en el corazón de los rudos camioneros degustadores sibaritas de las comidas que preparaba su madre. Chon siguió cortejándola con gran compostura y con el rigor que solo un andino de pura cepa podía gastarse en aquellos menesteres, y esto, tal vez era lo que precisamente mantenía en el fondo del alma de Chelita un no sé que, muy especial, por Chon, o como ella misma le llamaba, su chino gordito. Cansada de la cocina, la jovencita acordó con su madre una tregua y se fue a buscar suerte en la ciudad de fuego. Cerca de la Aduana lacustre, se empleó para trabajar en una gran mansión colonial que luego resultó ser la Universidad. Así fue como del oficio de limpiar los pisos, muy pronto y gracias a su constancia, su buena presencia y quizás sobretodo a su buena letra, Chelita progresó. El método Palmer de Caligrafía Comercial le había costado muchas noches de trabajo, pero milagrosamente puesto que ella era zurda, lo había desarrollado a la perfección, de tal manera que todas estas circunstancias le abrieron las puertas para un rápido ascenso como secretaria de la Escuela de Letras de la Universidad. Con un sueldo apreciable, una posición estable, y un futuro promisor, de pronto a Chela, se le ablandó el corazón y flaqueó ante su chinito. Fue por esta época cuando el chino la preñó y afortunadamente ella no perdió su empleo, pero tampoco aceptó casarse con quien habría de ser, según él mismo le decía convencido, el amor de su vida. Chon estaba mudándose a su tierra montañosa en Coloncito y le prometió darle una casa y todas las comodidades para que no tuviese que trabajar más nunca, pero Chelita era obstinada y no aceptó sus propuestas. Chon le trajo papeles que demostraban la certeza de sus propiedades y las patentes que lo señalaban como el único dueño de tres camiones con los que se iba a dedicar a comerciar con hortalizas. Se tuvo que ir decepcionado a vivir en los Andes. Cuando Chon conoció a su hija MariaAntonia, ella ya había cumplido el año y vivía con su madre y con su abuela, en Los Haticos. Todavía eran famosas por el renombrado “Restorante de las Polanco”. Chela estaba trabajando en la Universidad y permitió que el padre de su primogénita, quien había mejorado considerablemente de situación económica, las visitara varias veces, pero los negocios le obligaron pronto a regresar a sus neblinosas montañas andinas. Un mes después, cargado de regalos, el chino volvió a presentarse decidido a sitiar aquella fortaleza inexpugnable, en la seguridad de que con paciencia y salivita, lograría ablandar el corazón de lomito de su amada. Ella estaba cada día más despierta, más linda y para él, no existía en el mundo nadie más apetecible que la hermosa Chelita. Descuidó sus negocios durante varios meses, logró algunos avances, volvieron a salir juntos y en dos oportunidades logró Chon hacerle el amor a Chela hasta quedar ambos saciados. Pero él quería algo más, y ese su empeño desquiciado, lo condujo al final del asunto. Luego de una pelea furiosa, llegó a escuchar de la boca de Chela la confirmación de sus temores. Le advirtió que tuviera muy claro que nunca, pero jamás de los jamases, se casaría, ni con él ni con nadie, porque ella no quería estar atada a ningún hombre. Chon se largó enfurecido y decidido a no volver más nunca a pisar la ciudad de fuego, por lo que no se llegó a enterar de que siete meses después nacería Antonieta su segunda hija, ni tampoco logró saber de cómo se le complicó el parto a Chela, ni de la operación que le impediría volver a tener hijos. Ella al pasar toda aquella catástrofe, juró que sus hijas nunca serían Chacón y habrían de ser Polanco, como su madre, las nietas de Doña María, la dueña del mejor restaurante de “Los Haticos por arriba” en las inmediaciones del parque zoológico de la ciudad de fuego.
Crecieron ambas hermanas, estudiaron la primaria y terminaron el bachillerato. Eran aventajadas en sus estudios, especialmente la mayor MariaAntonia quien se graduó de Contaduría Pública y estudiaría Economía en la Universidad. La verdad sobre el regreso del chino Chon, es interesante, pues ya mayor, no tan gordo pero sí muy rico, volvió a aparecer en la ciudad de fuego y pudo conocer al fin a sus dos hijas, ya adultas, estudiosas y muy buenas mozas. Pero más turulato habría de quedarse el chino, cuando la todavía hermosa Chelita, aceptó sin chistar irse a vivir con él a las montañas del Táchira. Para la época ya la abuela Doña María había muerto y ni tan siquiera existía el restaurante en Los Haticos frente al parque zoológico, al sur de la ciudad de fuego. La historia de las hijas de Chela y del chino Chon, y el final de telenovela que parecía querer rubricar entre montañas y apacibles nublados, el ocaso de la vida de sus padres, es otra. La versión fidedigna, es curiosa. Cuando la madre de MariaAntonia y Antonieta, ya entrada en años y seguramente cansada de preparar comidas, y de lidiar con niños decidió aceptar la propuesta del chino José Alipio Chacón alias Chon, e irse a vivir con él en un pueblo metido en las montañas del Táchira, sus hijas se indignaron. El viejo camionero andino había sido el único amor en la vida de Chelita, pero sus hijas opinaban que ese cariño tardíamente nacido entre sus padres era algo inaceptable, inconcebible, y por demás indecente y hasta sucio. En pocas palabras consideraban ambas que la decisión de sus padres, de unirse para disfrutar juntos los últimos años de sus vidas, eran una afrenta contra ellas y contra la moral pública, y en suma, solo podía solo verse como “una cochinada”. MariaAntonia quien era la más recalcitrante en sus opiniones, lloró de la furia y pataleó airada, recordándole a su madre como al camionero Chacón cuando era joven lo denominaban “er cochino purgao” y juró no volver a dirigirles la palabra si se largaban los dos juntos y las dejaban de su cuenta a sus hijas, con sus nietas incluidas. Ella insistía en la falsedad de aquel romance otoñal que Chela decía estar viviendo. La hija gritaba que nadie les iba a hacer creer a ellas ese cuento, que era solo una historia de amores impúdicos, y que no podía existir ningún cariño ni nada parecido. En última instancia, decía ella que todo era solamente un asunto de apareamiento, de ociosidad entre dos ancianos morbosos que solo querían ayuntarse para saciar sus instintos animales dando rienda suelta a sus más bajas pasiones, y finalmente, que todo aquello los llevaría a todos quién sabe que tipo de cochina maldición. Como pronta y efectiva respuesta a esta opinión, vociferada impulsivamente por su hija mayor, Chela le asestó un bofetón que la dejó sentada, y esa fue la última vez que se hablaron. Años después, Antonieta sería capaz de recapacitar y considerar como en el fondo pudiese haber existido otra razón. Me relató como era que la abuela Chelita cuidaba de cuatro nietas, dos hijas de cada una de ellas, y quién sabe si la desesperación de perder la ayuda de su madre, las había llevado a extremos de desesperados insultos. Pero “ya era clavo pasado”. Ese fue el corolario terminal. Sobre ese tema, nunca más volvieron a hablar las hermanitas Polanco. En fin. Sabemos que ambas dos, estaban bien preparadas, especialmente MariaAntonia, graduada de Contaduría Pública y de Economista, y Antonieta tenía también varios cursos de Secretariado Comercial, aunque en realidad ella se dedicaría a ser la esposa de su marido, un joven abogado de la ciudad de los crepúsculos a donde se marchó a vivir la pareja en el 76, un año después de haberse casado tras un breve noviazgo. El año 1975 cuando recién inauguraban un Instituto de Neurologia y Psiquiatría de la ciudad de fuego, el director conoció a MariaAntonia, la hija mayor de Chela y descubrió en ella a una mujer con una personalidad fuerte y decidida, con una eficiencia ejecutiva poco común y a toda prueba. A MariaAntonia no le fue difícil transformarse en el cerebro pensante de las finanzas de aquella institución. En realidad, hablar sobre la hija mayor de Chelita, me obliga a asociarla con la música y especialmente con los boleros. Esto puede parecer extraño, puesto que ella es una fiel exponente de su signo astrológico, Libra, exageradamente equilibrada, precisa hasta hacer impensable una equivocación en cualquier renglón de su vida, y menos aún en el desempeño de su trabajo. Esta mujer con una capacidad de trabajo y un espíritu aparentemente ponderado, poseía un alma romántica, y fue silenciosamente víctima de una pasión melomaníaca incurable por Julio Díaz el chofer de una línea de taxis. Julio era un sujeto moreno, alto y delgado, de labios gruesos y con una voz de locutor de radio que lograba tonos sedosos y registros profundos, acariciantes, sobretodo al desplegar su sonrisa, permanente e impecable, de una blancura nívea. Reconocido como un tipo particularmente elegante, vestía siempre con un flux de pana gris y usaba corbatas de colores radiantes, lucía un sombrerito adornado con una pluma de loro y fumaba “Camel” o “Chesterfield”, pero nunca en su sitio de trabajo. Desde hacía una década, era chofer exclusivo de una línea de taxis de las más antiguas y prestigiosas de la ciudad de fuego, de manera que fue en su diario trajinar “haciendo carreras”, donde Julio había conocido a MariaAntonia Polanco. En aquellos tiempos ella era estudiante de la Universidad. Ya se había graduado de Contabilista, y estaba empleada en la Tesorería de la Municipalidad, pero MariaAntonia estudiaba de tarde y de noche Ciencias Económicas, y era asidua cliente de la línea “Concordia”. Sus gastos por traslados desde la Tesorería en la plaza Bolívar hasta la Universidad, eran costeados por el tesorero del Municipio, un viejo amigo de la señora Chela, su madre, quien de paso sea dicho, abrumaba a la hija con sus propuestas y galanteos. Para la época, la hija mayor de Chela Polanco tenía veinticinco años, y se había transformado, de una linda jovencita en una bella mujer, sin que sus amigos le hubiesen conocido novio fijo ni duradero. A pesar de no haber querido nunca comprometerse, asegurando que primero estaban sus estudios, MariaAntonia era una enamorada de la música romántica y aseguraba conocer la letra de todos los boleros. Además, los cantaba magistralmente. Su hermanita, Antonieta, un año menor que ella, era mucho más liberal, le encantaban las fiestas y había tenido una larga lista de pretendientes habiendo estado a punto de casarse un par de veces. Por su buena educación, fluida conversación, y su natural elegancia, Julio Díaz, fue día a día, envolviendo con su charla a la estudiante. Viaje tras viaje, en rumorosa trama, el moreno arrullaba a la despierta muchacha, quien comenzó queriéndolo como un buen amigo. Lentamente, el elegante y conversador chofer, casi una década mayor que ella, se atrevió a insinuársele, y posiblemente él fue el primer sorprendido cuando la hija mayor de Chela Polanco aceptó su propuesta matrimonial. Antonieta objetó a aquel señor viejo, ¡de casi treinta y cinco años!, y con una sospecha pendiente sobre su vida, por el hecho curioso de no existir ni una mácula en el historial del cumplido chofer de la línea “Concordia”. A pesar de los resquemores y de los chismes, Doña Chela les dio su bendición, y se casaron en la iglesia de San Judas Tadeo, para irse a vivir en una casita del Barrio Obrero, en el sector de Sabaneta, una populosa barriada de la ciudad de fuego.
Estabas viviendo el amor de tu vida. Habías hallado en Julio algo especial, un no sé que antes no conocido. Enamorada, cantabas las canciones de Benny Moré, preguntándote que como había ocurrido todo aquello... “Como fue, no sé decirte como fue, no sé explicarme que pasó, pero de ti me enamoré”. Así llegó hasta ti la felicidad, y se querían como locos, y se respetaban con una seriedad casi de personas mayores, y se amaban en el inmaculado apartamento del Barrio Obrero. Eran almas gemelas en el orden y en la pulcritud, en lo metódicos y comedidos, en lo desenfrenados en la cama, y era que no podías olvidar sus palabras, con aquella, su voz melodiosa de terciopelo, y por tantas cosas como eran, le creíste, confiaste en él con los ojos cerrados... “ Muy juntitos los dos hallaremos un rincón cerca del cielo”, con un amor que prometía ser eterno, o al menos para toda una vida, “estaría contigo, no me importa en que forma ni como ni donde pero junto a ti”, y cantabas todo el tiempo, emocionada, “ sin un amor, la vida no se llama vida, sin un amor, le falta fuerza al corazón, sin un amor el alma muere derrotada, desesperada en el dolor, sacrificada sin razón, sin un amor no hay salvación”.
Ellos eran, la pareja perfecta. Salían casi todos los fines de semana, tomados de la mano y se iban a sitios diferentes. Les encantaba tomar cerveza, o bailar, y se miraban lánguidos, perdidamente enamorados. No faltó la oportunidad de cantar a duo. “Cuando se quiere de veras, como te quiero yo a ti, es imposible mi cielo, tan separados vivir”... Ya les conocían como la parejita romántica en varios sitios nocturnos de la ciudad de fuego.
Con tanto amor y romanticismo, vivías tus boleros, emocionada... “Por algo está el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo que mi amor profundo no rompa por ti...”  En tu casa, jugando entre las sábanas, le decías a Julio... “Tus besos se llegaron a recrear aquí en mi boca, llenando de ilusión y de pasión mi vida loca... tus labios me enseñaron a sentir lo que es ternura y no me cansaré de bendecir tanta dulzura”. Tú y Julio parecían estar convencidos de que, “una vez nada más, se entrega el alma, con la dulce y total renunciación, y cuando ese milagro realiza el prodigio de amarse, hay campanas de fiesta que cantan en el corazón”.
Así llegaron al embarazo y a la fecha cercana al nacimiento de Julimary, cuando en medio de tanta felicidad se produjo el accidente. Un camión con parachoques tipo “mataburros”, de esos usados para transportar ganado en zonas fronterizas, atropelló por detrás al LTD de la línea “Concordia” conducido por Julio Díaz y el atildado chofer habría de pasar varios meses en cama y luego otros tantos envarado, con un collarín, sin poder regresar a su trabajo. El seguro pagaría los daños del auto y sus gastos médicos, pero en la larga convalecencia, Julio comenzó a salir con varios amigos. Al nacer Julimary, todavía estaba incapacitado para conducir, mas no así para empinar el codo y para opinar con unas cervezas de más, que él hubiese querido un varón como su primer hijo y no aquella bebé morena y regordeta. Como era de esperarse, estas cosas descontrolaron a MariaAntonia quien se sintió muy afectada por el comportamiento de su marido. Él, continuó llegando tarde con tragos encima, y ella comenzó a pelear, de manera que las cosas fueron empeorando. Antonieta estimulaba la querella mientras la abuela Chela suspiraba y la madre sufrida cargaba a su hija todo el tiempo dándole de mamar, y se pasaba las noches en un ir y venir, llorando, examinando camisas en busca de señales y husmeando la ropa de su marido quien dormía a pierna suelta con trepidantes ronquidos. MariaAntonia a pesar de que comprendía que algo anormal estaba sucediéndole a su Julio, no quería aceptar que los curiosos vahos que desprendían su ropa interior y sus camisas, pudiesen tener algo que ver con otra mujer. Ella seguía por lo bajito, cantando... “Entre tu amor y mi amor, debe existir la verdad, ya no podemos jugar, con nuestras almas los dos”... Pero era evidente que algo más que unos amigos y unas cervezas estaban trastornando la vida de su marido. Algo estaba creando un conflicto en la pareja, y ella no sabía como hacer para intentar una reconciliación. MariaAntonia cantaba amargada... “La distancia entre los dos es cada día más grande, de tu amor y de mi amor no está quedando nada, sin embargo el corazón no quiere resignarse, a escuchar el triste adiós que sea tu retirada”... Estaba dándole la teta a Julimary cuando una vecina chismosa vino a contarle que era una negra. Una negra grandota, más alta que él, ¡ y así de doble!, ¡así!, le decía su amiga de lo más expresiva, mientras ella lloraba en silencio convencida de que hasta allí había llegado su linda historia de amor y de cariño sincero. Pasaron varios días hasta la noche cuando Julio, medio borracho, con la camisa pintada “de creyón de bemba” como le dijera MariaAntonia, llegó, y sin escucharla se derrumbó rendido en la cama, antes de que ella tomase una decisión trascendental. Cargó con su hija y se fue de la casa sin decirle ni una palabra más. Esa misma noche desaparecería de la ciudad de fuego. En un pueblo lejano y muy distante, en Punta Cardón, en la península de Paraguaná a orillas del mar Caribe, se fue a vivir MariaAntonia sin decirle nada a nadie. Sola con su hija pequeña, en la casa de una prima casi olvidada de su familia. Allí, frente al mar, criando Julimary lloró hasta que el llanto se le secó con el sol, la sal y el yodo, para interminablemente continuar “canturreando las canciones más tristes, le diré a todo el mundo lo que tú me quisiste”... Sin poder olvidarlo, algunas veces pensaba...  Doquiera que tu vayas, si te acuerdas de mi, la pena que me invade, en sol se ha de convertir, fatalidad ya no existe, tu recuerdo será, resplandor en las noches doquiera que tú vas”...
Fuiste tomando color con tanto sol y te gustaba cantar los boleros tristones de Felipe Pirela y las canciones de puro despecho de Julio Jaramillo. Te divertía imaginar que tu Julio, lejos, en algún sitio, quizás también cantaría... “Yo sufro lo indecible si te entristeces, no quiero que la duda te haga llorar, hemos jurado amarnos hasta la muerte y si los muertos aman  después de muertos amarnos más”... En las noches y ante la luna que se elevaba rielando en el mar, cantabas imitando a Blanca Rosa Gil... “Tengo el corazón hecho pedazos”..: “noches y más noches sin descanso” ... y luego, con lágrimas en los ojos decías para ti... “Más frágil que el cristal fue tu amor por mí”... Mirabas el astro de la noche para gimotear... Luna, ruégale que vuelva y dile que lo quiero, que por ti  lo espero a la orilla del mar... Luna tú que lo conoces”...  Seguías amándolo, y buscabas justificarlo, pero siempre en silencio, mientras sin poder ocultar tu dolor entonabas... “Estoy sola, irremediablemente sola...  Hoy te has ido para siempre de mi vida y has abierto una herida, que jamás ha de cerrar”... ¡Ay Julio mío! “A tu amor mi cariño se aferró desesperadamente y no sé por qué tus labios pronunciaron, el adiós”.  En aquella soledad con el viento salobre del Caribemar pensaste que cada día transcurría como un mes y cada mes ya te parecía un año... “Un siglo de ausencia” y cantabas desgarrada de amor... “Tan separada de ti, pensar que no he de verte otra vez, fingir que soy feliz sin tu amor, llorar con mi dolor”...
Pero todo tiene un final, hasta los dolores nacidos de amores contrariados, se acaban, y MariaAntonia pareció recapacitar. Con Julimary ya caminando, regresó un día a su casa del Barrio Obrero en Sabaneta. Allí se encontró otra vez con la sombra del Julio que ella había amado, un Julio arrepentido, enflaquecido, quien había sido despedido de su trabajo y vegetaba solo y contrito, en su casa, que parecía un mudalar de escombros. MariaAntonia volvió para hacer una limpieza profunda, y para tomar las riendas. En esa oportunidad fue cuando se entrevistó con el doctor quien estaba a punto de abrir un Instituto de Neurología y Psiquiatría en la ciudad de fuego, y necesitaba una administradora que le llevara las cuentas y le organizara todo lo relacionado con el personal que estaban contratando. MariaAntonia nunca pensó que en aquel cargo habría de durar más de quince años, y menos aún que sería ella quien en muchas oportunidades habría de llevar las riendas para guiar y tascarle el freno a quienes trabajarían y debatirían sus vidas en aquella casa de locos. Una de las críticas que siempre pesaron sobre la gestión de MariaAntonia, fue la protección que desde su posición directiva, ejerció sobre su hermana menor. Cuando la contrataron, ella le consiguió un cargo como secretaria y quizás afortunadamente, Antonieta decidió casarse varios meses después y se fue a vivir en la ciudad de los crepúsculos con su marido nuevo, un flamante abogado más joven que ella con unas agallas de escualo depredador. Después de varios años y ya con dos hijas habidas del matrimonio, un buen día el sujeto le dijo a su señora esposa quien ya estaba enterada que las cosas no andaban bien: “¡muérete que chau!” Ella había dejado de participar en la vida social activa del pequeño círculo de amigos creado alrededor de las actividades profesionales de su marido, en parte por que le parecía que algunas de “sus movidas” no eran legales. Pero cuando comenzó a notar que la reina María Lionza estaba de por medio, la cosa comenzó a descomponérsele. Existía una vieja leyenda entre las tribus indígenas que habitaban las montañas cercanas, sobre una doncella de quien se había enamorado el dios de las aguas, el gran Anaconda. El dios surgió de las profundidades de un lago y la pretendía. Cuando el padre de la india trató de separarla de la gran Serpiente, esta creció y desbordó los ríos arrasando con las aldeas y con sus gentes. Desde entonces, María Lionza, la diosa protectora de las aguas dulces, de los bosques y de los animales silvestres, aparece en la selva montada sobre una gran danta o tapir.  La hermosa fábula no relata muchas cosas sobre los poderes actuales de la diosa. Nada dice del control que ejerce sobre quienes le rinden un extraño culto que parece ser una mezcla de vudú y de santería. Tampoco habla de ciertos ritos misteriosos que se cumplen en oscuros parajes de las montañas de Sorte. Antonieta prefirió creer que su marido era víctima del embrujo de la diosa de las aguas. Le bastó entrar en conexión con varios personajes facultos, quienes le recomendaron para ejercer una-contra, que tendría que ser fuerte y luchar contra la diosa con sus mismas artimañas. Por allí comenzó Antonieta a buscar el desquite de las trastadas de su marido. Siempre había tenido con que hacerlo. En 1982, con dos hijas, de 5 y de 3 años, regresó a vivir con su madre, Chela Polanco, en el restaurante de Los Haticos. Más pronto que tarde, MariaAntonia lograría para su hermanita el cargo de secretaria en la biblioteca del INP, donde tendría bastante tranquilidad y además, sobrado margen para incumplir los horarios supervisados por su propia hermana. Antonieta, comenzaría muy pronto en el Instituto de los locos, a hacer de las suyas. Nadie hubiese pensado que su conducta disipada era, ¡casi nada!, el instrumento usado para luchar contra el conjuro de una diosa que andaba entre tupidas malezas sobre una danta. No obstante, en el decir de Vitico Chourio, el “office boy” del INP, Antonieta lo que estaba era, comenzando, “a dar más funciones que El Variedades”. Por todas estas circunstancias, durante el intenso período de rebullicio, que giró alrededor del regreso de Antonieta, la vida ordenada y metódica que MariaAntonia había consolidado al retomar las riendas de su hogar y alrededor de su importante posición laboral, comenzó a sufrir un nuevo percance. Julio, después de una larga temporada, que él denominaba risueño, “de paro forzoso”, consiguió un nuevo trabajo, como supervisor de planta para el personal en una conocida fábrica de cerveza de la ciudad de fuego, situada precisamente en Los Haticos. MariaAntonia no había necesitado hacer de tripas corazón cuando perdonó a Julio y regresó a vivir con él. No estaba dispuesta a criar a Julimary sola y las letras de sus boleros la hacían cantar... “Esta vez, ya no soporto la terrible soledad, ya no te pongo condición, harás conmigo lo que quieras bien o mal”. Ella volvería a poner todo su empeño para olvidar los efluvios de la negrota inmensa que le había desquiciado a su marido, y se repetiría constantemente que tenía que creer en él, que necesitaba amarlo como antes... “Llévame si quieres hasta el fondo del dolor, hazlo como quieras por maldad o por amor, pero esta vez, quiero entregarme a ti en una forma total, no con un beso nada más, quiero ser tuya sea por bien o sea por mal”. Un año después nacería otra niña, y Julio quería llamarla Zulay, pero se impuso MariaAntonia para ponerla Yolanda, como la de la canción de Pablito Milanés. “Si me faltaras no voy a morirme, si he de morir quiero que sea contigo, mi soledad se siente acompañada por eso sé que a veces necesito tu mano, tu mano, eternamente tu mano”... Julio trabajando en la cervecería, tenía la tentación al alcance de la mano... Entonces ella habló en su trabajo y pidió dos semanas de vacaciones. Sabía que necesitaba reflexionar y regresó a Cardón. Otra vez se hallaba frente al mar. Con sus dos hijas pensó que estaba en una nueva disyuntiva con su Julio y de nuevo cantó cuanto quiso, pero esta vez no lloró como antes lo había hecho. “Me tienes, pero de nada te vale, soy tuya, porque lo dicta un papel, mi vida la controlan las leyes, pero en mi corazón, que es el que siente amor tan solo mando yo”...  Miraste el mar hasta que los ojos se te cansaron de otear la línea del horizonte, y pensaste... “Permíteme igualarme con el cielo, que a ti te corresponde ser el mar”... No sabías porqué, pero tú no podías dejarlo de querer.  No obstante, Julio ya se había atrevido a sincerarse. Te lo había dicho, había perdido el interés en tu vida, y en tus cosas...
Aunque ni Julio ni ella se querían divorciar el distanciamiento entre los dos fue cada día más grande... Ella confiaba en un milagro, pero sabía que él se sentía muy mal, porque su sueldo no era ni la mitad del de ella, y la argumentación de ella insistiendo en que esa era una actitud machista que debía superar, supuestamente era escuchada, mas no atendida. Ella sabía que sus palabras ya no surtían ningún efecto sobre Julio. Al regresar MariaAntonia de Punta Cardón, Julio comenzó a perderse de la casa por temporadas. A ella no le interesaba el divorcio, y argumentaba que no quería dejar a sus hijas sin padre. Antonieta discutiría con su hermana hasta cansarse. Había jurado que la convencería, y la invitaría reiteradamente, e insistiría en que tenía que salir, que conocer a otros hombres. Ella al fin aceptaría sus sugerencias y saldría una noche, y bebería hasta sentirse achispada, y su pareja que sería un hombre serio que ella bien conocía, un divorciado que sabía lo que buscaba, no era suficiente, y al final ella no se atrevería, y lo rechazaría, ella no aceptaría sus propuestas, ¿como imaginarlo? En la madrugada habría de regresar a su habitación y sería un llorar interminable, amargamente, porque definitivamente ella estaría convencida de que la sombra negra de Julio no le dejaría vida, nunca más...
Pero de todas aquellas cosas, querida MariaAntonia, lo que más furia te daba, ciertamente, era pensar en Julio todo el tiempo, constantemente. Era oírte a ti misma, musitando en las noches, “en la multitud, busco los ojos que me hicieron tan feliz, y no logro hallar en otros labios la ilusión que ya perdí”... Era, imaginarte a Julio, con su melodiosa voz de terciopelo como otrora, diciéndote al oído. “Me da pena que sigas sufriendo tu amor desesperado, yo quisiera que tú te encontraras de nuevo otro querer”.  Era ya el colmo, y en medio del trabajo, que era tu único aliciente, peor resultaría tener que enterarte cada semana de una nueva historia de tu hermanita. Te enervaba saber que la hermosa Antonieta, día a día, bajo tu control, y tu supuesta supervisión, estaba cortando en su trabajo, rabo y orejas, o como ella misma descaradamente lo decía, tumbando las chiritas por el cogote, iba tirándole palo a todo mogote, dándole por donde era a tutilimundachi, no importándole para nada nadie y haciendo su personal revolución, y que ninguno se le resbalara si el muñeco llevaba pantalones, ella iba felizmente cumpliendo con los designios de la diosa de la danta, dándose jamones, con Raymundo y todo el mundo…
La historia de las hijas de Chelita no tiene un final pues mientras ambas siguen en la lucha diaria, su madre y el chino Chón felizmente viven en su casita de Colón. Me consta que Maria Antonia, está considerando la posibilidad de cantar profesionalmente y pronto saldrá su primer CD, la menor, la habilidosa Antonieta tiene embobado a un gordinflón gerente hotelero de una isla antillana y están los dos a punto de tirarse al agua de nuevo, para surcar el Caribe, viento en popa, a toda vela…


Publicado originalmente en "el gusano de luz", es parte del texto de la novela "Ratones desnudos" de la Editorial elotro@elmismo (2012)

No hay comentarios: