Un estudio en ratones revela que existen en el intestino microbios que ayuda a
regular el apetito y que forman parte de un sistema sensorial, una
especie de ‘sexto
sentido’ que permiten a los microbios intestinales comunicarse con
el cerebro del individuo e influir en cuánto comemos y durante cuánto tiempo…
Parece ciencia-ficción… ¿Verdad?
Pero
sabemos que todos los organismos interpretan el mundo a través de los sentidos. La
ciencia tiene cada vez
más claro que los cinco más populares (oído, vista, tacto, olfato y gusto) son
probablemente insuficientes para
abordar todas las interacciones con el ambiente que nos rodea.
Una nueva
investigación publicada en la revista Nature, ha descubierto ahora una especie de nuevo sexto sentido oculto,
ubicado en el intestino. En concreto, en un estudio en ratones, científicos de
la Universidad de Duke (Estados Unidos) han revelado que este sistema
sensorial, que ellos definen como “un sentido neurobiótico”, permite una
comunicación en tiempo real entre el cerebro y el microbioma, ese inmenso ecosistema de microorganismos que puebla el
intestino y que es capaz de modular la salud y la enfermedad.
Según los
investigadores, esa infraestructura sensitiva sirve para percibir lo que pasa
en el entorno
intestinal, detectar nutrientes y guiar las decisiones sobre el
apetito. Pero, probablemente, esto solo sea el principio de una historia más
larga que está aún por descubrirse: los científicos hipotetizan con que
este sexto sentido puede ser una plataforma para entender en
profundidad cómo el intestino detecta los microbios, y cómo estos influyen en
el comportamiento (desde
los hábitos alimenticios hasta el estado de
ánimo) e, incluso, de qué manera el cerebro podría moldear el
microbioma.
Diego Bohórquez, es investigador del Laboratorio de Neurobiología
Intestino-Cerebro de Duke y autor principal del estudio. Él pensaba que el
intestino no podía ser “un tubo muy
pasivo que solo servía para digerir y absorber”. Para Diego, habían muchos cabos sueltos. “No se había explorado cómo es que el
intestino sabe qué le ha llegado. Por ejemplo, una manzana o un vaso de leche
son un universo de moléculas. Y el intestino tiene que reconocer y crear una
representación inmediata para poder avisarle al cerebro de lo que le ha
llegado”.
Esto lo
explica Diego Bohórquez, como neurocientífico. Su hipótesis es
que el cerebro y
el intestino tienen “un sistema sensorial” para comunicar la
información de lo que está pasando en ese ecosistema microbiano.
Algo rápido, directo e independiente de la respuesta inmunológica o metabólica
—mucho más lenta— que puedan provocar esos microbios. Y no estaba tan desencaminado:
después de 15 años de investigación, Bohórquez y su equipo han logrado
documentar cómo opera ese nuevo sentido que permite al cerebro responder en
tiempo real a las señales de los microbios que viven en el intestino. “Es un sistema sensorial en el intestino que
permite a las bacterias influenciar cuánto comemos y por cuánto tiempo”, sintetiza.
La correa de transmisión clave de este sexto sentido son los
neurópodos, unas minúsculas células sensoriales que recubren el epitelio del
colon. “De la misma forma en la que el
ojo, para distinguir el color azul y rojo, tiene unas células neuroepiteliales
—primas hermanas de los neurópodos—, que detectan fotones y mediante la
longitud de onda nos ayudan a determinar si algo es rojo o azul, en el
intestino tenemos células neurópodas que, en el caso de nutrientes, nos ayuda a
detectar rápidamente las moléculas que hemos ingerido para guiar al cerebro y
saber, no solo si comimos una grasa o una proteína, sino cuánto más necesitamos
comer”, explica Bohórquez.
La investigación de Diego viene de lejos. Hace unos años, ya habían
detectado que los neurópodos eran “esenciales” para que
el organismo diferenciase, por ejemplo, entre azúcares y los edulcorantes y optase por consumir los primeros, que
tienen un valor calórico, antes que otros endulzantes. Lo llamaron a eso un “sentido
para los nutrientes”, que ayuda a guiar lo qué, comemos: los
neurópodos eran capaces de
transformar señales de los nutrientes en mensajes para el cerebro. Pero a los
científicos todavía no entendían de qué manera el organismo respondía en tiempo
real a los estímulos que surgían de los microbios intestinales.
Lo que
han descubierto ahora con esta investigación es que cuando
comemos, algunas bacterias intestinales liberan unas proteínas
llamadas flagelina. Los neurópodos las detectan y, con la ayuda de un
receptor (de nombre TLR-5), envían
un mensaje al nervio vago, que es una ruta de comunicación fundamental entre el
intestino y el cerebro. La señal que llega por ese canal al centro de
operaciones del organismo es un aviso de que ya se ha comido suficiente. “Tenemos la idea
de que los neurópodos detectan la flagelina e inmediatamente le avisa al
cerebro y le manda una señal de que ya necesita dejar de comer. Es una forma de
interfaz inmediata sensorial para que el cerebro pueda saber, no solo que
nosotros comimos, sino que las bacterias también recibieron la cantidad
suficiente de alimento”, reflexiona
Bohórquez.
Para validar su tesis, los científicos sometieron a un grupo de ratones
a una noche de ayuno y, al día siguiente, le administraron una dosis de flagelina directamente en el colon. La respuesta fue
que los animales comieron menos. En cambio, el mismo experimento en otro grupo
de roedores manipulados genéticamente a los que se les desactivó el receptor TLR-5, resultó en que los animales comían más y ganaban más peso.
“Se volvían obesos porque cada vez
comían un poquito más y por más tiempo. Pero nos llevó mucho tiempo llegar a
las conclusiones finales porque teníamos que demostrar que no era inmune ni
metabólico y que en realidad existía un sistema neuronal sensorial para reconocer
los patrones microbianos”, cuenta Bohórquez. Sus pesquisas demostraron que la flagelina, a través de ese circuito
neurobiótico, lanzaba al cerebro señales para frenar el apetito. Sin embargo,
cuando se cortaba esa ruta, el mensaje no llegaba y los ratones se volvía
obesos.
Esto significaba que existía una influencia microbiana directa en el
comportamiento alimenticio y Bohórquez defiende que, aunque su investigación
está hecha en modelos animales, las ideas principales son perfectamente
extrapolables a los humanos: “Tal vez
puede haber algunas modificaciones del sistema sensorial, pero el principio
básico es el mismo”.
Sus experimentos se han centrado en
la flagelina de un género bacteriano
concreto (Salmonella), pero el científico señala que este patrón
molecular está conservado en muchas
especies de microorganismos diferentes. “Este sistema
sensorial se activa incluso en animales libres de microbiota. Esto quiere decir
que es constitutivo del animal, lo que sugiere que es un sentido muy antiguo y
básico para que el intestino reconozca estos patrones moleculares microbianos y
los comunique al cerebro”, abunda
Bohórquez.
Su hallazgo, con todo, es solo “el primer peldaño” de una gran escalera
que está por explorar. “Ahora acabamos de descubrir que el intestino, a través
de los neurópodos, comunica al cerebro estos patrones moleculares. Pero eso
abre la posibilidad a que otros patrones moleculares pueden estar causando
cambios de comportamiento, de conducta, específicos en el cerebro”.
Clàudia Aràjol, médica en el servicio de Aparato Digestivo del Hospital
de Bellvitge de Barcelona, considera también que esta investigación es “un hilo muy interesante del que tirar”. “Es
un estudio fabuloso, con una metodología completa y resultados prometedores. Es
el inicio de un nuevo camino en relación con el papel del microbioma en el
control de la saciedad, el peso…”, “Hay
que ver qué recorrido acaba teniendo en humanos, pero a nivel clínico, estos
resultados pueden promover el estudio de diferentes fármacos para modificar la
obesidad”…. Se abre un escenario de investigación
inmenso.
Maracaibo, lunes 4
de agosto del año 2025